Desde
lejos se podía adivinar su figura.
Con
parsimonia y cadenciosamente, su cabeza coronada de rastas coloridas –arco iris
trenzados en la tarde de verano- oscilaba de un lado hacia otro, remate de su interminable y delgada figura, mezcla de faquir y de Bob Marley. Cuál te gusta,
preguntaba a los niños fascinados, racimo de gorriones saltarines.
Una mano se extendió señalando la rasta
azabache con reflejos azulinos que salía de la sien izquierda del vendedor
personaje y al instante largos dedos plagados de anillos aparecieron para tomar la trenza elegida, mientras la otra mano empuñaba una tijera y la
cortaba al ras de su cuero cabelludo.
Yo
quiero la amarilla que está más arriba gritó un muchachito apenas el primero
pagaba su compra. Y así fueron desplegándose las horas mientras los cortes
dejaban pequeños cráteres como corolario de las trenzas amputadas de esa cabeza
que comenzó la tarde semejando un bosque de zarzas.
Un
sacrificio amoroso, ritual religioso en donde un dios anónimo se despojaba de
sus dones y los repartía entre sus semejantes; Prometeo del siglo veintiuno,
les entregaba partes de su cuerpo, no importaba la mutilación.
La
plaza era un mar de gente en la noche cálida, arriba estrellada y abajo
rebosante de colores, formas, texturas, sonidos, en la que se destacaba una figura singular que ahora era un muñeco desplumado, un cofre vacío de
tesoros...
Extraño personaje, exhibía la confiada sonrisa del que sabe que cuando los
sueños le brotan por las noches como ramos de flores, su cabeza lucirá al otro
día nuevamente repleta de rastas, de trenzas multicolores, bosque de zarzas que
hará que los niños, pájaros bulliciosos, se agolpen y salten a su alrededor.
MUY BUENA COMBINACIÓN DE FICCIÓN Y ¿REALIDAD?. POR QUÉ NO.
ResponderEliminar¡Excelente! Me encanta este cuento: tiene la maravillosa virtud de regalarme un recuerdo cargado de colores y magia.
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