jueves, 24 de septiembre de 2015

ANAMARÍA SERRA/ "MANUEL PUIG Y SU PARAÍSO IMAGINARIO"


Según sus palabras, Manuel Puig vivió su infancia en la pampa, en un pueblo –General Villegas- que era para él un “B Western, es decir, una especie de pesadilla”; él quería que la vida fuese una diaria matinée hollywoodense y el cine de ese pueblo le ofrecía un mundo poblado por personas glamorosas.
Las películas le sirvieron para construir un paraíso imaginario y seguro, en el que deseaba vivir: le hubiese gustado ser una diva como Norma Shearer, pero más que eso, deseaba ser el personaje que ella interpretaba.
Se sumergía en las revistas de cine, “anticipando así el gran momento de la proyección”, y recordaba el orden de los estrenos en Buenos Aires durante seis o siete años. Este ejercicio aparentemente inútil de la memoria le fue muy útil al futuro novelista; del crudo contraste de la vida con estas fantasías fascinantes surgiría La traición de Rita Hayworth (1968). “Yo no elegí la literatura…La literatura me eligió. Nunca tuve fantasías sobre escribir ficción. Mi única fantasía sobre la escritura era que en la vejez, después de dirigir muchas obras maestras, escribiría mis memorias”.
Más que una máquina de la memoria, escribir resultó un modo de vida en el cual se estaba creando continuamente a sí mismo como si él fuese una de sus propias ficciones.
La traición de Rita Hayworth, su “ópera prima” y la que marca el rumbo de su escritura posterior, es la que recrea con mayor nitidez el mundo de su infancia.
Cuenta  Susan Levine[1] que cuando leyó por primera vez esta novela, casi se vio derrotada por “diálogos unilaterales y faulknerianos,  monólogos de jerga argentina sin puntos y aparte en los primeros capítulos”, donde los personajes no eran identificados y la lectura era un avance a tientas a partir de indicios. El lector debe reconstruir a través de una visión fragmentada, el perfil psicológico de los personajes, y, sobre todo, a través de la problemática de la sexualidad, la ambigüedad de Toto, el protagonista.[2]
Como guionista fallido, Puig se convirtió en novelista, y como sus personajes, abrazó un modelo idealizado en la cultura occidental, conformando su vida alrededor del mito del Escritor. El lector se siente movido a descubrir la “verdad” detrás de las ficciones, comparar la vida vivida y la vida escrita, comprender por qué el escritor se siente impulsado a rehacer sus experiencias en la ficción. Como escribió Manuel en su penúltima novela, Sangre de amor correspondido, “la muerte es lo peor porque la gente te olvida”.
Lo que hizo de Manuel Puig una figura fascinante en la moderna literatura latinoamericana fue que se tratara del primer novelista literario pop en el continente, el argentino que introdujo la literatura local en la posmodernidad. Reinventó la escritura a partir de la cultura no literaria viviente de su época. Comprendió cómo las películas, los teleteatros y las canciones populares ejercen una manipulación seductora, cómo el lenguaje de los melodramas radiales y de películas fascinaba tanto a los intelectuales como a las amas de casa. De ahí que siempre combatió los estereotipos sobre el escritor.
Pero también se quejaba de ser incomprendido, de ser etiquetado como no literario por inspirarse en los géneros populares, las películas, si bien contaba con una vasta formación lectora, desde la economía de Gide hasta la prosa laberíntica de Faulkner. Decía, un poco en broma, que escribir le había arruinado la lectura, que aunque leyese a Proust tenía que hacerlo siempre con un lápiz en la mano.
Sin embargo, como muchos escritores, siempre estaba creándose a sí mismo, aquel ser era más un niño de celuloide que un hombre de letras. Era el escritor como imitador juguetón, el que plasmaba a la perfección en sus novelas las voces de las mujeres de distintas edades y profesiones, o, en la demostración privada para los amigos, el movimiento de caderas de la pelirroja Rita Hayworth cuando las luces crecían en “Gilda” o las expresiones cautivantes de Greta Garbo, la “Mujer Divina”.
Coco (así era su apodo familiar) empezó a ir al cine con su madre -Male- desde los cuatro años. Como las películas eran subtituladas,  la voz de Male explicaba; por consiguiente, “veía aquellas películas a través de los ojos de la madre”. Como espectador absorbía, al principio, más de lo que podía comprender. Y esas experiencias vuelven en La traición…, donde Toto repite las tramas de las películas y las cambia para interpolar su versión. La voz de Toto contando películas es también la voz de la madre, mecanismo que se vuelve central en El beso de la mujer araña, cuando narra Molina, aunque la Madre es quizá la verdadera voz.
Recrearía su capacidad de niño para concebir un mundo feliz, imaginario, en La traición de Rita Hayworth, como cuando Mita lanza una cinta de papel y Toto ve a Ginger Rogers girando en un musical, o cuando la imagen de un santo sobre una estampita en la primera comunión de Héctor le recuerda a su amada Norma Shearer. En el mundo onírico del cine, Toto se convierte en otro, y también lo hacen todos los que lo rodean, incluso el pez de un documental submarino: “qué mal se porta ese pescadito, no quiere a nadie, que se murió el tío y el pescadito no lloró, se volvió a jugar”.
Baldo, el padre, mantenía a Coco a distancia porque no quería echar a perder al niño. En La traición…, Berto aparece como emocionalmente incapaz para aceptar la carga de paternidad.
Aunque años después Baldo estaría orgulloso de su hijo escritor, Manuel nunca olvidaría la expresión de su padre: “mejor tener un hijo muerto que un hijo marica”.
Desde la dimensión Puig-Toto, se produce la valoración de lo diferente, lo otro (el modelo de hijo que Berto no desea), y en la narración, esa constante alusión autobiográfica se plasma en un discurso que diluye las fronteras entre la realidad y la ficción[3].
Seguramente por ello omitió en La traición… el hecho de que la primera vez que fue al cine –a los tres años-  no fue con la madre sino con Baldo, quien lo había llevado a ver  “La novia de Frankestein”, que asustó mortalmente al pequeño.


 






[1] Susan Jill-Levine, Manuel Puig y la mujer araña, Seix Barral, 2002.
[2] Ana María Serra, Laberinto de ficciones; ensayo sobre la obra de Manuel Puig. En el Aura del Sauce, 2010.
[3] Ana María Serra, ob.cit.






miércoles, 23 de septiembre de 2015

ANAMARÍA SERRA/ "EL DEMIURGO"

Adela escucha el viento y sus ideas se confunden en un torbellino de imágenes. Un desierto al mediodía plagado de sol le seca la garganta; luego de incorporarse y tomar un poco de agua del vaso que está sobre su mesa de luz descubre ese enjambre de plantas de hojas carnosas que le impide ver a través de la ventana.

Mientras lucha con manos y ojos para abrir el follaje y ver el panorama oye un repicar acompasado, acústica pura, y se da cuenta de que el viento ha dado paso a la lluvia, que primero se presenta con finísimo granizo. Y allá va la imaginación de Adela, a la cumbre más alta que puede encontrar, blanca e inmensamente fría –lo siente en la punta de sus dedos porque está acariciando la base de una pequeña escultura-.

Adela toma conciencia del gesto maquinal y la observa. Representa un demiurgo, cabeza de león enmarcada en un halo, el sol, y cuerpo de serpiente. Piensa en el significado dado por los antiguos: el creador y ordenador del mundo material, la encarnación del mal que aprisiona y encadena a los hombres a sus pasiones.

Adela desvía sus ojos hacia la fotografía colocada junto al demiurgo.  Un hombre joven y esbelto, bronceado por el sol de la playa caribeña le sonríe con malicia desde un primer plano. Detrás, el sol corona su cabeza mientras el mar, de un azul más que profundo, lame sus pies. Adela quiere aclarar su desconcierto. Abre la ventana: ya no llueve y el viento es una brisa sobre su rostro.


En puntas de pie y sacando casi la mitad del cuerpo, extiende sus brazos para separar aquella multitud de hojas que le entorpecía la visión, pero descubre que solamente hay un enorme vacío, un desierto en el mediodía plagado de sol, el abismo que la atrae como si estuviese tirando de ella una finísima cadena de pasión hacia aquella mirada maliciosa…  Y su garganta seca, la sed que no puede apagarse, aunque ¿quién sabe?, tal vez el demiurgo sea el oasis que Adela necesita.

viernes, 18 de septiembre de 2015

ANAMARÍA SERRA/ "LA SEDUCCIÓN DE LA MALDAD"


D e s d e l os primeros tiempos –tanto en los cuentos de hadas como en todos los de tradición oral- los hombres se sintieron fascinados ante las historias de terror y de violencia.

La condesa sangrienta, texto de Valentine Penrose inspirado en la vida de Erzsébeth Báthory, fue recreado posteriormente –y superado con creces- por la escritora argentina Alejandra Pizarnik.
Me propongo enlazar este texto con 62, modelo para armar, de Julio Cortázar y con “La cámara sangrienta” y “La dama de la casa del amor”, dos cuentos de Ángela Carter.
Ante la lectura del texto de Pizarnik el lector se siente horrorizado por lo descripto y a la vez seducido por las magistrales imágenes que se suscitan. Pizarnik racionaliza la violencia y la recrea presentándose como comentarista y espía que asiste con placer a las escenas
de tortura.

Erzsébet Báthory, siniestro personaje histórico húngaro del siglo XVI, pasó a la fama por torturar y asesinar a 650 muchachas. Once pasajes que marcan la trayectoria de la Condesa desde su adolescencia hasta su muerte, conforman La condesa sangrienta. La belleza, la locura, la perversión sexual y la muerte serán los cuatro ejes sobre los cuales se articula la narración.
Con lenguaje moderado, la mención de lo directamente sexual apenas existe. Hay sólo continua alusión y una enorme sugerencia en las imágenes que convierten el horror en poesía. Lo poético está dado en las descripciones de la Condesa y en la forma en que Pizarnik inscribe al personaje en momentos de silencio, melancolía, violencia y muerte. Rara vez se detiene en fijar su punto de vista en las adolescentes supliciadas, y el lector –mirada cómplice- deberá hacerse cargo de ello con su imaginación.
En la Condesa reina el silencio con momentos de impasible melancolía y otros de frenesí orgiástico; goza con el sufrimiento de las doncellas sacrificadas. Teme la vejez y necesita –como Drácula- la sangre humana para sobrevivir: el sacrificio de las jóvenes vírgenes conservará su juventud y borrará las impurezas en su cuerpo
La condesa se apoyaba en las creencias cristianas sobre la sangre de Cristo como brebaje de la inmortalidad; la religión, paradójicamente, incentiva el vampirismo.
En el texto de Pizarnik, lo obsceno se instaura a partir de la imagen de la tenebrosa aristócrata contemplándose eternamente en el espejo de la tristeza. Como Gilles de Rais, tiene la obsesión de la muerte y su reclusión en la soledad del crimen la fue llevando hacia una homosexualidad enmarcada por un profundo silencio. Pizarnik piensa que no tuvo conciencia de su crimen, por tanto, nunca llegó a comprender la causa de su condena ni tampoco sintió miedo.
La Condesa sangrienta refleja la admiración de Pizarnik por Penrose, la influencia del surrealismo y de las teorías sobre el mal y el erotismo propuestas por Bataille.
Julio Cortázar utilizó el personaje de la Condesa en su novela 62: modelo para armar. Pareciera no solamente una fascinación compartida sino también un homenaje. El personaje
Helene resulta el “alter ego” de Erzsébeth Báthory en el siglo XX.
Elementos comunes –laberintos, pasillos, galerías- representan la “zona prohibida” a recorrer en un texto que apunta a lo especular o reflexivo, donde se entretejen los fragmentos de una historia con fondo vampirista.
La novela de Cortázar es un rompecabezas que el lector deberá armar, en donde se enlazan situaciones, espacios y tiempos. El personaje de Helene es perfecta e inasequible, personifica la maldad, la crueldad, pero también el sufrimiento; es la que habita en mayor medida la ciudad de las pesadillas, la deseada y ya muerta desde un principio. Hay una permanente alusión a Erzsébeth Báthory. Helene, respondiendo a su ser maléfico –y también homosexual- violará a Celia, una muchacha inocente que a la vez se identifica con una muñeca en la que se descubrirá una horrible obscenidad -no revelada al lector- Aquí el narrador comparte con Pizarnik ese “voyeurismo” cómplice, artífice de la imaginación.
La transgresión continua del tiempo produce la alteración de las relaciones habituales de causa-efecto; la narración tiene extensos pasajes poéticos; se describe una ciudad con itinerarios malditos y encuentros imposibles; los personajes están condenados a circular por un recorrido que implica transitar sus propias vidas: un itinerario no programado, sino determinado de antemano, como el destino que deberán cumplir.

En los textos de La cámara sangrienta, Ángela Carter reelabora, con ironía y crueldad, la temática de los cuentos de hadas.
Para Carter, la sociedad patriarcal ha construido la identidad femenina y su escritura tratará de reconstruirla para luego subvertirla en cada historia en la que se inspira.

“La cámara sangrienta” y “La dama de la casa del amor” si bien en principio aluden a “Barba Azul” y a “La bella durmiente” respectivamente, transmiten una fuerte conexión con La condesa sangrienta en cuanto a la sexualidad transitada por contrastes: erotismo, violencia, poder, sumisión, inocencia y perversión.
En el primero –la boda de una joven inexperta y pobre con un siniestro hombre de fortuna, el hombre representa la extrema violencia patriarcal que a la vez ejerce completa fascinación ante su ingenua y virginal esposa. Viven en un castillo prácticamente enclavado en el mar, y en una cámara oculta ha sacrificado a sus anteriores esposas. Los elementos de tortura semejan réplicas de los utilizados por la Condesa, y los espejos del castillo reproducen la triste imagen de la joven destinada a ser la próxima víctima.
En su libro, Pizarnik describe el elemento principal de tortura, la Virgen de hierro, como una “dama metálica” del tamaño y color de “la criatura humana”.
En el cuento de Carter, es la misma Condesa -¿figura atemporal?- quien ocupa el lugar de la Doncella de Hierro, descubierta con horror por la protagonista cuando se introduce en la cámara prohibida.

Y en “La dama de la casa del amor”, la protagonista, remedo grotesco de Erzsébeth, habita un sombrío castillo, continúa perpetrando sus crímenes ancestrales y sufre la “perenne tristeza de una joven que es a la vez la Muerte y la Doncella” mientras pasea en las noches con el vestido de novia eternamente teñido con la sangre de sus víctimas. Sin embargo, aquí no son doncellas sino muchachos -campesinos- quienes tributan su sangre joven para que la vampira pueda alimentarse. Hasta que llega un joven y apuesto militar y ella caerá rendida de amor que la hará volverse humana y morir, aunque una rosa deslumbrante y monstruosa guardará su espíritu.
Una mujer fascinante por su crueldad y sadismo, modelo para tres escritores célebres: Alejandra Pizarnik, pionera, la recreó magistralmente; Julio Cortázar la “aggiornó” en un personaje de 62… y Ángela Carter la instaló doblemente en dos recreaciones de cuentos de hadas.

Fuentes consultadas:

Cristina Piña, Límites, Diálogos, Confrontaciones: Leer a Alejandra Pizarnik


Graciela Aletta de Sylvas, Para una lectura de La Condesa Sangrienta de Alejandra Pizarnik