sábado, 29 de marzo de 2014

"LA ÚLTIMA LECTORA"/ ANA MARÍA SERRA

Nunca creí que podría habituarme a esta situación, aunque, si soy honesta conmigo misma, deberé admitir que desde pequeña fui una solitaria. Ni  ermitaña ni fóbica social, sí disfruté a pleno mi voluntario aislamiento, aunque, siguiendo con las confesiones, supongo que no puedo hablar sobre el concepto de soledad cuando me reconozco lectora empedernida, casi compulsiva.
 En mis vacaciones escolares y como premio a mi buen desempeño, mis padres  me regalaban libros;  yo reía y lloraba con las aventuras de Heidi en Frankfurt y en las montañas, sentía el frío y el rigor de la guerra al mismo tiempo que gozaba de las interpretaciones teatrales de las “Mujercitas”, me asustaba la locura del capitán Ahab y  una vez quise emular a Robinson yéndome  a acampar a la playa sin más compañía que mi perro al que insistía en llamar Viernes.  Los clásicos, los vanguardistas, todos recibieron el abrazo de mis pupilas, siempre los libros…compañeros inseparables, hoy hacen que por momentos no me dé cuenta de que, en esta comarca y creo que en el mundo entero, estoy solamente yo, no me acompaña ningún animal –ni doméstico ni salvaje- y las plantas han desaparecido.
La figura de la Lectora es mi ícono, la mujer que se resguardó en el hogar para contar a sus descendientes las historias que hilaba a medida que las labores artesanales salían de sus manos, la que supo ganarse el derecho a la educación después de mucho tiempo; aquella que pudo encontrar “un cuarto propio” para escribir todo lo que su imaginación le dictaba –como si cometiese un acto de infidelidad   cuando se producía su encuentro con la hoja en blanco, comunión de la que surgirían sueños escritos-, al mismo tiempo que los libros alimentaban su mente y espíritu.
¿Cuánto tiempo ha transcurrido desde el cataclismo? No lo recuerdo exactamente, creo que ya no importa, porque además siento que el fin también se aproxima para mí. Primero fueron los exploradores quienes partieron para investigar las causas de la aniquilación que poco a poco invadía el lugar; al principio volvían algunos, pero cuando se les preguntaba qué había pasado, sus respuestas eran meros desvaríos. Entonces la gente común fue ocupando esos puestos, todos hermanados en la necesidad de salvarse y salvar la especie, y así fue como un día me di cuenta de que ya nadie vivía a mi alrededor, las pocas personas que me acompañaban para resolver las tareas domésticas desaparecieron y quedé rodeada de mis libros. Confieso que si bien al principio sentí cierta inquietud, me fui acostumbrando a mi nueva vida.  Sin embargo, hay una verdad irrefutable: la especie humana es gregaria por naturaleza, nadie puede vivir solo en el mundo, necesita de sus semejantes. Incluso una solitaria como yo.
Como ya no hay más personas, tampoco me puedo nutrir con nuevos libros. Por eso me he convertido en una especie de biblioteca humana. He ido memorizando todas y cada una de las frases que atesoran los cientos de textos que pueblan mi casa. A veces me sorprendo recitando en voz alta algún pasaje de La Divina Comedia, del Ulysses  o de La Naranja Mecánica, soy una ecléctica sin remedio. Últimamente me ha dado por tararear, con música de viejas canciones –ya no puedo escuchar ningún disco, todo signo de progreso ha desaparecido, soy una Eva sin Adán ni Paraíso- y a esas melodías les combino letras de poemas (Borges, Alejandra, Juan L., Octavio Paz, hasta Neruda se ha ganado un lugarcito) y también les adoso fragmentos de cuentos; mis preferidos siempre son los latinoamericanos.  Me he entretenido bastante con la escritura, pero hace unos días noté que solamente me quedaba un lápiz  cada vez más pequeño, por lo que me he propuesto  -porque ya no tengo más hojas y las paredes están totalmente cubiertas con mis escritos-  reservarlo celosamente, sólo lo utilizaré cuando me surja una idea que considere casi genial, y sé que mi capacidad de imaginación e inventiva se está agotando con rapidez.
Recuerdo mi paso por la universidad, los amigos que gané en aquella época, mi trabajo como investigadora, algún fugaz romance que deseché rápidamente porque mi meta era la publicación de libros y el ascender rápidamente en mi carrera, no porque persiguiese prestigio o dinero, simplemente porque sentía una sed  intelectual inagotable; creo que el famoso mote “ratón de biblioteca” me cupo a la perfección. Y después, cuando decidí retirarme para disfrutar a pleno de la lectura y de la producción personal, sin plazos ni directivas que cumplir, me sorprendió la catástrofe.
¿Cuánto hace que no veo a otro ser humano? Ni ser humano ni animal…ya he perdido la cuenta. Nunca me gustó saber en qué día vivía, en ese sentido he ganado en salud mental, no me abrumé por no poder calcular el paso del tiempo porque tampoco me preocupé en registrarlo. A veces pienso que esta situación es una enorme ironía; a pesar de mi hábito lector, la literatura de ciencia ficción no ha sido mi fuerte, a lo sumo pude tolerar alguna película basada en un libro famoso por la resolución de imágenes, la ambientación, para valorar el trabajo actoral, y ahora me encuentro sumergida en una realidad que jamás hubiesen imaginado  Asimov,  Bradbury, Ballard o Arthur Clarke, por citar los más conocidos.
En mi casa todavía hay algún espejo, pero no me gusta mirarme. Prefiero recordarme joven, muy joven… Aunque en ocasiones necesito repasar otros rostros en viejas fotografías, porque me estoy olvidando de caras, de siluetas.
Lo que sí aprecié desde el principio fue el manejo de lo fantástico, creo que Silvina y Cortázar se ganaron el galardón, he jugado con sus textos como disparadores y he producido algunos cuentos que juzgo bastante interesantes.  ¿Qué pasaría si me encontrase hoy con otra persona? ¿El aspecto del ser humano habrá cambiado después del desastre? ¿Yo habré cambiado? Seguramente debo estar bastante envejecida, aunque, quién sabe, me miro las manos y todavía las veo tersas, suaves, sin arrugas…
Tal vez en un rato me anime a volver a mirarme en el espejo del dormitorio. Estoy sentada frente a mi escritorio y se me ocurre que podría imaginar la escritura de un cuento fantástico, pero no lo escribiré. Iré poco a poco memorizando los párrafos; una tarea trabajosa, porque  voy a realizar muchas correcciones cada día hasta que me conforme el texto final. Será un buen ejercicio mientras espero mi propio desenlace, mi último momento. Casualmente ahora veo el libro que encabeza la pila que he dejado sobre la mesa: es un ejemplar de la Antología de la Literatura Fantástica, recopilada por Borges, Bioy y Silvina. Decido abrir en cualquier página, para recordar alguno de esos fabulosos textos, que tal vez pueda servirme para mi propio cuento fantástico.  En la página 195 leo Final para un cuento fantástico, de I.A. Ireland, obviamente, recuerdo perfectamente este texto genial:
 
          “-Qué extraño!- dijo la muchacha, avanzando cautelosamente-. ¡Qué puerta más pesada!- La tocó, al hablar, y se cerró de pronto, con un golpe.
-¡Dios mío!- dijo el hombre-. Me parece que no tiene picaporte del lado de adentro. ¡Cómo, nos ha encerrado a los dos!
-A los dos no. A uno solo- dijo la muchacha. Pasó a través de la puerta y desapareció”

Miro la puerta de entrada a la casa con un gesto mecánico: tiene picaporte del lado de adentro. Sonrío;  yo no podré pasar nunca a través de ella porque no soy un fantasma. Nadie me ha encerrado.
Qué fantástico, todavía no he decidido cuál será la trama de mi cuento y tampoco qué rostro tendrá mi protagonista, cuando en este preciso momento oigo que alguien está llamando a mi puerta.

















                                                    

viernes, 21 de marzo de 2014

EZEQUIEL PRADO/ "CARONTE"


 

                  Cuando lo imposible  empieza a suceder, lo más razonable
                        es aceptarlo con naturalidad.
                                                                                                Abelardo Castillo.

 Un relato no agoniza con el fin del relato, una pieza musical no  claudica en la última clave de su partitura, una jugada no culmina con el fin de su jugada.
Un encuentro se prolonga en otra clase de encuentros.   Si Dalmiro no lo hubiera contado, decididamente yo no estaría escribiendo esto que parecerá ruin, inverosímil y supersticioso. Pero  a estas alturas de la noche, en la que la luna llena espía por mi ventana, y sólo se escucha el sonido de mis teclas apuradas por escribir esta historia, aunque empiezo a dudar de mi capacidad para contarla, o del tiempo que me queda.
Me invade una sensación de terror por el hecho de haber sido  testigo de aquello que escuché una noche. Nunca habitará más en mí la tranquilidad; fue superada por el nerviosismo y el tormento. Ésa es exactamente mi realidad de hoy y la de quienes fuimos ¿casualmente? a esa cena de amigos.
 Si en el año 19… de un viernes a la mañana Dalmiro se hubiera pescado  un refrío o hubiera comido algo previamente al asado que le cayera mal, o si su mujer no se hubiera levantado de buen humor, cosa  no habitual en ella, y lo incitara a ir,  todos estos pequeños movimientos de hechos cotidianos irrelevantes que nos suceden a menudo, habrían  trastocado el destino de Dalmiro  impulsándolo a desistir de ir a pasar un momento con viejos compañeros; si eso hubiera sido así,  nosotros nunca nos habríamos enterado de que Dalmiro Zeta había visto bajar por las paredes lo que vio.
 Y eso haría que yo, hoy, a estas horas de la noche, poniendo palabras en mis hojas con una frazada sobre mis hombros presenciara lo mismo.
  Alto, encorvado, de tez amarillenta, paso hamacado, una gorra jockey de hilo, profundas ojeras negras como aros le colgaban cuando atravesó la puerta y nos dimos la mano.  Por mis idas y venidas muchos años estuvimos sin vernos, su mano era de  carne fría, de dedos largos y huesudos  aparentemente frágiles, pensé en ese instante en que nuestras manos chocaban, que si decidía apretar su mano podía estrujarle todos los huesos  y convertirlos en un bollo de papel. Profesor de historia, recibido en la UBA, rosista  y ateo, vivió en Buenos Aires  diez años antes de decidirse a venir a pasar sus últimos días de docencia en estas tierras. El encuentro no fue ni más ni menos extraordinario y acogedor que los encuentros que a menudo les suceden a todos los hombres en este tipo de reuniones informales, una mesa surtida de  manjares y bebidas acompañada de tímidos y nostálgicos diálogos al principio, que  hombres de cuatros décadas pueden remontar en encuentros basados en temas intrascendentes, irritables, pero discutidos con el énfasis de los que piensan que eso cambiará el mundo.  
Así, entre botellas vacías y palabras cansadas, fuimos tallando esa noche nada fuera de lo habitual. El momento que rompería con el curso de esa cena común de burgueses en estado de satisfacción gastronómica, fue la voz gradual de Dalmiro que empezó a contar sin previo aviso.  Su tono grave, algo inestable, mirada al piso, algún que otro levantamiento de ojos hacia los míos cuando relataba, como una actitud del que esta por confesar una culpa. 
Hace algunas noches  me levanté para ir  al baño, dijo cauteloso. Al volver al dormitorio vi unas sombras que se deslizaban por la pared hasta meterse en el cuerpo de Victoria. En ese momento pensé que podía ser un hecho casual, algún árbol o alguien que pasaba por la calle y  la pared les sirvió como reflejo…pero lo más asombroso, y no sé si a esta altura éste es un término conveniente -dijo tocándose la mejilla que le demoró un tiempo hasta retomar nuevamente el relato-  lo mas horroroso es que la segunda noche, cuando me desperté a la misma hora de la anterior, bajaban otra vez metiéndose en el cuerpo de mi amada; no pude tolerar semejante acto y corrí, desesperado
Pero… ¿volviste Dalmiro?, por tu mujer lo digo; ¿o la dejaste sola?
Cierta sensación de angustia y desconcierto rodeó el rostro y el cuerpo de Dalmiro. Lo vimos por unos segundos buscar algo que debía encontrar en su profunda memoria.
Sí…o para ser exacto no sé si volví yo, dijo sin levantar la vista.
¿Pero qué formas tienen las sombras?, preguntó alguien. La forma es lo de menos, mi amigo-dijo sosegado.  Lo relevante en ellas -agregó y luego produjo una larga pausa hasta repetir- lo relevante, es que tienen voluntad e inteligencia propia.
 
Por lo común, después de un relato sobrenatural como estos hay un silencio que se interpone y  puede dar paso  a la risa o a todo tipo de sugerencias…Por suerte o por desgracia en éste se dio la segunda. Tenés que limpiar la casa, dijo uno;  llevá un cura que tire agua  bendita- dijo otro.  Y otros, tal vez es el alma de algún muerto que se suicidó y no puede escapar; yo que vos hago algo mas fácil, me mudo a otra casa-.
Fue con esa última sugerencia cuando Dalmiro levantó la mirada y dijo: no hay posibilidad. Todos tenemos una sombra y ésta no es una prolongación del ser como se dice por ahí, o la que perdió Peter Pan, o la que el Lama acuchilló al percibir la sombra de Sankara, o la creencia con que los chinos se alejaban al cerrarse un féretro, porque aseguraban que si la sombra quedaba atrapada, la salud de su titular declinaría dramáticamente. Esta sombra es ajena, no nos pertenece, nos invade y nosotros de a poco, cada noche, después de haberla visto, empezamos a pertenecerle,  pueden compararlo con un demonio, un espectro, un fantasma o con lo que quieran, al fin es lo mismo,  pero lo que sé, es que cada uno tiene su sombra, y tarde o temprano se les presentará, bajando de una pared a la noche, cuando ella lo disponga se hará ver, la sombra ajena  es inversa a lo nuestro.
Le pregunté entonces, y ya varios de los que estaban a la mesa se habían levantado, si esa sombra era solamente una, que mutaba impredeciblemente.
Quizás, me respondió.
 Porque…si es una tal vez, no todos estemos destinados a ella, le dije mientras escuchaba su risa sarcástica.
 Quizás, volvió a decir esta vez con un gesto y un tono del que oculta información. 
 Después, Dalmiro se levantó y agarró su gorra, como si algo lo intranquilizara.
 Ahora comprendo el enigma, y  mientras mi sombra empieza a  deslizarse la miro esperando descubrir lo que Dalmiro me dijo antes de irse, antes de despedirnos  en el momento en el que le di la mano y le susurré al oído me quedan dos dudas.
Cuáles, asintió con desgano.
Qué hace la sombra y qué le pasó a Victoria.

 Su mano apretó la mía fuertemente y me atrajo hacia él, se acercó a mi oído y me dijo: asesina.




                                                    De: Al otro es al que le suceden las cosas

sábado, 15 de marzo de 2014

ESA VIEJA ESTACIÓN DE TRENES/ ANA MARÍA SERRA

si yo recordara cada estación de trenes
el techo de chapas
cúpula abovedada donde se extravía una paloma blanca
teñida de hollín
y mi vista que baja en ángulo recto y descubre a lo lejos
 la luz donde el tren encuentra su libertad
si yo imaginara cada estación de trenes
y el viaje me llevara hasta el pasado
mis pasos pisando el pedregullo de la plazoleta
una espera despeinada por el viento sureño      entre palmeras y rieles 
si yo describiera cada estación de trenes
y la memoria me remontara a un pequeño pueblo de provincia
a esa simple  construcción   que el cuidador se resiste a olvidar
y la travistió en museo

cuando una tarde de otoño asomada al andén vacío
mi mirada se  estampaba en el viejo puente de hierros
escultura orgullosa y oxidada  enmarcada por las nubes
por la que cruza un chico en bicicleta


lunes, 10 de marzo de 2014

RODARÁS EN LA SAL DE MIS OJOS/ MARÍA DEL MAR


Rodarás en la sal de mis ojos
y al caer en mis labios en un expiado suspiro
lloraré ese otro tiempo de recuerdos y sueños
en el paladar de tu boca.
Haré en tus ojos de ayer el amor
con la necesidad de sentirte,
olvidando la paz de mi alma.
Y te amaré así, una y otra vez en mi boca
detrás de un extenso silencio de azules y rojos,
detrás de un horizonte arbolado de nubes,
en un presentimiento.
Y por todo ello, sé que un día me amarás sin yo saberlo.
Y seré tu vida en la vida y tu muerte en mi muerte
y verso a verso, me harás cristalina a tus ojos,
y seré poesía en tu boca, frenesí de tus manos.


M M
  Reservado todos los derechos de autor  

 Este poema ha sido publicado con la autorización de María del Mar, autora además del blog "La buhardilla de recuerdos". Muchas gracias
                                                                                  Ana María Serra.-



domingo, 9 de marzo de 2014

ROSSANA CHIARINI/ IRENE Y LA ESTACIÓN DE TRENES



       Mamá trabajaba como enfermera en el hospital,  papá tenia un cargo importante en la estación de trenes. Cuando abuelita  falleció yo tenía cuatro añitos; unas noches después del entierro oí a mis padres conversar sobre quién me cuidaría, la tía vivía a cincuenta kilómetros de nuestra ciudad y eso los obligaría a dejarme toda la semana con ella, mis primas eran cuatro y una niña más resultaría imposible. Así que papá resolvió llevarme a su trabajo. Al otro día me levanté a las seis de la mañana; mamá me vistió con pantalones de gruesa sarga azul, un pulóver de lana y un abrigo de paño, envolvió mi cuello  con un echarpe y cubrió mi cabeza con un gorro de lana. Me calzó las botitas de gamuza y para las manos, unos guantecitos de lana. Luego, mamá me entregó mi vianda -papá llevaba la de él-, nos despidió con un beso y allá fuimos hacia la aventura, mi aventura.
      Caminamos dos cuadras, cruzamos la plaza y nos encontramos frente a una edificación mediana: subí los tres escalones tomada de la mano de mi padre y al traspasar su enorme puerta con vidrios esmerilados, vislumbré los pisos de madera y las paredes, que hasta cierta altura, estaban revestidas con el mismo material. El techo cubierto por chapas verdes que se prolongaban hasta donde estaban los molinetes, resguardaba a los pasajeros de las inclemencias del tiempo.
       En el centro había una diminuta cafetería en forma circular a cargo de Mary, tan dulce como la chocolatata que me servía a la tardecita, con unos bizcochos horneados especialmente para mí, para su Irene. Y don Armando, el dueño del kiosco de diarios y golosinas, todos los días me regalaba dos caramelos como respuesta a la pregunta ¿te has portado bien?
Además, la estación tenía una acogedora sala de espera, boletería, la oficina de envio y recepción, el depósito de equipajes, los baños,  dos ventanales, uno sobre cada medianera, y dos puertas; una para entrar y salir a los andenes y la otra para transportar la mercadería a los vagones del tren.
 Recuerdo que había algunos bancos a lo largo de los andenes y bordeados      por dos callecitas con árboles no muy altos, pero muy frondosos. Una estación regular, pero con mucho tránsito de trenes, ubicada a cincuenta kilómetros de una importante ciudad donde gran parte de la población se dirigía para desarrollar sus actividades.


     Durante dos años viví en esa gran fiesta y en ese lapso conocí  todos los intersticios de mi vieja y amadísima estación. Pero cuando cumplí mis seis de edad empecé el colegio con las monjitas como medio pupila. Se cerró para mí el ciclo de las visitas diarias y no pude ya gozar más del tibio calor de la sala de espera, del aroma del chocolate y de los bizcochos de Mary, del sabor de los caramelos que don Armando me ofrecía, pero aun hoy al oír el ruido de un tren que arriba,  cierro los ojos y me invade el recuerdo de esas sensaciones que quedaron grabadas muy hondo en mi mente y mi corazón.  Adiós trenes, adiós mi breve y dulce infancia…






jueves, 6 de marzo de 2014

DELMAR/DAYANNA QUECANO-CAMILO GARCÍA

"Sumergido, taciturno
Cabeza abajo como abstraído en los recuerdos y una baba que gotea
Chorrea pegajosa una idea inacabada.

Profundamente incrustada una medusa alada le muerde las entrañas
Se abre camino en el vasto abismo de sus sesos.

Brama el mar jadeante sobre su cabeza un naufragio silencioso.
Espuma que a la orilla se hace ostra
Inunda y succiona la última gota de su vida.

Déjame quitarte un poco de cordura"

Texto: Dayanna Quecano
Ilustración: Camilo García