lunes, 27 de mayo de 2013

JUAN JOSÉ ARREOLA- PARÁBOLA DEL TRUEQUE






 Al grito de «¡Cambio esposas viejas por nuevas!» el mercader recorrió las calles del pueblo arrastrando su convoy de pintados carromatos.

Las transacciones fueron muy rápidas, a base de unos precios inexorablemente fijos. Los interesados recibieron pruebas de calidad y certificados de garantía, pero nadie pudo escoger. Las mujeres, según el comerciante, eran de veinticuatro quilates. Todas rubias y todas circasianas. Y más que rubias, doradas como candeleros.
Al ver la adquisición de su vecino, los hombres corrían desaforados en pos del traficante. Muchos quedaron arruinados. Sólo un recién casado pudo hacer cambio a la par. Su esposa estaba flamante y no desmerecía ante ninguna de las extranjeras. Pero no era tan rubia como ellas.

Yo me quedé temblando detrás de la ventana, al paso de un carro suntuoso. Recostada entre almohadones y cortinas, una mujer que parecía un leopardo me miró deslumbrante, como desde un bloque de topacio. Presa de aquel contagioso frenesí, estuve a punto de estrellarme contra los vidrios. Avergonzado, me aparté de la ventana y volví el rostro para mirar a Sofía.
Ella estaba tranquila, bordando sobre un nuevo mantel las iniciales de costumbre. Ajena al tumulto, ensartó la aguja con sus dedos seguros. Sólo yo que la conozco podía advertir su tenue, imperceptible palidez. Al final de la calle, el mercader lanzó por último la turbadora proclama: «¡Cambio esposas viejas por nuevas!». Pero yo me quedé con los pies clavados en el suelo, cerrando los oídos a la oportunidad definitiva. Afuera, el pueblo respiraba una atmósfera de escándalo.
Sofía y yo cenamos sin decir una palabra, incapaces de cualquier comentario.
-¿Por qué no me cambiaste por otra? -me dijo al fin, llevándose los platos.
No pude contestarle, y los dos caímos más hondo en el vacío. Nos acostamos temprano, pero no podíamos dormir. Separados y silenciosos, esa noche hicimos un papel de convidados de piedra.
Desde entonces vivimos en una pequeña isla desierta, rodeados por la felicidad tempestuosa. El pueblo parecía un gallinero infestado de pavos reales. Indolentes y voluptuosas, las mujeres pasaban todo el día echadas en la cama. Surgían al atardecer, resplandecientes a los rayos del sol, como sedosas banderas amarillas.
Ni un momento se separaban de ellas los maridos complacientes y sumisos. Obstinados en la miel, descuidaban su trabajo sin pensar en el día de mañana.


Yo pasé por tonto a los ojos del vecindario, y perdí los pocos amigos que tenía. Todos pensaron que quise darles una lección, poniendo el ejemplo absurdo de la fidelidad. Me señalaban con el dedo, riéndose, lanzándome pullas desde sus opulentas trincheras. Me pusieron sobrenombres obscenos, y yo acabé por sentirme como una especie de eunuco en aquel edén placentero.
Por su parte, Sofía se volvió cada vez más silenciosa y retraída. Se negaba a salir a la calle conmigo, para evitarme contrastes y comparaciones. Y lo que es peor, cumplía de mala gana con sus más estrictos deberes de casada. A decir verdad, los dos nos sentíamos apenados de unos amores tan modestamente conyugales.
Su aire de culpabilidad era lo que más me ofendía. Se sintió responsable de que yo no tuviera una mujer como las de otros. Se puso a pensar desde el primer momento que su humilde semblante de todos los días era incapaz de apartar la imagen de la tentación que yo llevaba en la cabeza. Ante la hermosura invasora, se batió en retirada hasta los últimos rincones del mudo resentimiento. Yo agoté en vano nuestras pequeñas economías, comprándole adornos, perfumes, alhajas y vestidos.
-¡No me tengas lástima!
Y volvía la espalda a todos los regalos. Si me esforzaba en mimarla, venía su respuesta entre lágrimas:
-¡Nunca te perdonaré que no me hayas cambiado!
Y me echaba la culpa de todo. Yo perdía la paciencia. Y recordando a la que parecía un leopardo, deseaba de todo corazón que volviera a pasar el mercader.

Pero un día las rubias comenzaron a oxidarse. La pequeña isla en que vivíamos recobró su calidad de oasis, rodeada por el desierto. Un desierto hostil, lleno de salvajes alaridos de descontento. Deslumbrados a primera vista, los hombres no pusieron realmente atención en las mujeres. Ni les echaron una buena mirada, ni se les ocurrió ensayar su metal. Lejos de ser nuevas, eran de segunda, de tercera, de sabe Dios cuántas manos... El mercader les hizo sencillamente algunas reparaciones indispensables, y les dio un baño de oro tan bajo y tan delgado, que no resistió la prueba de las primeras lluvias.
El primer hombre que notó algo extraño se hizo el desentendido, y el segundo también. Pero el tercero, que era farmacéutico, advirtió un día entre el aroma de su mujer, la característica emanación del sulfato de cobre. Procediendo con alarma a un examen minucioso, halló manchas oscuras en la superficie de la señora y puso el grito en el cielo.
Muy pronto aquellos lunares salieron a la cara de todas, como si entre las mujeres brotara una epidemia de herrumbre. Los maridos se ocultaron unos a otros las fallas de sus esposas, atormentándose en secreto con terribles sospechas acerca de su procedencia. Poco a poco salió a relucir la verdad, y cada quien supo que había recibido una mujer falsificada.

El recién casado que se dejó llevar por la corriente del entusiasmo que despertaron los cambios, cayó en un profundo abatimiento. Obsesionado por el recuerdo de un cuerpo de blancura inequívoca, pronto dio muestras de extravío. Un día se puso a remover con ácidos corrosivos los restos de oro que había en el cuerpo de su esposa, y la dejó hecha una lástima, una verdadera momia.
Sofía y yo nos encontramos a merced de la envidia y del odio. Ante esa actitud general, creí conveniente tomar algunas precauciones. Pero a Sofía le costaba trabajo disimular su júbilo, y dio en salir a la calle con sus mejores atavíos, haciendo gala entre tanta desolación. Lejos de atribuir algún mérito a mi conducta, Sofía pensaba naturalmente que yo me había quedado con ella por cobarde, pero que no me faltaron las ganas de cambiarla.

Hoy salió del pueblo la expedición de los maridos engañados, que van en busca del mercader. Ha sido verdaderamente un triste espectáculo. Los hombres levantaban al cielo los puños, jurando venganza. Las mujeres iban de luto, lacias y desgreñadas, como plañideras leprosas. El único que se quedó es el famoso recién casado, por cuya razón se teme. Dando pruebas de un apego maniático, dice que ahora será fiel hasta que la muerte lo separe de la mujer ennegrecida, ésa que él mismo acabó de estropear a base de ácido sulfúrico.
Yo no sé la vida que me aguarda al lado de una Sofía quién sabe si necia o si prudente. Por lo pronto, le van a faltar admiradores. Ahora estamos en una isla verdadera, rodeada de soledad por todas partes. Antes de irse, los maridos declararon que buscarán hasta el infierno los rastros del estafador. Y realmente, todos ponían al decirlo una cara de condenados.
Sofía no es tan morena como parece. A la luz de la lámpara, su rostro dormido se va llenando de reflejos. Como si del sueño le salieran leves, dorados pensamientos de orgullo.

 

jueves, 23 de mayo de 2013

JULIO RECLOUX- SOBRE EL ARTE DE ESCRIBIR


SEGUNDA PARTE

De qué hablo cuando hablo de escribir

Hay quien afirma que al morir veremos pasar, en unos minutos, la película de nuestra vida: cada gesto, cada palabra pronunciada o silenciada, cada uno de nuestros actos sobre la tierra se proyectarán en el teatro de nuestra psique, en una última función, donde, igual que en los sueños, seremos a la vez director, actor y espectador. A veces, pienso que así como a otros les basta interrogar un espejo para saber quiénes son, los escritores buscamos nuestro reflejo en la escritura. Concebir una trama —dar a luz unos personajes, escucharlos atentamente tratando en lo posible de no interferir para saber qué les ocurre, de dónde vienen o hacia dónde van— nos ayuda, nos revela una actitud que quizá nunca habíamos advertido y desnuda poco a poco, en definitiva, la manera particular en la que, consciente o inconscientemente, elegimos ver el mundo y lo que nos pasa. Creo que así como un padre se revela a través de sus hijos, un escritor lo hace a partir de lo que escribe.
No hace mucho, Haruki Murakami escribió: De qué hablo cuando hablo de correr, libro en el que el autor nipón, devenido en un ícono de la cultura pop de alcance global, desarrolla una especie de autobiografía muy original en la que parte desde sus vivencias como maratonista para ir trazando, a su vez, un paralelo con otra de sus grandes pasiones: la escritura de cuentos y novelas. “Casi todo lo que sé sobre la escritura lo aprendí corriendo cada mañana”, dice Murakami sabiendo que tal afirmación logrará desconcertarnos por completo. Leyendo este libro he pensado en el maravilloso don que tenemos los seres humanos para dar sentido a las cosas que hacemos y encontrar semejanzas o correspondencias allí donde para otros acaso no hay nada. Es decir, en lo importante que es liberar nuestro potencial creativo para poder resignificar permanentemente lo que hacemos, y repensar el modo en que queremos seguir llevándolo a cabo, pero de tal manera que nos permita hallar siempre nuevas facetas y establecer finalmente otras conexiones.

            Otro buen ejemplo de lo que quiero decir con esto lo podemos apreciar en lo que hizo Bruce Lee con las formas tradicionales del arte marcial tal como se venían practicando en China desde hacía siglos. Este genial y brillante atleta que, además era profesor de filosofía —y que llegó a ser luego una celebridad de Hollywood debido al éxito rutilante de una serie de films que lo tenían como protagonista— fue el fundador del Jeet Kune Do, un arte marcial que Lee concibió tras largos años de búsqueda y de estudios muy meticulosos en el intento de dotar a esta práctica milenaria de un estilo fluido y abierto, en donde hubiera lugar para la espontaneidad y la improvisación sin que el practicante tuviera que estar atado a ninguna forma que lo limitara. Y es que para el autor de El Tao del Jeet Kune Do lo más importante era, justamente, “tener el no camino como camino y la no limitación como limitación”. Su ecléctico estilo lo obtuvo fusionando diversas técnicas provenientes del Wing Chun, la esgrima, la lucha greco-romana y el boxeo americano (se cuenta que Bruce admiraba tanto a Muhammad Alí que tomó de él ese clásico bailoteo con el que el más grande campeón de peso completo de todos los tiempos, se desplazaba sobre el ring y deslumbraba a sus miles de seguidores en todo el mundo).
Ahora bien, quizá nosotros podemos pensar que es propio de la cultura oriental esto de ver detrás de cualquier actividad humana aparentemente ordinaria, como podría ser por ejemplo el running o la práctica de un arte marcial, una posible vía de iluminación (bástenos mencionar aquel libro inolvidable por lo exquisito: El zen en el arte del tiro al blanco), pero debemos recordar que también en Occidente tenemos ejemplos de algo análogo. Sabemos que para Carlos Castañeda, por citar un caso, la escritura no era tan solo un ejercicio de simple literatura, sino más bien una operación más de la brujería: “Cuando escribas tus libros no lo hagas como un simple escritor sino como un brujo”, le recomendó más de una vez su nagual, el viejo indio yaqui, que le transmitió las claves del arte del ensueño.

La leyenda personal

El ser humano posee un enorme potencial en su interior a la espera de ser actualizado. Todos nacemos con un gran tesoro que habrá que descubrir y desenterrar. Parte de esta riqueza interior que, como dijimos, aguarda ser encontrada para ver qué hacemos con ella, reside en nuestro potencial creativo. Pero habrá que liberarlo para que no sobrevenga la frustración y la enfermedad, porque si no logramos que fluya, sucederá como con el agua que se estanca en el curso de un río. El hombre es un ser creador, pero si no puede o no sabe cómo crear, se vuelve un ser destructivo. Esta condición negativa puede volverse hacia su propio entorno, hacia los otros o incluso contra sí mismo. La escritura creativa en este sentido es una disciplina artística que abre canales de expresión y permite que este potencial sea liberado y desarrollado en función de poder constituir con él nuestra obra. Todas las artes, cada una a su manera, cumplen esta función que, como se verá, va mucho más allá de meras cuestiones estéticas.
Alce Negro nunca se hubiera convertido en el gran hechicero de los sioux si antes no hubiera logrado darle una forma al contenido de sus visiones para ofrecérsela a los suyos y renovar así su cultura. Desde los nueve años, sufría de una serie de terribles visiones que lo asediaban. Con el tiempo, éstas le produjeron una severa fobia a las tormentas, que le recordaban el tronar de los caballos que aparecían en ellas, y así su cuadro se fue agravando sin que nadie, ni siquiera los médicos que comenzaron a tratarlo (ni siquiera la medicina del hombre blanco), pudiera aliviarlo. Incluso para algunos miembros de su clan, Alce Negro, simplemente, estaba enloqueciendo. 



            Cuatro grupos de hermosos caballos venidos de los cuatro puntos cardinales se reúnen, mientras el creador de la Danza de los Caballos ve y escucha a los espíritus ancestrales de su tribu que lo llaman, le dan la hierba del lucero del alba y le revelan nuevas formas de vida para su comunidad. Esta gran visión se le apareció por primera vez en el año 1872 y lo acompañó con leves variaciones durante el resto de su vida. Para algunos analistas, lo que ocurrió con este indio sioux fue que vivenció de una manera muy subjetiva y, por cierto, algo caótica, pero muy profundamente, la gran crisis que atravesó su comunidad a partir de la llegada del hombre blanco. Un día alguien se cruzó en su camino y le sugirió que fuera a ver al brujo de la tribu. El viejo chamán, luego de escucharlo, le dijo simplemente: “Tus visiones te hacen daño solo porque te las guardas para ti. Cuéntaselas a tu tribu y te aliviarás”.
Al tiempo, Alce Negro, ayudado por el chamán, representó esta visión para los suyos y creó un ritual con caballos verdaderos. Todo el pueblo lo celebró y, aunque luego fueron arrasados por los gringos, su legado no se perdió y sobrevivió hasta nuestros días. El más famoso hechicero sioux logró de este modo mucho más que una cura para su fobia, descubrió su vocación, le dio un nuevo sentido a su existencia y resignificó la cultura de su pueblo. Y es que, ciertamente, por paradójico que nos resulte, en un mundo donde ningún camino lleva a ningún lado, basta que nuestro corazón escoja el suyo para convertirlo, automáticamente, en la calle que conduce a la realización de nuestra leyenda personal.


Escritura y Alquimia
 
Escribir, para mí, es como encender una lámpara en un cuarto en penumbras. Cuando cierro un poema me lleno de entusiasmo y puedo disfrutar más de las pequeñas cosas. Se renueva mi energia y experimento unas tremendas ganas de vivir y tener nuevas experiencias que luego, indefectiblemente, acabaran siendo material de nuevos escritos. Resumiendo, la cuestión se reduce a una suerte de extraña circularidad que consistiría en vivir para escribir y escribir para vivir.
Cuentan que los magos del mundo antiguo, antes de iniciar cualquiera de sus curiosas operaciones, dibujaban un círculo protector contra las poderosísimas fuerzas que iban a invocar. La escritura para mí es una forma de la alquimia. Un poeta es su propia piedra filosofal. En su alma se tensan, se baten, se anudan y desatan las potencias que lo habitan. Su escritura es, a un mismo tiempo, una manifestación de su magia y círculo protector. Allí, en el poema, hallamos los lectores el registro minucioso de sus luchas, sus éxitos, sus fracasos y de su comunión con dioses, ángeles y dragones; su descenso al inframundo y su ascenso a las más altas esferas. Todo está allí, latiendo en esa verdad desnuda, inquietante y conmovedora de los versos.
Por eso, un poema es a la vez, a su modo, todos los demás (como una mujer es todas las mujeres o un hombre todos los hombres), y por eso se me ocurre que el lector que lo busca, lo encontrará tarde o temprano, pero no como algo externo, sino como reflejo de su propio poema interior. La poesía, se me antoja, es entonces el misterioso encuentro de ese verso secreto, innominado y silencioso de un lector, con este otro que alguien capturó en una palabra que sana. Lector y escritor, de este modo, no son sino dos caras de una misma moneda.
No pocas veces me pasa cuando escribo que no encuentro las palabras porque lo que quiero expresar está más allá del lenguaje. Supongo que es esta impotencia lo que me mueve a desafiar el idioma y violentarlo. “Un poema es un milagro”, me dijo una vez un poeta callejero mientras ofrecía los suyos en el subte. No se me escapa que el poema ideal nunca se alcanza, ni que el día que lo escriba más valdría caer fulminado por un rayo, porque ya nada quedaría por hacer. Todo lo que escribí, lo que escribo y lo que escribiré, no es sino solo una serie de pobres borradores, ensayos imperfectos, intentos infructuosos, pero inflexibles por componer ese esquivo poema ideal que como el horizonte plantea la paradoja de la cercana lejanía. Pero que son nomás, al fin y al cabo, una excusa para trabajar, en verdad, por alumbrar en el interior el oro de la milésima mañana.
Lao Tsé declaró hace siglos que en cualquier ejemplar del I Ching mora un ser fabuloso dispuesto a responder todas las preguntas de los hombres con solo arrojar tres monedas al aire. Yo quisiera saber si ese ser inmortal y omnisciente (que para mí tiene la forma de un gran dragón) es el mismo que subyace bajo la forma de cualquier otro objeto del mundo (por ejemplo, en las rugosidades de una hoja que cae de un árbol o en el reflejo de la luna sobre el río o en la boca pintada de una mujer que se mira en el espejo), y también si ese ser incesante no será acaso lo único que existe.
Un día, también a mí me tocará partir de esta isla, que para los cabalistas es Malkuth, y regresar a mi patria celeste, pero antes le daré mis versos. Acaso simule un olvido y los deje en cualquier mesa del bar de avenida Triunvirato, o los oculte en el zaguán de la casa de Londres y Liverpool (en Parque Chas), o los arroje como una botella al mar quién sabe. Pero es mi deber, supongo, advertir a quien los recoja (a vos hipotético e intrépido lector) que cruzar una puerta, doblar una calle o leer un poema, nunca es un acto banal.




Julio Recloux









UN APORTE DE JULIO RECLOUX PARA NUESTRO BLOG



PRIMERA PARTE

La escritura creativa y el poder transformador de la ficción

Hay dos grandes motivaciones que normalmente llevan a los alumnos a tomar clases de escritura. Una es la necesidad de hacer catarsis y poner en palabras algún que otro sentimiento más o menos escondido (generalmente acerca de alguna experiencia dolorosa o inquietante). Esto, por supuesto, tiene que ver, por un lado, con la necesidad de construir un relato que dé cuenta de lo vivido, y por otro, con la de lograr darle sentido. Y ahí es donde se vuelve necesario apelar al potencial creativo que todos tenemos para construir nuestra subjetividad de un modo más libre y consciente. Suele suceder que a partir de las primeras clases el alumno descubre, tal como Nietzsche, que “no hay hechos sino interpretaciones”. Este descubrimiento es crucial no solo en relación a la cuestión del proceso de ficcionalización en sí, sino también en relación a aquello de que uno no enferma por lo que le ha ocurrido, sino por aquello que interpreta de lo que le ha ocurrido. Hay infinitas maneras posibles de contar una historia. En esto estriba, en gran medida, el arte de hacer ficción.

Cuando los narradores del mundo antiguo ofrecían su relato sobre el origen de un río o las hazañas de un héroe, y éste era aceptado por la comunidad, no era por casualidad, sino porque había en esa historia algo del orden de lo numinoso para ese grupo. Los receptores de ese relato se sentían “tocados” muy profundamente por algo que o bien les daba un sentido de pertenencia o bien los inspiraba en una cierta dirección y los ponía en contacto con algún contenido que ahora podían reconocer también dentro de ellos. Y esto es un fenómeno evidentemente de orden espiritual que va más allá de cualquier otra cosa y que explica en parte por qué hay en nuestra tradición solo unos pocos relatos que logran una circulación fuera de lo común y una pregnancia que perdura a través de los siglos, mientras que otros se pierden en el olvido.
Pero hay otra motivación, además de esta a la que acabo de referirme, y es la de la vocación literaria. Esto es algo para lo que no hay edad. Es muy curioso pero, a diferencia de lo que suele pasar con otras profesiones, uno no suele llegar en forma directa a la literatura. Es muy común que los escritores sientan ese llamado que implica toda vocación luego de haber abrazado antes alguna otra. Sabemos, por ejemplo, que Macedonio Fernández venía del Derecho y que Nabokov se dedicaba al estudio de las mariposas. El caso de Gurdjieff es acaso uno de los más emblemáticos: su vocación por la escritura le sobrevino a una edad muy avanzada, luego de un accidente automovilístico que casi le cuesta la vida. Curiosamente, su padre también había resultado un gran ashoj. En uno de sus libros más conocidos, Encuentro con hombres notables, aquellos que se lo propongan podrán leer un capítulo encantador en el que el fundador del Cuarto Camino, a quienes los parisinos apodaban “Monsieur Bon-bon”, le rinde un sentido homenaje.
Quizá el hecho de que para escribir sea necesaria cierta dosis de madurez, explique en parte esta cuestión de la aparición tardía de esta vocación a la que aludíamos más arriba. Pero no siempre es así (Borges sabía desde sus siete años, cuando escribió en inglés un texto sobre Don Quijote, que su destino sería el de escritor). Y de hecho no son pocos los jóvenes que sienten también este llamado tempranamente y acuden a tomar clases con el objeto no solo de perfeccionarse, sino también de lograr acceder a una guía que les permita descubrir el mundo de los libros desde otro lugar al que se plantea en los ámbitos académicos.

Pero ya sea que uno venga por una necesidad de hacer catarsis o por una cuestión más vocacional o por simple hobby, lo cierto es que escribir es una actividad que tiende un puente hacia nuestra interioridad. Es decir, un escritor es alguien que le cede la voz al alma. Esto implica aprender a escucharnos, ya que el primer lector de lo que escribimos somos nosotros mismos. En este sentido uno termina por pensar que un escritor es antes que nada un buscador. El texto no es más que una excusa para llevar a cabo la búsqueda, que sin duda ha de ser tan incierta y tan ardua como la de un alquimista. No hay satisfacción más grande que la que sobreviene cuando uno logra redondear un texto y dice: “Uf, por fin… Esto es lo que yo quería decir”. Por eso no hay que pensar la literatura en términos de un eje de buena o mala porque eso no existe, lo que existe es “eso” que uno quiere decir y el anhelo de expresarlo, que es tan urgente que solo se satisface cuando uno encuentra las palabras y la manera más eficaz de decir aquello que tenía para decir.
Todo el arte en general trata de esto. Y la literatura es una rama del arte. Al escribir, uno entra en contacto con su propio panteón de dioses y demonios. Es decir, con esa mitología privada a la que uno desciende todas las noches cuando cierra los ojos para que cese el mundo. Todos los personajes fantásticos que nos ha deparado la mitología no son más que la manifestación de contenidos que habitan en nuestra alma y que han tomado una determinada forma, o tal o cual nombre, según las épocas y las culturas, pero detrás de los cuales subyacen indefectiblemente los diversos arquetipos. La literatura es, en definitiva, una suerte de mitología más personal. Hay una relación muy estrecha entre los personajes mitológicos, los de los relatos de las diversas religiones y los de la literatura. Se dice por ejemplo que Dostoievsky le rezaba a una imagen del Quijote, y que Baudelaire hacia lo propio con un retrato de Poe, al que jamás le faltaban velas encendidas.



La piedra filosofal

La escritura a mí me ha enseñado, entre otras tantas cosas, a establecer una buena relación conmigo mismo. Es común que les digamos a nuestros hijos que deben tener buena relación con los demás, pero solemos pasar por alto el detalle de que esto debe empezar por casa. Hay muchos “yoes” en uno mismo, y escribir es un ejercicio muy interesante que permite sacarlos a la luz y observarlos con cierta perspectiva (aunque por supuesto esto nunca es algo fácil de lograr). El arte, en ese sentido, y no solo la escritura, que es de lo que yo me ocupo, sino el arte en general, no es otra cosa que una experiencia espiritual. Y por eso hablaba antes de la búsqueda de los alquimistas.
Lamentablemente, en el imaginario colectivo, está muy instalada la idea de que la espiritualidad solo cabe en las prácticas formales de las diversas instituciones religiosas. Entonces ocurre que si una persona no participa de ninguna de estas prácticas, se dice de ella que no tiene espiritualidad alguna. ¿Se imaginan cuánto se escandalizaría una persona estructurada y prejuiciosa si un escritor le dice a boca de jarro que su espiritualidad pasa por su práctica literaria? Pero es la pura verdad y lo saben todos los escritores y todos los que trabajan con el arte, porque sencillamente lo experimentan todos los días. Y cuidado, que cuando hablo de arte, no lo hago en el sentido de una esfera de actividad exclusiva de ninguna elite, sino por el contrario, en el de una experiencia espiritual que debería ser un derecho de todo hombre. Todo ser humano, por el solo hecho de serlo, está capacitado tanto para apreciar como para producir hechos artísticos.
A propósito de las instituciones religiosas y de esta distinción que cualquier persona más o menos esclarecida debería ser capaz de establecer, respecto de que una cosa es la espiritualidad y otra, muy distinta, las diferentes organizaciones humanas que se proponen administrarla, hay un relato que solía utilizar Krishnamurti que ilustra maravillosamente esta cuestión. La historia es muy antigua y figura en el Panchatantra, un texto hindú conformado por una serie de fábulas cuyo autor se desconoce y que dice lo siguiente:
“El diablo al parecer ha decidido junto a algunos de sus secuaces darse una vuelta por la Tierra. En eso, uno de los suyos ve en el suelo un trozo de la verdad y alarmado le pregunta a su maestro:
—¿Qué debemos hacer? ¿No sería inconveniente para nuestros planes dejar esto tirado y correr el riesgo de que alguien lo encuentre?
Al diablo no se le mueve un pelo, así que sonriendo le responde:
—Se ve que no conoces aún a los hombres… Dejaremos justamente esto ahí para que alguien lo encuentre y decida organizarlo y erigir una institución. Nada hay más conveniente que esto para nosotros”.



De qué hablamos cuando hablamos de ficción

Pero volvamos al tema de la ficción, término que hemos mencionado reiteradas veces, y aclaremos que, a contrapelo de la idea que normalmente se hace la gente, es algo que no tiene absolutamente nada que ver con la mentira. Vale decir que, cuando alguien miente, pone en juego algo que fundamentalmente tiene que ver más con el engaño, ya que la mentira siempre se presenta como verdad. La ficción, en cambio, se presenta tal como es. Uno sabe desde un principio que está leyendo una novela o que está viendo una película. No obstante, hay algo en la ficción que incide en nosotros y produce una serie de efectos en nuestra manera de percibir las cosas. ¿Quién no ha sentido alguna vez, luego de leer un libro de esos que a uno lo atrapan, que ha perdido la noción del tiempo transcurrido? Uno se siente, luego de esa suerte de éxtasis que es la lectura, como si hubiera emprendido un extraño viaje. Esto hace a la médula íntima del dispositivo de la ficción que es tremendamente poderoso. Nadie vuelve a ser el mismo luego de leer Crimen y castigo. A esto se refería Aristóteles cuando hablaba del efecto de la obra de arte en el espectador: la catarsis.
El hombre siempre ha necesitado de la ficción. Hay algo en ella que nos facilita una apertura en torno a ampliar el campo de nuestra experiencia y nos conecta con un saber acerca del mundo y de nosotros mismos que no tiene nada que ver con lo racional, sino con aquel conocimiento silencioso del que hablaba Carlos Castaneda: un saber que subyace en nuestro inconsciente y que la ficción nos permite actualizar. Nuestra vida se vería muy empobrecida si solo contáramos con la vía de la razón para aprehender el misterioso y mágico mundo que nos rodea. No obstante, deberíamos ser capaces de conciliar ambas, pues las dos son necesarias para que podamos hacernos una representación más justa del universo y de quienes somos.
Una de las historias que para mí mejor da cuenta de este poder transformador que tienen los relatos está en Las mil y una noches. Me refiero a lo que ocurre con Sherezada y la modesta estratagema de la que esta heroína se valdrá para salvar a su comunidad de la locura de un rey celoso. Su hazaña consistirá simplemente en desplegar su talento para contar historias y dejar que sea el poder de la ficción el que noche a noche vaya desplazando el punto de encaje de Shariar, no solo para que deje de matar más mujeres, sino también para que sea capaz de descubrir el amor y construir su relación con la shakti desde otro lugar. No conozco al respecto una historia más lograda que esta, que obviamente tiene final feliz, aunque quizá podría contar también la anécdota sobre la muñeca de Kafka, pero se me hace que mejor esta la dejamos para otra ocasión.



Julio Recloux




























sábado, 18 de mayo de 2013

"CANTOS DE SIRENA"/ ANA MARÍA SERRA


Recorrido


transpongo la noche
con frío de plantas desnudas

invadido por el sopor
el amanecer me recibe
semblanteado de niebla

el cielo me arroja una manta
mi espalda se cubre con goteado brillo

desando el camino y vuelvo a mi cuarto

sorprendido
un rayo de sol
se desliza por mi sábana



Efigie


tengo los pies fundidos en la arena
el mar no pudo
lavar mis pecados
dentro de mí creció una roca    horadada en la venganza
qué pena
aquel ídolo con pies de barro

busqué con mis manos
apresar la crin del viento
conseguí      que nacieran capullos en mis dedos
espinosas criaturas que hieren a mansalva
y arrojan dentelladas
a quien quiera su abrazo

por qué me he vuelto
este ser absurdo
con destellos luminosos    en ciertas noches de insomnio



Historia encantada

por la tarde
tejiste aromos y bordaste jazmines
mientras me contabas una historia de hadas y princesas
rumoreada de arroyos
ceñidos con collares de piedras

yo te escuchaba y cerraba mis ojos
me dejé llevar por el ensueño de bosques encantados
perfumados por la magia de tu adiós

y quedó en mis manos
el vacío de tu ausencia



Mi nombre

cuando la mañana despliega
                          su abanico de sonidos

y la brisa del mar
                   hace
                       que las gaviotas floten

                   yo quiero
                                    que alguien me nombre

viernes, 17 de mayo de 2013

EL DESCARNADO/ EZEQUIEL PRADO


                                                             No me gusta lo que acabo de escribir; pero estoy
                                                            obligada a aceptar todo el párrafo porque él me
                                                            ha ocurrido.

                                                                                             Clarice Lispector   

 
Hubo un día en que las miradas empezaron a cambiar. Se volvieron inquisidoras, acechantes, escépticas, demandantes.
Hubo un día en que  dejó de ser para empezar a no-ser. No advirtió que todo comienza a cambiar a partir de las miradas. Y que él, que llegó junto a ellos desde el mismo dolor y con el mismo silencio, no pensó que todo, con la llegada de ese día y de la partida de quien amaban terminaría justo donde hoy terminó.
 No hubo momentos en los que él pensara que lo que vendría seria fácil, como no son fáciles los cambios bruscos con que   la vida nos sorprende,  aun sabiendo  que en algún momento los habrá.
  Las miradas cambian cuando uno menos lo espera.  Y si uno las examina tratando de entenderlas, corre el riesgo de transformase con ellas.
 Aunque él sabía que hay miradas tenues, mansas, que esperan a  los ojos para ser contempladas; no obstante, en esa contemplación son capaces de morder, de arrancar la piel a tirones, de succionar  llevándose nuestros ojos a sus ojos, y sin embargo pese a todo las miramos.
   Y ahora mientras observa desde la cabecera de la mesa, lugar que no le pertenece pero que ocupa  ya que no deseó dejar de ser para ser otro,  mientras esas miradas lo contemplan y le exigen ser quien no puede ser,  que cumpla y supla un vacío porque es el hijo y hermano mayor,  deberá permanecer hasta que su propia muerte o  la de las miradas que lo acechan  lo decidan.  De lo contrario,  deberá seguir anhelando internamente su mundo. Porque todos tenemos un mundo propio que encontramos o fabricamos, un mundo alejado, escondido, construido como un nido en lo alto y que  las miradas no pueden ver. Y si lo descubren, no desean invadirlo, ya que aunque trataran de hacerlo, les estaría vedado llegar,  porque  el mundo  de la altura es un mundo seguro o al menos de resistencia.
 Cómo cambia la vida sin que a veces cambie nada- se dice masticando un pedazo de carne cruda y desabrida mientras las miradas inquisidoras y acechantes lo vigilan y escudriñan  si su mandíbula responde de la misma manera al que hoy él tiene que suplir.

 Qué iba a pensar semanas atrás cuando todo le pareció normal, en esos casos en el que el dolor se sale hasta por los dedos  y cuando las fotos del pasado, ya olvidadas,    tomaron un lugar relevante en la casa. Cuando tanto sus hermanos como su madre empezaron  a hacer como si nada hubiera pasado. No había manera de que él advirtiera algún cambio; pensó que quizá en algún punto empezaría a sentirse un poco feliz, que todos a su alrededor aceptaban sin entender la muerte de Godo y que habían gestado un conjuro para que nada fuese alterado, repitiendo rutinas de las que Godo era el principal y único ejecutante;  lo que verdaderamente se estaba  produciendo era un prueba en donde sus miradas  condensadas habían atrapado al sustituto.
 Y ahora que se acuesta sin acostarse, en la cama que no es su cama, no deja de pensar.  Porque el pensamiento expide vida, mientras mira el techo blanco y rajado por los años, siente que es un fruto de un árbol que no permite caer. Respira sin aire; ergo, descubre que se puede morir respirando. 
 Siente una picazón en la mano y al levantarla delante de sus ojos  nota que no es la comezón  que lo  haría  sentir que puede rascarse, lastimarse, sangrar; lo que ve es cómo esos cinco dedos se van convirtiendo en algo deshumano;  piensa que toda sensación a veces no nos remite a la vida sino a la   no-vida, y que el cuerpo responde  convirtiéndose paulatinamente en un insecto.
  Teme dejar de pensar para llegar a ser pensado, teme darse cuenta que ver, reír, tocar,  las sensaciones del  vivo que  hoy  se siente muerto al mismo tiempo que  teme por su vida desaparezcan por completo.  
 Ahora comprende que esas miradas en las que había creído lo desarmaron y armaron a su gusto. Esas miradas severas, absolutas y a la vez demandantes, que sin embargo no pueden ver que su cuerpo, cada vez que se levanta es un poco más monstruoso de lo que conocieron y planearon para que en algún momento les fuera devuelto el que habían perdido.
 Mientras su madre le pasa el brazo por la espalda y lo toca, él sabe que no es el tocado. Él es testigo de que hay circunstancias que transcurren en segundos o minutos o lo que sea, porque al fin, antes o después los hechos se revelan igual…y que no son más que esas oscuras razones que impone la vida bajo el imperio de los cielos y que el hombre arrastrado por cadenas sólo tiene la opción de obedecer o de inmolarse en un acto de resistencia.

                                                     



 

miércoles, 15 de mayo de 2013

TRES CUENTOS BREVES DE ENRIQUE ANDERSON IMBERT


UNA PLAZA EN EL CIELO


Etelvina y Luis van a casarse. En vísperas de la boda, Luis muere. Etelvina se resigna porque confía en que volverán a encontrarse en el Cielo. Pasan los años y ella espera, espera... Espera que Dios la llame. Ahora es una viejita. Está atravesando la Plaza de su barrio. De pronto -en el crepúsculo tocan las campanas del ángelus- ve entre los árboles a Luis, que se acerca a paso lento. (No es Luis: es un joven de la vecindad muy parecido al recuerdo que Etelvina conserva de Luis.) Etelvina ve al joven Luis y está segura de que él, a su vez, la ve a ella también joven. "Esta plaza, piensa, aunque se parece mucho a la del barrio, tiene que ser una plaza del Paraíso". Y sin duda allí van a reunirse porque, por fin ¡qué felicidad! ella acaba de morir. El grito de un pájaro la resucita, vieja otra vez.




LAS MANOS



En la sala de profesores estábamos comentando las rarezas de Céspedes, el nuevo colega, cuando alguien, desde la ventana, nos avisó que ya venía por el jardín. Nos callamos, con las caras atentas. Se abrió la puerta y por un instante la luz plateada de la tarde flameó sobre los hombros de Céspedes. Saludó con una inclinación de cabeza y fue a firmar. Entonces vimos que levantaba dos manos erizadas de espinas. Trazó un garabato y sin mirar a nadie salió rápidamente. Días más tarde se nos apareció en medio de la sala, sin darnos tiempo a interrumpir nuestra conversación. Se acercó al escritorio y al tomar el lapicero mostró las manos inflamadas por las ampollas del fuego. Otro día -ya los profesores nos habíamos   acostumbrado a vigilárselas- se las vimos mordidas, desgarradas. Firmó como pudo y se fue. Céspedes era como el viento: si le hablábamos se nos iba con la voz. Pasó una semana. Supimos que no había dado clases. Nadie sabía dónde estaba. En su casa no había dormido. En las primeras horas de la mañana del sábado una alumna lo encontró tendido entre los rododendros del jardín. Estaba muerto, sin manos. Se las habían arrancado de un tirón. Se averiguó que Céspedes había andado a la caza del arcángel sin alas que conoce todos los secretos. Quizá Céspedes estuvo a punto de cazarlo en sucesivas ocasiones. Si fue así, el arcángel debió de escabullirse en sucesivas ocasiones. Probablemente el arcángel creó la primera vez un zarzal, la segunda una hoguera, la tercera una bestia de fauces abiertas, y cada vez se precipitó en sus propias creaciones arrastrando las manos de Céspedes hasta que él, de dolor, tuvo que soltar. Quizá la última vez Céspedes aguantó la pena y no soltó; y el arcángel sin alas volvió humillado a su reino, con manos de hombre prendidas para siempre a sus espaldas celestes.
¡Vaya a saber!



ESPIRAL


Regresé a casa en la madrugada, cayéndome de sueño. Al entrar, todo oscuro. Para no despertar a nadie avancé de puntillas y llegué a la escalera de caracol que conducía a mi cuarto. Apenas puse el pie en el primer escalón dudé de si ésa era mi casa o una casa idéntica a la mía. Y mientras subía temí que otro muchacho, igual a mí, estuviera durmiendo en mi cuarto y acaso soñándome en el acto mismo de subir por la escalera de caracol. Di la última vuelta, abrí la puerta y allí estaba él, o yo, todo iluminado de Luna, sentado en la cama, con los ojos bien abiertos. Nos quedamos un instante mirándonos de hito en hito. Nos sonreímos. Sentí que la sonrisa de él era la que también me pesaba en la boca: como en un espejo, uno de los dos era falaz. «¿Quién sueña con quién?», exclamó uno de nosotros, o quizá ambos simultáneamente. En ese momento oímos ruidos de pasos en la escalera de caracol: de un salto nos metimos uno en otro y así fundidos nos pusimos a soñar al que venía subiendo, que era yo otra vez.