SEGUNDA PARTE
De qué hablo
cuando hablo de escribir
Hay quien afirma que
al morir veremos pasar, en unos minutos, la película de nuestra vida: cada
gesto, cada palabra pronunciada o silenciada, cada uno de nuestros actos sobre
la tierra se proyectarán en el teatro de nuestra psique, en una última función,
donde, igual que en los sueños, seremos a la vez director, actor y espectador.
A veces, pienso que así como a otros les basta interrogar un espejo para saber
quiénes son, los escritores buscamos nuestro reflejo en la escritura. Concebir
una trama —dar a luz unos personajes, escucharlos atentamente tratando en lo
posible de no interferir para saber qué les ocurre, de dónde vienen o hacia
dónde van— nos ayuda, nos revela una actitud que quizá nunca habíamos advertido
y desnuda poco a poco, en definitiva, la manera particular en la que,
consciente o inconscientemente, elegimos ver el mundo y lo que nos pasa. Creo
que así como un padre se revela a través de sus hijos, un escritor lo hace a
partir de lo que escribe.
No hace mucho, Haruki Murakami
escribió: De qué hablo cuando hablo de
correr, libro en el que el autor nipón, devenido en un ícono de la cultura
pop de alcance global, desarrolla una especie de autobiografía muy original en
la que parte desde sus vivencias como maratonista para ir trazando, a su vez,
un paralelo con otra de sus grandes pasiones: la escritura de cuentos y
novelas. “Casi todo lo que sé sobre la
escritura lo aprendí corriendo cada mañana”, dice Murakami sabiendo que tal
afirmación logrará desconcertarnos por completo. Leyendo este libro he pensado
en el maravilloso don que tenemos los seres humanos para dar sentido a las
cosas que hacemos y encontrar semejanzas o correspondencias allí donde para
otros acaso no hay nada. Es decir, en lo importante que es liberar nuestro
potencial creativo para poder resignificar permanentemente lo que hacemos, y
repensar el modo en que queremos seguir llevándolo a cabo, pero de tal manera
que nos permita hallar siempre nuevas facetas y establecer finalmente otras conexiones.
Otro
buen ejemplo de lo que quiero decir con esto lo podemos apreciar en lo que hizo
Bruce Lee con las formas tradicionales del arte marcial tal como se venían
practicando en China desde hacía siglos. Este genial y brillante atleta que,
además era profesor de filosofía —y que llegó a ser luego una celebridad de
Hollywood debido al éxito rutilante de una serie de films que lo tenían como
protagonista— fue el fundador del Jeet Kune Do, un arte marcial que Lee
concibió tras largos años de búsqueda y de estudios muy meticulosos en el
intento de dotar a esta práctica milenaria de un estilo fluido y abierto, en
donde hubiera lugar para la espontaneidad y la improvisación sin que el
practicante tuviera que estar atado a ninguna forma que lo limitara. Y es que
para el autor de El Tao del Jeet Kune Do
lo más importante era, justamente, “tener el no camino
como camino y la no limitación como limitación”. Su ecléctico estilo lo obtuvo fusionando
diversas técnicas provenientes del Wing Chun, la esgrima, la lucha greco-romana
y el boxeo americano (se cuenta que Bruce admiraba tanto a Muhammad Alí que
tomó de él ese clásico bailoteo con el que el más grande campeón de peso
completo de todos los tiempos, se desplazaba sobre el ring y deslumbraba a sus
miles de seguidores en todo el mundo).
Ahora bien, quizá nosotros
podemos pensar que es propio de la cultura oriental esto de ver detrás de
cualquier actividad humana aparentemente ordinaria, como podría ser por ejemplo
el running o la práctica de un arte marcial, una posible vía de iluminación (bástenos
mencionar aquel libro inolvidable
por lo exquisito: El zen en el arte del
tiro al blanco), pero debemos recordar que también en Occidente tenemos
ejemplos de algo análogo. Sabemos que para Carlos Castañeda, por citar un caso,
la escritura no era tan solo un ejercicio de simple literatura, sino más bien
una operación más de la brujería: “Cuando escribas tus libros no lo hagas como
un simple escritor sino como un brujo”, le recomendó más de una vez su nagual, el
viejo indio yaqui, que le transmitió las claves del arte del ensueño.
La leyenda personal
El ser humano posee un enorme potencial en su
interior a la espera de ser actualizado. Todos nacemos con un gran tesoro que
habrá que descubrir y desenterrar. Parte de esta riqueza interior que, como
dijimos, aguarda ser encontrada para ver qué hacemos con ella, reside en
nuestro potencial creativo. Pero habrá que liberarlo para que no sobrevenga la
frustración y la enfermedad, porque si no logramos que fluya, sucederá como con
el agua que se estanca en el curso de un río. El hombre es
un ser creador, pero si no puede o no sabe cómo crear, se vuelve un ser
destructivo. Esta condición negativa puede volverse hacia su propio entorno,
hacia los otros o incluso contra sí mismo. La escritura creativa en este
sentido es una disciplina artística que abre canales de expresión y permite que
este potencial sea liberado y desarrollado en función de poder constituir con
él nuestra obra. Todas las artes, cada una a su manera, cumplen esta función que,
como se verá, va mucho más allá de meras cuestiones estéticas.
Alce
Negro nunca se hubiera convertido en el gran hechicero de los sioux si antes no
hubiera logrado darle una forma al contenido de sus visiones para ofrecérsela a
los suyos y renovar así su cultura. Desde los nueve años, sufría de una serie
de terribles visiones que lo asediaban. Con el tiempo, éstas le produjeron una
severa fobia a las tormentas, que le recordaban el tronar de los caballos que
aparecían en ellas, y así su cuadro se fue agravando sin que nadie, ni siquiera
los médicos que comenzaron a tratarlo (ni siquiera la medicina del hombre
blanco), pudiera aliviarlo. Incluso para algunos miembros de su clan, Alce Negro, simplemente, estaba enloqueciendo.
Cuatro grupos de hermosos caballos venidos de los cuatro puntos cardinales se reúnen, mientras el creador de
Al
tiempo, Alce Negro, ayudado por el chamán, representó esta visión para los
suyos y creó un ritual con caballos verdaderos. Todo el pueblo lo celebró y,
aunque luego fueron arrasados por los gringos, su legado no se perdió y
sobrevivió hasta nuestros días. El más famoso hechicero sioux logró de este modo
mucho más que una cura para su fobia, descubrió su vocación, le dio un nuevo
sentido a su existencia y resignificó la cultura de su pueblo. Y es que,
ciertamente, por paradójico que nos resulte, en un mundo donde ningún camino
lleva a ningún lado, basta que nuestro corazón escoja el suyo para convertirlo,
automáticamente, en la calle que conduce a la realización de nuestra leyenda
personal.
Escritura y Alquimia
Escribir, para mí, es
como encender una lámpara en un cuarto en penumbras. Cuando cierro un poema me
lleno de entusiasmo y puedo disfrutar más de las pequeñas cosas. Se renueva mi
energia y experimento unas tremendas ganas de vivir y tener nuevas experiencias
que luego, indefectiblemente, acabaran siendo material de nuevos escritos.
Resumiendo, la cuestión se reduce a una suerte de extraña circularidad que
consistiría en vivir para escribir y escribir para vivir.
Cuentan
que los magos del mundo antiguo, antes de iniciar cualquiera de sus curiosas
operaciones, dibujaban un círculo protector contra las poderosísimas fuerzas
que iban a invocar. La escritura para mí es una forma de la alquimia. Un poeta
es su propia piedra filosofal. En su alma se tensan, se baten, se anudan y
desatan las potencias que lo habitan. Su escritura es, a un mismo tiempo, una
manifestación de su magia y círculo protector. Allí, en el poema, hallamos los
lectores el registro minucioso de sus luchas, sus éxitos, sus fracasos y de su
comunión con dioses, ángeles y dragones; su descenso al inframundo y su ascenso
a las más altas esferas. Todo está allí, latiendo en esa verdad desnuda,
inquietante y conmovedora de los versos.
Por
eso, un poema es a la vez, a su modo, todos los demás (como una mujer es todas
las mujeres o un hombre todos los hombres), y por eso se me ocurre que el
lector que lo busca, lo encontrará tarde o temprano, pero no como algo externo,
sino como reflejo de su propio poema interior. La poesía, se me antoja, es
entonces el misterioso encuentro de ese verso secreto, innominado y silencioso
de un lector, con este otro que alguien capturó en una palabra que sana. Lector
y escritor, de este modo, no son sino dos caras de una misma moneda.
No
pocas veces me pasa cuando escribo que no encuentro las palabras porque lo que
quiero expresar está más allá del lenguaje. Supongo que es esta impotencia lo
que me mueve a desafiar el idioma y violentarlo. “Un poema es un milagro”, me
dijo una vez un poeta callejero mientras ofrecía los suyos en el subte. No se
me escapa que el poema ideal nunca se alcanza, ni que el día que lo escriba más
valdría caer fulminado por un rayo, porque ya nada quedaría por hacer. Todo lo
que escribí, lo que escribo y lo que escribiré, no es sino solo una serie de
pobres borradores, ensayos imperfectos, intentos infructuosos, pero inflexibles
por componer ese esquivo poema ideal que como el horizonte plantea la paradoja
de la cercana lejanía. Pero que son nomás, al fin y al cabo, una excusa para
trabajar, en verdad, por alumbrar en el interior el oro de la milésima mañana.
Lao
Tsé declaró hace siglos que en cualquier ejemplar del I Ching mora un ser fabuloso dispuesto a responder todas las
preguntas de los hombres con solo arrojar tres monedas al aire. Yo quisiera
saber si ese ser inmortal y omnisciente (que para mí tiene la forma de un gran
dragón) es el mismo que subyace bajo la forma de cualquier otro objeto del
mundo (por ejemplo, en las rugosidades de una hoja que cae de un árbol o en el
reflejo de la luna sobre el río o en la boca pintada de una mujer que se mira
en el espejo), y también si ese ser incesante no será acaso lo único que
existe.
Un
día, también a mí me tocará partir de esta isla, que para los cabalistas es
Malkuth, y regresar a mi patria celeste, pero antes le daré mis versos. Acaso
simule un olvido y los deje en cualquier mesa del bar de avenida Triunvirato, o
los oculte en el zaguán de la casa de Londres y Liverpool (en Parque Chas), o
los arroje como una botella al mar quién sabe. Pero es mi deber, supongo,
advertir a quien los recoja (a vos hipotético e intrépido lector) que cruzar
una puerta, doblar una calle o leer un poema, nunca es un acto banal.
Julio Recloux
No hay comentarios:
Publicar un comentario