viernes, 30 de agosto de 2013

ANA MARÍA SERRA/ DOS POEMAS

AMANECER

 por el sendero
surcado de jirones de bruma
crecen los árboles a la luz del alba

como una araña sobre un muro de otoño
tejo madejas de añoranza

la luz se empeña en descorrer cortinas
tras el paso de las últimas sombras
 
como una flor que persigue el sol
escudriño el horizonte
y sacudo mi pelo para ahuyentar torbellinos

el canto interminable de los pájaros
hiere de muerte mi pena añeja
                       
                                                   
 De: a las tres de la tarde



UN INSTANTE
 
observar el horizonte hasta que los ojos se cierren
rememorar el instante eterno
colgado en la retina
fantasear con el camino que lleva hasta aquel día

sentir que nunca volverá

percibir en la mañana el aire delgado
como un bofetón en pleno rostro
convertir el sueño en cenizas macilentas
y continuar el viaje
 

                                                                                          Ana María Serra.-

martes, 27 de agosto de 2013

CÉSAR AIRA/ EL CARRITO

Uno de los carritos de un gran supermercado del barrio donde yo vivía rodaba solo, sin que nadie lo empujara. Era un carrito igual que todos los otros: de alambre grueso, con cuatro rueditas de goma (las de adelante un poco más juntas que las de atrás, lo que le daba su forma característica) y un caño cubierto de plástico rojo brillante desde el que se lo manejaba. Tan igual era a todos los demás que no se lo distinguía por nada. Era un supermercado enorme, el más grande del barrio, y el más concurrido, así que tenía más de doscientos carritos. Pero el que digo era el único que se movía por sí mismo. Lo hacía con infinita discreción: en el vértigo que dominaba el establecimiento desde que abría hasta que cerraba, y no hablemos de las horas pico, su movimiento pasaba inadvertido. Lo usaban como a todos los demás, lo cargaban de comida, bebidas y artículos de limpieza, lo descargaban en las cajas, lo empujaban de prisa de góndola en góndola, y si en algún momento lo soltaban y lo veían deslizarse un milímetro o dos, creían que era por la inercia.

Solamente de noche, en la calma tan extraña de ese lugar atareadísimo, se hacía perceptible el prodigio, pero no había nadie para admirarlo. Apenas si de vez en cuando algún repositor, de los que empezaban su trabajo al amanecer, se sorprendía de encontrarlo perdido allá en el fondo, junto a la heladera de los supercongelados o entre las oscuras estanterías de los vinos. Y suponían, naturalmente, que se lo habían dejado olvidado allí la noche anterior. El super era tan grande y laberíntico que no tenía nada de raro, ese olvido. Si en esa ocasión, al encontrarlo, lo veían avanzar, y si es que notaban ese avance, que eran tan poco notable como el del minutero de un reloj, se lo explicaban pensando en un desnivel del piso o en una corriente de aire.

En realidad, el carrito se había pasado la noche dando vueltas por los pasillos entre las góndolas, lento y silencioso como un astro, sin tropezar nunca, y sin detenerse. Recorría su dominio, misterioso, inexplicable, su esencia milagrosa disimulada en la trivialidad de un carrito de supermercado como todos.
Tanto los empleados como los clientes estaban demasiado ocupados para apreciar este fenómeno secreto, que por lo demás no afectaba a nadie ni a nada. Yo fui el único en descubrirlo, creo. O más bien, estoy seguro: la atención es un bien escaso entre los humanos, y en este asunto se necesitaba mucha. No se lo dije a nadie, porque se parecía demasiado a una de esas fantasías que se me suelen ocurrir, que me han hecho fama de loco. De tantos años de ir a hacer las compras a ese lugar, aprendí a reconocerlo, a mi carrito, por una pequeña muesca que tenía en la barra; salvo que no tenía que mirar la muesca, porque ya de lejos algo me indicaba que era él. Un soplo de alegría y confianza me recorría al identificarlo.

Lo consideraba una especie de amigo, un objeto amigo, quizás porque en la naturaleza inerte de la cosa el carrito había incorporado ese temblor mínimo de vida a partir del cual todas las fantasías se hacían posibles. Quizás, en un rincón de mi subconciente, le estaba agradecido por su diferencia con todos los demás carritos del mundo civilizado, y por habérmela revelado a mí y a nadie más. Me gustaba imaginármelo en la soledad y el silencio de la medianoche, rodando lentísimo en la penumbra, como un pequeño barco agujereado que partía en busca de aventuras, de conocimiento, de amor (¿por qué no?). ¿Pero qué iba a encontrar, en ese banal paisaje, que era todo su mundo, de lácteos y verduras y fideos y gaseosas y latas de arvejas?

Y aún así no perdía la esperanza, y reanudaba sus navegaciones, o mejor dicho no las interrumpía nunca, como el que sabe que todo es en vano y aun así insiste. Insiste porque confía en la transformación de la vulgaridad cotidiana en sueño y portento. Creo que me identificaba con él, y creo que por esa identificación lo había descubierto. Es paradójico, pero yo que me siento tan lejos y tan distinto de mis colegas escritores, me sentía cerca de un carrito de supermercado. Hasta nuestras respectivas técnicas se parecían: el avance imperceptible que lleva lejos, la restricción a un horizonte limitado, la temática urbana. Él lo hacía mejor: era más secreto, más radical, más desinteresado.
 Con estos antecedentes, podrá imaginarse mi sorpresa cuando lo oí hablar, o, para ser más preciso, cuando oí lo que dijo. Habría esperado cualquier cosa antes que su declaración. Sus palabras me atravesaron como una lanza de hielo y me hicieron reconsiderar toda la situación, empezando por la simpatía que me unía al carrito, y hasta la simpatía que me unía a mí mismo, o más en general la simpatía por el milagro.

El hecho de que hablara no me sorprendió en sí mismo, porque lo esperaba. De pronto sentí que nuestra relación había madurado hasta el nivel del signo lingüístico. Supe que había llegado el momento de que me dijera algo (por ejemplo que me admiraba y me quería y que estaba de mi parte), y me incliné a su lado simulando atarme los cordones de los zapatos, de modo de poner la oreja contra el enrejado de alambre de su costado, y entonces pude oír su voz, en un susurro que venía del reverso del mundo y aun así sonaba perfectamente claro y articulado:

–Yo soy el Mal 

                                                                     En: Relatos reunidos




sábado, 24 de agosto de 2013

FICCIÓN MARINA/ ANA MARÍA SERRA


Recorría la playa empujada por una brisa fresca que venía del sur; las olas rompían no muy lejos de la orilla. Dos o tres perros jugaban; uno insistía en entrar a los saltos hasta mojarse por completo para luego salir -también a los saltos- e inmediatamente volver a  la rompiente. Todo ello sin dejar por un instante de ladrar a unas gaviotas que pescaban al vuelo algún pez o quizá una almeja. Los demás perros solamente corrían por la arena mojada, sin vocación de bañistas de invierno.
Ella seguía caminando mientras pensaba en cómo podría abordar su nuevo libro de cuentos. Su mente iba y volvía tratando de encontrar diferentes inicios, pero ninguno la satisfacía. Todos le resultaban obvios, trillados.
Casi tropezó con una pequeña valija de cuero roja. Detuvo su andar para contemplar ese objeto imprevisible en una playa; pensó si habría sido perdido o tal vez abandonado por alguien que misteriosamente quería deshacerse de algún tipo de incomodidad. La valija dejaba escapar por un borde un pedazo de gasa roja.
Miró a su alrededor; le daba pudor que la vieran llevarse algo de la playa. Pero no había nadie, solamente veía a lo lejos unos pequeños puntitos: eran unos adolescentes que corrían a sumergirse con sus tablas de surf.
Con alguna aprehensión alzó la valija e intentó abrirla. Los cierres cedieron ante la mínima presión. El contenido, un chal rojo con bordes dorados, un lápiz labial y un esmalte –ambos color rojo fuego-, le resultó divertido. Casi escondida, vio una fotografía de un pequeño niño rubio que sonreía de manera adorable. Quedó intrigada.
Se encontró caminando hacia “Las Alondras”, un barato club nocturno que quedaba a pocas cuadras de allí. Pensaba en que muchos muchachos del pueblo todavía eran formados a la vieja usanza de hacerse hombres debutando sexualmente con prostitutas.
Se sorprendió en la puerta del club, tocando el timbre. La atendió una gastada mujer, agobiada a fuerza de trabajos domésticos. Cuando ella comenzó a mostrarle la valija, apareció un hombre íntegramente vestido de negro. Muchas gracias, señora. La Mercedes es un poco distraída y no sabía dónde se había olvidado la maleta. Tome, ella le manda esto, por favor, acéptelo.
Quiso responderle que ella no conocía a ninguna Mercedes, pero le cerraron la puerta en la cara. Se vio parada sosteniendo una pequeña valija de color negro, reluciente. Como atontada, fue hasta una agencia de taxis para volver más rápidamente a su casa.
Al llegar miró su interior: había allí una corbata de seda gris con arabescos negros, un anotador sin usar con tapas de cuero charolado negro y otra foto del mismo niño rubio. En ésta parecía más grande y no sonreía: tenía la mirada perdida, como en un punto fijo.
¿Por qué le habían dado esa valija? ¿A quién le pertenecía? Estaba sumida en esos interrogantes cuando sonó el teléfono.
Soy Diana, vos tenés algo que no te pertenece. Bueno, entonces vení a buscarlo, porque yo…El golpe seco del corte de comunicación la enojó.
Parecía que estaba rodeada de locos. Maldijo el momento en que se le ocurrió levantar la primera valija.
Cuando sonó el timbre y fue hacia la puerta, casi quedó cegada por un estallido de sol. La mujer, rubia, corpulenta y ataviada de amarillo, con falsas joyas doradas y ojos fulminantes, tomó la maleta negra y como quien obsequia un chupetín o una flor, le alcanzó otra amarilla y desapareció. ¿Pero qué juego era éste? Pensó en tirarla a la calle, pero la curiosidad pudo más. Abrió la valija y vio una rosa amarilla recién cortada, un frasco de miel y una nueva fotografía. Era la de un adolescente que ya no tenía el pelo tan rubio, pero sí una sonrisa burlona que le causó cierto escalofrío.
Oyó unos pasos. Se había olvidado de cerrar la puerta pero no se atemorizó, porque esta vez la que llegaba era una pequeña niña con traje de comunión, que llevaba con dificultad una valija blanca. La niña extendió el brazo y se la alcanzó al mismo tiempo que tomaba la amarilla y salía corriendo.
Como una rutina revisó el interior de la nueva maleta: un collar de perlas de fantasía, una taza de porcelana (todo de color blanco) y otra fotografía. El personaje era un hombre joven ataviado con un traje, indudablemente blanco. Su sonrisa quería ser burlona, pero más parecía una mueca.
Salió apurada y cerró con llave. Caminó varias cuadras sin cruzarse con nadie. Tuvo la esperanza de que todo se hubiera terminado.
Decidió ir nuevamente a la playa, dejar la valija y olvidarse de esa secuencia de absurdos. Por suerte, la playa seguía prácticamente desierta. Los surfistas apenas se divisaban barrenando las olas, los perros seguían jugando y las gaviotas procurándose alimento.
Caminó rápidamente hacia el lugar en el que había encontrado la primera valija. Cuando estaba por llegar sus dedos fueron aflojándose para abandonar la maleta blanca. El perro que jugaba en el agua salió disparado hacia ella; retrocedió asustada, pero el animal moviendo la cola, tomó entre sus dientes el objeto. En ese momento se dio cuenta de que, pegada a sus pies, había otra valija y era azul.
Aunque trató de escapar de allí, una fuerza extraña la dejó congelada en el lugar. Fascinada, miró la maleta que se iba abriendo sola, suave y lentamente…
Una bocanada de mar, azul como nunca, la sumergió en una corriente fresca y salada.
Ahora se sentía liviana, aunque no estaba flotando, sino hundiéndose en una especie de remolino. Sin embargo, podía pensar con claridad y respirar como si estuviese fuera del agua.
Cuando llegó al fondo, vio que la serie de fotografías estaba esparcida siguiendo un orden; el pequeño niño rubio sonriente, el mismo niño, un poco más grande y triste, el adolescente burlón, el adulto sarcástico. Junto a ellas, un anciano estaba sentado en un trono. Sus cabellos y barba canosos tenían reflejos azulados, como la túnica que lo cubría, bordada con rémora. Empuñaba un tridente a manera de cetro, y los peces nadaban sin prisa a su alrededor.
Tal vez Poseidón la había elegido debido a que ella necesitaba vivir en la ficción y así poder encontrar esa imaginación que se le negaba a proponerle caminos para la escritura.

No quiso razonar más. Sintió que las escamas cubrían la mitad de su cuerpo, que sus piernas se habían transformado en una espléndida cola de pez. Y se dejó llevar hacia ese nuevo mundo que se abría ante ella.

(Cuento perteneciente a mi libro La trama engañosa)
                   



martes, 20 de agosto de 2013

CLARICE LISPECTOR/ "SILENCIO"

Es tan vasto el silencio de la noche en la montaña. Y tan despoblado. En vano uno intenta trabajar para no oírlo, pensar rápidamente para disimularlo. O inventar un programa, frágil punto que mal nos une al súbitamente improbable día de mañana. Cómo superar esa paz que nos acecha. Silencio tan grande que la desesperación tiene vergüenza. Montañas tan altas que la desesperación tiene vergüenza. Los oídos se afilan, la cabeza se inclina, el cuerpo todo escucha: ningún rumor. Ningún gallo. Cómo estar al alcance de esa profunda meditación del silencio. De ese silencio sin memoria de palabras. Si es muerte, cómo alcanzarla.
Es un silencio que no duerme: es insomne; inmóvil, pero insomne; y sin fantasmas. Es terrible: sin ningún fantasma. Inútil querer probarlo con la posibilidad de una puerta que se abra crujiendo, de una cortina que se abra y diga algo. Está vacío y sin promesas. Si por lo menos se escuchara al viento. El viento es ira, la ira es vida. O nieve. La nieve es muda pero deja rastro, lo emblanquece todo, los niños ríen, los pasos resuenan y dejan huella. Hay una continuidad que es la vida. Pero este silencio no deja señales. No se puede hablar del silencio como se habla de la nieve. No se puede decir a nadie como se diría de la nieve: ¿oíste el silencio de esta noche? El que lo escuchó, no lo dice.
La noche desciende con las pequeñas alegrías de quien enciende lámparas, con el cansancio que tanto justifica el día. Los niños de Berna se duermen, se cierran las últimas puertas. Las calles brillan en las piedras del suelo y brillan ya vacías. Y al final se apagan las luces más distantes.
Pero este primer silencio todavía no es el silencio. Que espere, pues las hojas de los árboles todavía se acomodarán mejor, algún paso tardío tal vez se oiga con esperanza por las escaleras.
Pero hay un momento en que del cuerpo descansado se eleva el espíritu atento, y de la tierra, la luna alta. Entonces él, el silencio, aparece.
El corazón late al reconocerlo.
Se puede pensar rápidamente en el día que pasó. O en los amigos que pasaron y para siempre se perdieron. Pero es inútil huir: el silencio está ahí. Aun el sufrimiento peor, el de la amistad perdida, es sólo fuga. Pues si al principio el silencio parece aguardar una respuesta -cómo ardemos por ser llamados a responder-, pronto se descubre que de ti nada exige, quizás tan sólo tu silencio. Cuántas horas se pierden en la oscuridad suponiendo que el silencio te juzga, como esperamos en vano ser juzgados por Dios. Surgen las justificaciones, trágicas justificaciones forzadas, humildes disculpas hasta la indignidad. Tan suave es para el ser humano mostrar al fin su indignidad y ser perdonado con la justificación de que es un ser humano humillado de nacimiento.
Hasta que se descubre que él ni siquiera quiere su indignidad. Él es el silencio.
Puede intentar engañársele, también. Se deja caer como por casualidad el libro de cabecera en el suelo. Pero, horror, el libro cae dentro del silencio y se pierde en la muda y quieta vorágine de éste. ¿Y si un pájaro enloquecido cantara? Esperanza inútil. El canto apenas atravesaría como una leve flauta el silencio.
Entonces, si se tiene valor, no se lucha más. Se entra en él, se va con él, nosotros los únicos fantasmas de una noche en Berna. Que entre. Que no espere el resto de la oscuridad delante de él, sólo él mismo. Será como si estuviéramos en un navío tan descomunalmente grande que ignoráramos estar en un navío. Y éste navegara tan largamente que ignoráramos que nos estamos moviendo. Más de eso, nadie puede. Vivir en la orla de la muerte y de las estrellas es una vibración más tensa de lo que las venas pueden soportar. No hay, siquiera, un hijo de astro y de mujer como intermediario piadoso. El corazón tiene que presentarse frente a la nada sólito y sólito latir alto en las tinieblas. Sólo se escucha en los oídos el propio corazón. Cuando éste se presenta completamente desnudo, no es comunicación, es sumisión. Además, nosotros no fuimos hechos sino para el pequeño silencio.


Si no se tiene valor, que no se entre. Que se espere el resto de la oscuridad frente al silencio, sólo los pies mojados por la espuma de algo que se expande dentro de nosotros. Que se espere. Un insoluble por otro. Uno al lado de otro, dos cosas que no se ven en la oscuridad. Que se espere. No el fin del silencio, sino la ayuda bendita de un tercer elemento, la luz de la aurora.
Después, nunca más se olvida. Es inútil intentar huir a otra ciudad. Porque cuando menos se lo espera, se puede reconocerlo de repente. Al atravesar la calle en medio de las bocinas de los autos. Entre una carcajada fantasmagórica y otra. Después de una palabra dicha. A veces, en el mismo corazón de la palabra. Los oídos se asombran, la mirada se desvanece: helo ahí. Y desde entonces, él es fantasma.









domingo, 18 de agosto de 2013

SILVINA OCAMPO/ "ANILLO DE HUMO"







                                                                                                A José Bianco  
Recuerdo el primer día que viste a Gabriel Bruno. El caminaba por la calle vestido con su traje azul, de mecánico; simultáneamente, pasó un perro negro que al cruzar la calle, fue atropellado por un automóvil. El perro, aullando porque estaba herido, corrió junto al paredón de la vieja quinta, para guarecerse. Gabriel lo ultimó a pedradas. Desdeñaste el dolor del perro para admirar la belleza de Gabriel.
   ­¡Degenerado! ­exclamaron las personas que te acompañaban.
    Amaste su perfil y su pobreza.

    Una tarde de Navidad, en la quinta de tu abuela, repartieron en las caballerizas (donde ya no había caballos sino automóviles), ropa y juguetes para los niños del barrio. Gabriel Bruno y una intempestiva lluvia aparecieron. Alguien dijo:
    ­Ese chico tiene quince años; no tiene edad para venir a esta fiesta. Es un sinvergüenza y, además, un ladrón. El padre por cinco centavos mató al panadero. Y él mató un perro herido, a pedradas.
    Gabriel tuvo que irse. Lo miraste hasta que desapareció bajo la lluvia.
    Gabriel, hijo del guardabarreras que mató no sé por cuántos centavos al panadero, para ir de su casa al almacén pasaba todos los días, con la esperanza tal vez de verte, por un callejón que separaba las dos quintas: la quinta de tu tía y la quinta de tu abuela materna, donde vivías.
    Sabías a qué hora Gabriel pasaba, galopando en su caballo oscuro, para ir al almacén o al mercado, y lo esperabas con el vestido que más te gustaba y con el pelo atado con la más bonita de las cintas. Te reclinabas sobre el alambrado en posturas románticas y lo llamabas con tus ojos. Bajaba del caballo, saltaba el zanjón para acercarse a Eulalia y a Magdalena, tus amigas, que no lo miraban. ¿Qué prestigio podía tener para ellas su pobreza? El traje de mecánico de Gabriel las obligaba a pensar en otros varones mejor vestidos.
    Hablabas a Eulalia y a Magdalena de Gabriel Bruno el día entero, en vano. Ellas no conocían los misterios del amor.
    Todos los días, a la hora de la siesta, corriste sola al callejón. De lejos brillaba la cinta de tu pelo como un barco de vela en miniatura o como una mariposa: la veías reflejada en la sombra. Eras la mera prolongación de tu sentimiento: el cirio que sostiene la llama. A veces, en el camino, se desataba el moño; entonces, colocando la cinta entre tus dientes, te recogías el pelo y volvías a atarlo, arrodíllada en el suelo.
    Como tenía que haber un pretexto para que pudieras hablar con Gabriel inventaste el pretexto de los cigarrillos: llevabas plata en tu bolsillo, se la dabas a Gabriel para que fuera al almacén a comprarlos. Después fumaban, mirándose en los ojos. Gabriel sabía hacer anillos con el humo y te los soplaba en la cara. Reías. Pero estas escenas, tan parecidas a las escenas de amor, iban penetrando en tu corazón apasionado. Una vez unieron los cigarrillos para encenderlos. Otra vez encendiste un cigarrillo y se lo diste.
    Era en el mes de enero. Jubilosas las chicharras cantaban con ruido de matraca. Cuando volviste a la casa, oíste que tu padre hablaba con tu madre. Era de ti que hablaban.
    ­Estaba en el callejón, con ese atorrante. Con el hijo del guardabarreras. ¿Te das cuenta? Con el hijo del que mató al panadero por cinco centavos. Hay que ponerla en penitencia.
    ­Son cosas de chica, no hay que hacer caso.
    ­Tiene once años ya­ dijo tu madre.
    No se atrevieron a decirte nada, pero no te dejaban salir sola. Fingías dormir la siesta y en vez de correr al callejón, después de almorzar, llorabas detrás de las persianas o del mosquitero.
    Oíste, entre el casero y un ciclista, un diálogo insólito: hablaban de Gabriel y de ti. Dijeron que Gabriel se vanagloriaba en el almacén hablando de los cigarrillos que fumaban juntos. Decían que te había dicho palabras obscenas o con doble sentido.
    Te escapaste a la hora de la siesta, corriste al cerco, para perder tu anillo. Gabriel pasó a la hora de siempre. Fuiste a su encuentro.
    ­Vamos ­le dijiste- a las vías del tren.
    ­¿Para qué?
    ­Se cayó mi anillo al cruzar las vías ayer cuando fui al río.
    Verdad y mentira salían juntas de tus labios.
    Fueron, él a caballo y tú caminando, sin hablarse. Cuando llegaron a las vías del tren, él dejó su caballo atado a un poste y tú te arrodillaste sobre las piedras.
    ­¿Dónde perdió el anillo?­ te preguntó, arrodillándose a tu lado.
    ­Aquí ­dijiste, apuntando el centro de los rieles.
    ­Bajaron las señales. Va a pasar el tren. Salgamos de aquí ­ exclamó con desdén.
    ­Quiero que nos suicidemos ­le dijiste.
    Te tomó del brazo y te arrastró afuera de las vías, justo a tiempo. Las sombras, la trepidación, el viento, el silbato del tren, con mil ruedas pasaron sobre tu cuerpo.
    Para Semana Santa, Gabriel te siguió hasta la iglesia. Lo miraste dentro del aire con incienso de la iglesia, como un pez en el agua mira un pez cuando hace el amor. Fue la última entrevista. Durante veranos sucesivos, lo imaginaste deambulando por las calles, cruzando frente a las quintas, con su traje de mecánico azul y ese prestigio que le daba la pobreza.



lunes, 12 de agosto de 2013

DESAFÍO PERDIDO/ ANA MARÍA SERRA

¿Por qué el espejo desata en mí ese enigma milenario? Siento que ha llegado la hora de quebrar todos los misterios, y como soy muy cuidadosa en el momento de tomar mis decisiones, resolví comprar un buen espejo antes de hacer la prueba. Sé que los antiguos son excelentes, pero desconfío de ellos precisamente porque los siento cómplices de lo ilusorio.
Y aquí estoy, dispuesta a probar si puedo quedarme mirando mi propia imagen sin caer en el hechizo del espejo. La primera vez fue creo que a los siete u ocho años, cuando hizo que saliera corriendo asustada al ver la cara de una niña que sentí totalmente extraña. Desde ese día ha transcurrido mucho tiempo; sin embargo, cada vez que permanezco  un buen rato contemplándome en cualquier espejo, este  me devuelve un rostro y una figura que no reconozco como mi propio yo sino como el de una desconocida que se ha parado en otra dimensión y me interroga con la mirada, como si estuviese esperando algo.

Paso uno: cuelgo el espejo –moderno, despojado de molduras, estilo minimalista-  en una pared desnuda de mi cuarto y lo repaso cuidadosamente para que en él no quede ni una partícula del polvo del ambiente.

Paso dos: me visto y me maquillo cuidadosamente, reconozco todas mis arrugas, sé que el brillo de mis ojos se ha opacado, que mis labios se han vuelto menos voluptuosos y que mi figura perdió la esbeltez de la juventud;  no importa, he aprendido a aceptarme a medida que ha pasado el tiempo.

Paso tres: cierro mis ojos y camino cautelosa hacia el espejo. No sé por qué, pero me parece que me está observando impávido, casi aburrido.
Paso cuatro: abro los ojos con cuidado y comienzo a mirarme. En media hora deberé salir para cumplir con mis actividades, pero unos veinte minutos serán suficientes.

Paso cinco: …ya está apareciendo nuevamente, no ha tardado más de diez minutos. Es ella, me mira y se sonríe levemente. Sus ojos tienen algo de los míos, sin embargo, se diferencian por su brillo intenso; por un instante, nuestras miradas se enfrentan y huelgan las palabras. Percibo que ha llegado el momento de la verdad.

Paso seis (éste lo ha agregado ella, no estaba en mis planes): Acerca un poco más su rostro hacia el mío y coloca sus manos en bocina.  Por primera vez escucharé su voz y no me asombro, oigo mi propia voz con un timbre quizá más melodioso. Es para que me escuches mejor, me dice. Voy a confiarte un secreto. Entonces trato de colocar mi oído cerca de su boca, que también es más lozana que la mía. No, me aclara, nuestras miradas deben permanecer en amorosa comunión
Cumplo obediente y la miro, aunque no desafiante, tal vez casi como si pidiera su permiso.
Quizá en un último intento de permanecer anclada a la realidad, le recuerdo que no soy Alicia. Ya lo sé, me responde, es hora de que rompas todas las reglas de lo establecido. Muchos ya lo han hecho, yo necesito mi complemento, es imperioso que te decidas y vengas conmigo.  No rechaces lo ilusorio; la fantasía, a la que siempre te has negado, existe; por favor, entra en ella. Extiende tu mano…tocarás la punta de mis dedos y allí comenzará tu verdadera historia.
Paso siete (también agregado por ella, pero con mi total consentimiento): extiendo mi mano y toco la punta de sus dedos. Me invade la tibieza, me siento mucho más liviana. Aunque de última generación, este espejo ha cumplido el mandato; voy entrando en él, mi Otra me recibe.
                                                                                












jueves, 8 de agosto de 2013

ANA MARÍA SERRA/ DOS POEMAS DE "CANTOS DE SIRENA"

Un hombre viejo
 
sigiloso
el hombre viejo se acerca
con mirada pequeña tras gruesos cristales
teme molestar
un sombrero cubre su cabeza
desnudada por el paso del tiempo
me observa
y yo veo
su pesada carga de años desgajados
en rumbos inconclusos
me sorprende
un destello de sonrisa
la lluvia no alcanzó
a lavar su inocencia
 

Petroglifos
 
la tormenta
a veces
le desgarró una parte
perforó su orgullo
pero no apagó su luz
ella sigue en pie
se tatuó los triunfos
los pequeños milagros
los fracasos
se empeñó en exhibirlos
a quien quisiera oírla
como los petroglifos
grabados en la roca
la piel de esa mujer
lleva marcada la vida
y desafía el tiempo

 










martes, 6 de agosto de 2013

WINSTON MORALES CHAVARRO/ DE REGRESO A SHUAIMA

                                                            A Matilde Espinosa.

Bayadera

Bailarina de las sombras

Maga perenne de los cantos

Ínsula donde los sueños se levantan

Como cuchillo en mitad de las esferas.

¿Es ésta la oscuridad que te envuelve?

Ceguera dulce para comprender el cosmos,

Silencio negro para entonar el trueno

Rayo abisal para redoblar el viaje.

¿Es éste el espejo que te nombra?
¿El laberinto que nos llama?

Bayadera de brazaletes

De sueños y collares

¿Es ésta la pluma que remonta el vuelo?

¿El pequeño arco para disparar la flecha?

¿La diminuta puerta para comprender la huida?

Bailarina de las lluvias

Tejedora de santuarios

Bayadera de la noche

En la inconmensurable página del ser

En el inconsútil laberinto de las sombras

Me esperaban;

Desnudos,

Harapientos,

Los leones sosegados del destino. 




domingo, 4 de agosto de 2013

NO ENTRES DÓCILMENTE EN ESA PLÁCIDA NOCHE...


No entres dócilmente en esa plácida noche,
la vejez debería arder y delirar al terminar el día;
rabia, rabia contra la agonía de la luz.
                                          
Aunque los sabios reconocen al morir que la tiniebla es justa,
porque ningún relámpago han clavado sus palabras
no entran dócilmente en esa plácida noche.

Los buenos, que en el último gesto lloran por el brillo
con que sus frágiles actos hubieran podido bailar en una verde bahía,
rabian, rabian contra la agonía de la luz.
 
Los salvajes, que atraparon y cantaron el sol en vuelo,
y demasiado tarde aprenden que lo han apenado en su camino,
no entran dócilmente en esa plácida noche.

Los solemnes, cerca de la muerte, que ven con mirada cegadora
que los ojos ciegos pudieron brillar igual que meteoros y alegrarse,
rabian, rabian contra la agonía de la luz.

Y tú, mi padre, alli en la triste altura,
maldice, bendíceme ahora con tus lágrimas feroces, te suplico.
no entres dócilmente en esa plácida noche.
Rabia, rabia contra la agonía de la luz.
 

DYLAN THOMAS (Gales, 1914-1953)

Traducción de Gerardo Gambolini
 (De “Fern Hill y otros poemas”, Centro Editor de América Latina, Bs. As., 1988)