Uno de los carritos de un gran
supermercado del barrio donde yo vivía rodaba solo, sin que nadie lo empujara.
Era un carrito igual que todos los otros: de alambre grueso, con cuatro
rueditas de goma (las de adelante un poco más juntas que las de atrás, lo que
le daba su forma característica) y un caño cubierto de plástico rojo brillante
desde el que se lo manejaba. Tan igual era a todos los demás que no se lo
distinguía por nada. Era un supermercado enorme, el más grande del barrio, y el
más concurrido, así que tenía más de doscientos carritos. Pero el que digo era
el único que se movía por sí mismo. Lo hacía con infinita discreción: en el
vértigo que dominaba el establecimiento desde que abría hasta que cerraba, y no
hablemos de las horas pico, su movimiento pasaba inadvertido. Lo usaban como a
todos los demás, lo cargaban de comida, bebidas y artículos de limpieza, lo
descargaban en las cajas, lo empujaban de prisa de góndola en góndola, y si en
algún momento lo soltaban y lo veían deslizarse un milímetro o dos, creían que
era por la inercia.
Solamente de noche, en la calma tan
extraña de ese lugar atareadísimo, se hacía perceptible el prodigio, pero no
había nadie para admirarlo. Apenas si de vez en cuando algún repositor, de los
que empezaban su trabajo al amanecer, se sorprendía de encontrarlo perdido allá
en el fondo, junto a la heladera de los supercongelados o entre las oscuras
estanterías de los vinos. Y suponían, naturalmente, que se lo habían dejado
olvidado allí la noche anterior. El super era tan grande y laberíntico que no
tenía nada de raro, ese olvido. Si en esa ocasión, al encontrarlo, lo veían
avanzar, y si es que notaban ese avance, que eran tan poco notable como el del
minutero de un reloj, se lo explicaban pensando en un desnivel del piso o en
una corriente de aire.
En realidad, el carrito se había
pasado la noche dando vueltas por los pasillos entre las góndolas, lento y
silencioso como un astro, sin tropezar nunca, y sin detenerse. Recorría su
dominio, misterioso, inexplicable, su esencia milagrosa disimulada en la
trivialidad de un carrito de supermercado como todos.
Tanto los empleados como los clientes
estaban demasiado ocupados para apreciar este fenómeno secreto, que por lo
demás no afectaba a nadie ni a nada. Yo fui el único en descubrirlo, creo. O
más bien, estoy seguro: la atención es un bien escaso entre los humanos, y en
este asunto se necesitaba mucha. No se lo dije a nadie, porque se parecía
demasiado a una de esas fantasías que se me suelen ocurrir, que me han hecho
fama de loco. De tantos años de ir a hacer las compras a ese lugar, aprendí a
reconocerlo, a mi carrito, por una pequeña muesca que tenía en la barra; salvo
que no tenía que mirar la muesca, porque ya de lejos algo me indicaba que era
él. Un soplo de alegría y confianza me recorría al identificarlo.
Lo consideraba una especie de amigo,
un objeto amigo, quizás porque en la naturaleza inerte de la cosa el carrito
había incorporado ese temblor mínimo de vida a partir del cual todas las
fantasías se hacían posibles. Quizás, en un rincón de mi subconciente, le
estaba agradecido por su diferencia con todos los demás carritos del mundo
civilizado, y por habérmela revelado a mí y a nadie más. Me gustaba
imaginármelo en la soledad y el silencio de la medianoche, rodando lentísimo en
la penumbra, como un pequeño barco agujereado que partía en busca de aventuras,
de conocimiento, de amor (¿por qué no?). ¿Pero qué iba a encontrar, en ese
banal paisaje, que era todo su mundo, de lácteos y verduras y fideos y gaseosas
y latas de arvejas?
Y aún así no perdía la esperanza, y
reanudaba sus navegaciones, o mejor dicho no las interrumpía nunca, como el que
sabe que todo es en vano y aun así insiste. Insiste porque confía en la
transformación de la vulgaridad cotidiana en sueño y portento. Creo que me
identificaba con él, y creo que por esa identificación lo había descubierto. Es
paradójico, pero yo que me siento tan lejos y tan distinto de mis colegas
escritores, me sentía cerca de un carrito de supermercado. Hasta nuestras
respectivas técnicas se parecían: el avance imperceptible que lleva lejos, la
restricción a un horizonte limitado, la temática urbana. Él lo hacía mejor: era
más secreto, más radical, más desinteresado.
Con estos antecedentes, podrá
imaginarse mi sorpresa cuando lo oí hablar, o, para ser más preciso, cuando oí
lo que dijo. Habría esperado cualquier cosa antes que su declaración. Sus
palabras me atravesaron como una lanza de hielo y me hicieron reconsiderar toda
la situación, empezando por la simpatía que me unía al carrito, y hasta la
simpatía que me unía a mí mismo, o más en general la simpatía por el milagro.
El hecho de que hablara no me
sorprendió en sí mismo, porque lo esperaba. De pronto sentí que nuestra
relación había madurado hasta el nivel del signo lingüístico. Supe que había
llegado el momento de que me dijera algo (por ejemplo que me admiraba y me
quería y que estaba de mi parte), y me incliné a su lado simulando atarme los
cordones de los zapatos, de modo de poner la oreja contra el enrejado de
alambre de su costado, y entonces pude oír su voz, en un susurro que venía del
reverso del mundo y aun así sonaba perfectamente claro y articulado:
–Yo soy el Mal
En: Relatos reunidos
Me parece un relato de una fantasía espectacular. Una mente y una visión diferente a la hora de escribir un sueño.
ResponderEliminarAna María sabes que soy de sentimientos en la piel. Si me equivoco al comentar los relatos que para mí son como migas de pan que me vas dejando. Que me acercan a ti y al mundo de las personas que comparten sus letras con las tuyas, espero que no se ofendan.
Yo con este relato he dado veinte mil vueltas, y pienso en el consumo, en la provocación al consumo, en el mal de la sociedad actual, consumir por consumir muchas veces sin criterio.
Te abruman con la publicidad, te dicen quien eres, a qué nivel social perteneces…
Un abrazo
Mar