Recorría la playa empujada
por una brisa fresca que venía del sur; las olas rompían no muy lejos de la
orilla. Dos o tres perros jugaban; uno insistía en entrar a los saltos hasta
mojarse por completo para luego salir -también a los saltos- e inmediatamente volver
a la rompiente. Todo ello sin dejar por
un instante de ladrar a unas gaviotas que pescaban al vuelo algún pez o quizá
una almeja. Los demás perros solamente corrían por la arena mojada, sin
vocación de bañistas de invierno.
Ella seguía caminando
mientras pensaba en cómo podría abordar su nuevo libro de cuentos. Su mente iba
y volvía tratando de encontrar diferentes inicios, pero ninguno la satisfacía.
Todos le resultaban obvios, trillados.
Casi tropezó con una pequeña
valija de cuero roja. Detuvo su andar para contemplar ese objeto imprevisible
en una playa; pensó si habría sido perdido o tal vez abandonado por alguien que
misteriosamente quería deshacerse de algún tipo de incomodidad. La valija
dejaba escapar por un borde un pedazo de gasa roja.
Miró a su alrededor; le daba
pudor que la vieran llevarse algo de la playa. Pero no había nadie, solamente
veía a lo lejos unos pequeños puntitos: eran unos adolescentes que corrían a
sumergirse con sus tablas de surf.
Con alguna aprehensión alzó
la valija e intentó abrirla. Los cierres cedieron ante la mínima presión. El
contenido, un chal rojo con bordes dorados, un lápiz labial y un esmalte –ambos
color rojo fuego-, le resultó divertido. Casi escondida, vio una fotografía de un
pequeño niño rubio que sonreía de manera adorable. Quedó intrigada.
Se encontró caminando hacia “Las
Alondras”, un barato club nocturno que quedaba a pocas cuadras de allí. Pensaba
en que muchos muchachos del pueblo todavía eran formados a la vieja usanza de
hacerse hombres debutando sexualmente con prostitutas.
Se sorprendió en la puerta
del club, tocando el timbre. La atendió una gastada mujer, agobiada a fuerza de
trabajos domésticos. Cuando ella comenzó a mostrarle la valija, apareció un
hombre íntegramente vestido de negro. Muchas gracias, señora. La Mercedes es un
poco distraída y no sabía dónde se había olvidado la maleta. Tome, ella le
manda esto, por favor, acéptelo.
Quiso responderle que ella no
conocía a ninguna Mercedes, pero le cerraron la puerta en la cara. Se vio
parada sosteniendo una pequeña valija de color negro, reluciente. Como
atontada, fue hasta una agencia de taxis para volver más rápidamente a su casa.
Al llegar miró su interior:
había allí una corbata de seda gris con arabescos negros, un anotador sin usar
con tapas de cuero charolado negro y otra foto del mismo niño rubio. En ésta
parecía más grande y no sonreía: tenía la mirada perdida, como en un punto
fijo.
¿Por qué le habían dado esa
valija? ¿A quién le pertenecía? Estaba sumida en esos interrogantes cuando sonó
el teléfono.
Soy Diana, vos tenés algo que
no te pertenece. Bueno, entonces vení a buscarlo, porque yo…El golpe seco del
corte de comunicación la enojó.
Parecía que estaba rodeada de
locos. Maldijo el momento en que se le ocurrió levantar la primera valija.
Cuando sonó el timbre y fue
hacia la puerta, casi quedó cegada por un estallido de sol. La mujer, rubia,
corpulenta y ataviada de amarillo, con falsas joyas doradas y ojos fulminantes,
tomó la maleta negra y como quien obsequia un chupetín o una flor, le alcanzó otra
amarilla y desapareció. ¿Pero qué juego era éste? Pensó en tirarla a la calle,
pero la curiosidad pudo más. Abrió la valija y vio una rosa amarilla recién
cortada, un frasco de miel y una nueva fotografía. Era la de un adolescente que
ya no tenía el pelo tan rubio, pero sí una sonrisa burlona que le causó cierto
escalofrío.
Oyó unos pasos. Se había
olvidado de cerrar la puerta pero no se atemorizó, porque esta vez la que
llegaba era una pequeña niña con traje de comunión, que llevaba con dificultad
una valija blanca. La niña extendió el brazo y se la alcanzó al mismo tiempo que
tomaba la amarilla y salía corriendo.
Como una rutina revisó el interior
de la nueva maleta: un collar de perlas de fantasía, una taza de porcelana
(todo de color blanco) y otra fotografía. El personaje era un hombre joven
ataviado con un traje, indudablemente blanco. Su sonrisa quería ser burlona,
pero más parecía una mueca.
Salió apurada y cerró con
llave. Caminó varias cuadras sin cruzarse con nadie. Tuvo la esperanza de que
todo se hubiera terminado.
Decidió ir nuevamente a la
playa, dejar la valija y olvidarse de esa secuencia de absurdos. Por suerte, la
playa seguía prácticamente desierta. Los surfistas apenas se divisaban
barrenando las olas, los perros seguían jugando y las gaviotas procurándose
alimento.
Caminó rápidamente hacia el
lugar en el que había encontrado la primera valija. Cuando estaba por llegar
sus dedos fueron aflojándose para abandonar la maleta blanca. El perro que
jugaba en el agua salió disparado hacia ella; retrocedió asustada, pero el
animal moviendo la cola, tomó entre sus dientes el objeto. En ese momento se
dio cuenta de que, pegada a sus pies, había otra valija y era azul.
Aunque trató de escapar de
allí, una fuerza extraña la dejó congelada en el lugar. Fascinada, miró la
maleta que se iba abriendo sola, suave y lentamente…
Una bocanada de mar, azul
como nunca, la sumergió en una corriente fresca y salada.
Ahora se sentía liviana,
aunque no estaba flotando, sino hundiéndose en una especie de remolino. Sin
embargo, podía pensar con claridad y respirar como si estuviese fuera del agua.
Cuando llegó al fondo, vio
que la serie de fotografías estaba esparcida siguiendo un orden; el pequeño
niño rubio sonriente, el mismo niño, un poco más grande y triste, el
adolescente burlón, el adulto sarcástico. Junto a ellas, un anciano estaba
sentado en un trono. Sus cabellos y barba canosos tenían reflejos azulados,
como la túnica que lo cubría, bordada con rémora. Empuñaba un tridente a manera
de cetro, y los peces nadaban sin prisa a su alrededor.
Tal vez Poseidón la había
elegido debido a que ella necesitaba vivir en la ficción y así poder encontrar
esa imaginación que se le negaba a proponerle caminos para la escritura.
No quiso razonar más. Sintió
que las escamas cubrían la mitad de su cuerpo, que sus piernas se habían
transformado en una espléndida cola de pez. Y se dejó llevar hacia ese nuevo
mundo que se abría ante ella.
Mi estimada Ana María, me ha encantado. Es increíble la historia, te sumerges tan deliciosamente en ella que he visto la playa, hasta he oído las olas deslizarse por la arena… el colorido de la maleta o valija que me intrigaba a continuar rápido la lectura para ver el siguiente color…en fin todo. Estoy segura que esta trama tiene su mensaje.
ResponderEliminarUn abrazo enorme
Mar
¡Muchas gracias, amiga literaria!
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