lunes, 28 de marzo de 2016

ANAMARÍA SERRA/ "DARSE CUENTA"

arde
punzante en el pecho
el rictus de tu artera sonrisa

te quedaste sin coartada

y yo
extirpé con violencia toda congoja

desnudé mi candidez

me vestí de suspicacia



domingo, 20 de marzo de 2016

ANAMARÍA SERRA/LA ESPERA Y LA SOLEDAD COMO CONDICIÓN DEL SER AMERICANO

ZAMA, DE ANTONIO DI BENEDETTO


Zama se rebela al lector en una doble condición. Por un lado, “el doctor don Diego de Zama”, símbolo de poder y de hidalguía, de carácter enérgico aunque pacífico, que “hizo justicia sin emplear la espada”. Capaz de dominar la rebelión indígena sin derramar sangre española, recibió honores del monarca y respeto de los vencidos. Por otro, en 1790, y a pesar de que todavía percibe un resplandor de esa otra vida, su situación ha cambiado. En el comienzo de la historia es Zama, el menguado: un asesor, un funcionario reducido a tareas menores, que lo irán llevando cada vez más hacia su propia decadencia.
Un niño de doce años, aparentemente real, retrotrae a Zama a su pasado glorioso, pero a la vez lo insta a la reflexión, al agobio y a la aceptación del presente. Ahora es un burócrata que dejó a su familia en pos de un ascenso, que siente que su nueva situación económica no le basta. Es un personaje contradictorio, arrogante, desesperado por el sexo y a la vez contenido. Quiere revelarse como un caballero y al mismo tiempo advierte que las mujeres lo desprecian. Siente interés por las personas que pueden servir a sus objetivos individuales. Cuando esto no se cumple por alguna circunstancia, las deja de lado.
Comienza el símbolo cuando un niño rubio, espigado y desarrapado le roba unas monedas y huye; los esclavos lo presentan como un fantasma. El clima parece de ensueño o de pesadilla. Zama está obsesionado por la conquista de una mujer y confiesa que se siente “espiritualizado”. Encuentra a una indígena enferma y va en busca de una curandera, como obedeciendo una orden. Se olvida de que en realidad debía llevar un médico para salvar la vida de su huésped, un comerciante oriental. Allí tiene un nuevo encuentro con “el niño rubio” –especie de leit motiv en el texto–.
El relato pinta el drama de su conciencia dividida. De un pasado más o menos esplendoroso, ahora se reconoce como un hombre condicionado y al que se le niegan oportunidades. Esto lo enfurece al punto de descargarse en su subordinado Ventura Prieto, pues percibe una burla en las palabras del otro. La soberbia y a la vez la inseguridad y el sentimiento de persecución, lo hacen reaccionar de manera irreflexiva y violenta hasta que consigue su objetivo: Ventura Prieto será trasladado a Chile y Zama ve cerradas las puertas para un futuro ascenso.
Los personajes femeninos no caen rendidos ante los supuestos encantos que cree tener Zama. Rita, la hija del dueño de la pensión, lo toma como su amigo y le exige que limpie la honra que otro le ha quitado. Luciana lo enreda en un juego histérico y finalmente se va. La reiterada presencia de la figura en el espejo subraya su duplicidad. Los ojos de Luciana –la mujer deseada, la esposa de otro–, le muestran su imagen más prestigiosa. En cambio, después de un encuentro furtivo y casual con una desconocida, no logra soportar el peso de su imagen sino con un gran esfuerzo. Es que la vendedora mulata le ha planteado un intercambio de favores luego de ceder a los requerimientos sexuales del protagonista. Ella finalmente le hace saber que no se regalará sin condiciones.
Zama concibe un dios creador con forma de hombre, ajeno y remoto, un anciano que contempla cansado el universo, con una atroz soledad. Para extirpar ese sentimiento, primero creó la vida, luego todo lo malo (pestes, cataclismos). Su mayor fracaso fue que el hombre no pudiese percibir su amorosa mirada de padre porque se le presentaba invisible. Irritado, dejó que los males del mundo se multiplicaran.
 La burocracia le marca a Zama un camino sin salida. En su descenso, apelando a cualquier recurso para que el gobernador influya por su situación ante el rey, Zama acepta convertirse en inquisidor de su secretario, firmando un dictamen para sancionarlo por escribir en sus horas de trabajo: todos serán esfuerzos vanos; nada de lo que haga logrará modificar su postergación.
Como el dios que imagina, Zama quiso ser nuevamente padre y también fracasó: ve en su hijo un animalito pese a que se muestra como padre orgulloso y dice que el niño será un héroe, aunque más tarde pierde su interés ya que no obtiene subsidio por el bastardo. Desprecia a la madre de aquél, pero necesita que le ceda un espacio en su humilde vivienda porque no puede pagarse un hospedaje.
Será Manuel Fernández, su secretario sancionado, quien se haga cargo del hijo del protagonista y también del Zama pobre y enfermo.
La descripción de los espacios y de la caída económica y moral del personaje principal coincide con el derrumbe que viene sufriendo España desde la conquista de América.
La narración del cambio de albergue que se le impone a Zama, el hambre y el ayuno forzoso, el poder comer gracias a la compasión de otros aunque lo disimule bajo su falso orgullo, recuerdan la picaresca española.
Las mujeres de este espacio son figuras casi esperpénticas: Emilia, la madre de su hijo, convive con la miseria y la mugre y lo desprecia porque lo siente incapaz de proporcionarle una ayuda para sustentarse. Las mujeres fantasmales que cree ver en el albergue; las negras: una muere inmediatamente, Zama sospecha que por algún embrujo, la otra, Tora, es misteriosa y contribuye a su desconcierto. El clima sonambulesco se acentúa: el niño rubio es ahora una especie de ángel anunciador de la muerte.
 La pequeña mulata es la víctima propiciatoria de una alegórica muerte, en una noche con la luna escondida entre las nubes, arrollada por el caballo blanco. Esas monedas en la mano inerte de la niña le revelan a Zama cómo ha llegado a corromperse por el dinero. Todo preludia la pesadilla en la que se sumergirá el personaje. El hambre y la miseria, más los indicios de magia negra que vive en su nueva pensión, son los ejes de este espacio.
Como un círculo que se cierra, Zama se reencontrará consigo mismo a través de su otro yo, el niño rubio. En su intento por recuperar el honor perdido, el protagonista acepta una arriesgada empresa militar en busca del bandido Vicuña Porto al que conoce desde la época del corregimiento. No logrará tal objetivo y terminará siendo cómplice del supuesto perseguido –que se encuentra mimetizado entre los soldados– y luego, deshonrado y mutilado por los bandidos.
En su eterna espera, Zama se ha ido perdiendo cada vez más como persona, hasta diluirse en la autodestrucción. Intentó salvarse recurriendo a estrategias que lo dejaron sin principios. Su orgullo por el que fue lo ha transformado en otro ser, en quien el instinto de supervivencia logró demoler su antigua imagen.
 


lunes, 7 de marzo de 2016

ANAMARÍA SERRA/ "MANIFIESTO"

declaro la guerra a la rutina
grito
basta           hasta aquí llegué
disparo
a la milenaria costumbre
con la cuchara que remueve la sopa
de la vida inmutable

me vuelvo nómade de un portazo
y me voy

sin llevarme la llave