ZAMA, DE ANTONIO DI BENEDETTO
Zama
se rebela al lector en una doble condición. Por un lado, “el doctor don Diego
de Zama”, símbolo de poder y de hidalguía, de carácter enérgico aunque pacífico,
que “hizo justicia sin emplear la espada”. Capaz de dominar la rebelión
indígena sin derramar sangre española, recibió honores del monarca y respeto de
los vencidos. Por otro, en 1790, y a pesar de que todavía percibe un resplandor
de esa otra vida, su situación ha cambiado. En el comienzo de la historia es
Zama, el menguado: un asesor, un funcionario reducido a tareas menores, que lo
irán llevando cada vez más hacia su propia decadencia.
Un
niño de doce años, aparentemente real, retrotrae a Zama a su pasado glorioso, pero
a la vez lo insta a la reflexión, al agobio y a la aceptación del presente. Ahora
es un burócrata que dejó a su familia en pos de un ascenso, que siente que su
nueva situación económica no le basta. Es un personaje contradictorio,
arrogante, desesperado por el sexo y a la vez contenido. Quiere revelarse como
un caballero y al mismo tiempo advierte que las mujeres lo desprecian. Siente
interés por las personas que pueden servir a sus objetivos individuales. Cuando
esto no se cumple por alguna circunstancia, las deja de lado.
Comienza
el símbolo cuando un niño rubio, espigado y desarrapado le roba unas monedas y
huye; los esclavos lo presentan como un fantasma. El clima parece de ensueño o
de pesadilla. Zama está obsesionado por la conquista de una mujer y confiesa
que se siente “espiritualizado”. Encuentra a una indígena enferma y va en busca
de una curandera, como obedeciendo una orden. Se olvida de que en realidad
debía llevar un médico para salvar la vida de su huésped, un comerciante
oriental. Allí tiene un nuevo encuentro con “el niño rubio” –especie de leit motiv en el texto–.
El
relato pinta el drama de su conciencia dividida. De un pasado más o menos
esplendoroso, ahora se reconoce como un hombre condicionado y al que se le
niegan oportunidades. Esto lo enfurece al punto de descargarse en su
subordinado Ventura Prieto, pues percibe una burla en las palabras del otro. La
soberbia y a la vez la inseguridad y el sentimiento de persecución, lo hacen
reaccionar de manera irreflexiva y violenta hasta que consigue su objetivo:
Ventura Prieto será trasladado a Chile y Zama ve cerradas las puertas para un
futuro ascenso.
Los
personajes femeninos no caen rendidos ante los supuestos encantos que cree
tener Zama. Rita, la hija del dueño de la pensión, lo toma como su amigo y le
exige que limpie la honra que otro le ha quitado. Luciana lo enreda en un juego
histérico y finalmente se va. La reiterada presencia de la figura en el espejo
subraya su duplicidad. Los ojos de Luciana –la mujer deseada, la esposa de otro–,
le muestran su imagen más prestigiosa. En cambio, después de un encuentro
furtivo y casual con una desconocida, no logra soportar el peso de su imagen
sino con un gran esfuerzo. Es que la vendedora mulata le ha planteado un
intercambio de favores luego de ceder a los requerimientos sexuales del
protagonista. Ella finalmente le hace saber que no se regalará sin condiciones.
Zama
concibe un dios creador con forma de hombre, ajeno y remoto, un anciano que
contempla cansado el universo, con una atroz soledad. Para extirpar ese
sentimiento, primero creó la vida, luego todo lo malo (pestes, cataclismos). Su
mayor fracaso fue que el hombre no pudiese percibir su amorosa mirada de padre
porque se le presentaba invisible. Irritado, dejó que los males del mundo se
multiplicaran.
La burocracia le marca a Zama un camino sin
salida. En su descenso, apelando a cualquier recurso para que el gobernador
influya por su situación ante el rey, Zama acepta convertirse en inquisidor de
su secretario, firmando un dictamen para sancionarlo por escribir en sus horas
de trabajo: todos serán esfuerzos vanos; nada de lo que haga logrará modificar
su postergación.
Como
el dios que imagina, Zama quiso ser nuevamente padre y también fracasó: ve en
su hijo un animalito pese a que se muestra como padre orgulloso y dice que el
niño será un héroe, aunque más tarde pierde su interés ya que no obtiene
subsidio por el bastardo. Desprecia a la madre de aquél, pero necesita que le
ceda un espacio en su humilde vivienda porque no puede pagarse un hospedaje.
Será
Manuel Fernández, su secretario sancionado, quien se haga cargo del hijo del protagonista
y también del Zama pobre y enfermo.
La
descripción de los espacios y de la caída económica y moral del personaje
principal coincide con el derrumbe que viene sufriendo España desde la
conquista de América.
La
narración del cambio de albergue que se le impone a Zama, el hambre y el ayuno
forzoso, el poder comer gracias a la compasión de otros aunque lo disimule bajo
su falso orgullo, recuerdan la picaresca española.
Las
mujeres de este espacio son figuras casi esperpénticas: Emilia, la madre de su
hijo, convive con la miseria y la mugre y lo desprecia porque lo siente incapaz
de proporcionarle una ayuda para sustentarse. Las mujeres fantasmales que cree
ver en el albergue; las negras: una muere inmediatamente, Zama sospecha que por
algún embrujo, la otra, Tora, es misteriosa y contribuye a su desconcierto. El
clima sonambulesco se acentúa: el niño rubio es ahora una especie de ángel
anunciador de la muerte.
La pequeña mulata es la víctima propiciatoria
de una alegórica muerte, en una noche con la luna escondida entre las nubes,
arrollada por el caballo blanco. Esas monedas en la mano inerte de la niña le
revelan a Zama cómo ha llegado a corromperse por el dinero. Todo preludia la
pesadilla en la que se sumergirá el personaje. El hambre y la miseria, más los
indicios de magia negra que vive en su nueva pensión, son los ejes de este
espacio.
Como
un círculo que se cierra, Zama se reencontrará consigo mismo a través de su
otro yo, el niño rubio. En su intento por recuperar el honor perdido, el
protagonista acepta una arriesgada empresa militar en busca del bandido Vicuña
Porto al que conoce desde la época del corregimiento. No logrará tal objetivo y
terminará siendo cómplice del supuesto perseguido –que se encuentra mimetizado
entre los soldados– y luego, deshonrado y mutilado por los bandidos.
En
su eterna espera, Zama se ha ido perdiendo cada vez más como persona, hasta
diluirse en la autodestrucción. Intentó salvarse recurriendo a estrategias que
lo dejaron sin principios. Su orgullo por el que fue lo ha transformado en otro
ser, en quien el instinto de supervivencia logró demoler su antigua imagen.