PRIMERA PARTE
La escritura
creativa y el poder transformador de la ficción
Hay dos grandes motivaciones que normalmente
llevan a los alumnos a tomar clases de escritura. Una es la necesidad de hacer
catarsis y poner en palabras algún que otro sentimiento más o menos escondido
(generalmente acerca de alguna experiencia dolorosa o inquietante). Esto, por
supuesto, tiene que ver, por un lado, con la necesidad de construir un relato
que dé cuenta de lo vivido, y por otro, con la de lograr darle sentido. Y ahí
es donde se vuelve necesario apelar al potencial creativo que todos tenemos
para construir nuestra subjetividad de un modo más libre y consciente. Suele
suceder que a partir de las primeras clases el alumno descubre, tal como
Nietzsche, que “no hay hechos sino interpretaciones”. Este descubrimiento es
crucial no solo en relación a la cuestión del proceso de ficcionalización en sí,
sino también en relación a aquello de que uno no enferma por lo que le ha
ocurrido, sino por aquello que interpreta de lo que le ha ocurrido. Hay
infinitas maneras posibles de contar una historia. En esto estriba, en gran
medida, el arte de hacer ficción.
Cuando los narradores del mundo
antiguo ofrecían su relato sobre el origen de un río o las hazañas de un héroe,
y éste era aceptado por la comunidad, no era por casualidad, sino porque había
en esa historia algo del orden de lo numinoso para ese grupo. Los receptores de
ese relato se sentían “tocados” muy profundamente por algo que o bien les daba
un sentido de pertenencia o bien los inspiraba en una cierta dirección y los
ponía en contacto con algún contenido que ahora podían reconocer también dentro
de ellos. Y esto es un fenómeno evidentemente de orden espiritual que va más
allá de cualquier otra cosa y que explica en parte por qué hay en nuestra tradición
solo unos pocos relatos que logran una circulación fuera de lo común y una
pregnancia que perdura a través de los siglos, mientras que otros se pierden en
el olvido.
Pero hay otra motivación, además
de esta a la que acabo de referirme, y es la de la vocación literaria. Esto es
algo para lo que no hay edad. Es muy curioso pero, a diferencia de lo que suele
pasar con otras profesiones, uno no suele llegar en forma directa a la
literatura. Es muy común que los escritores sientan ese llamado que implica
toda vocación luego de haber abrazado antes alguna otra. Sabemos, por ejemplo,
que Macedonio Fernández venía del Derecho y que Nabokov se dedicaba al estudio
de las mariposas. El caso de Gurdjieff es acaso uno de los más emblemáticos: su
vocación por la escritura le sobrevino a una edad muy avanzada, luego de un
accidente automovilístico que casi le cuesta la vida. Curiosamente, su padre
también había resultado un gran ashoj.
En uno de sus libros más conocidos, Encuentro
con hombres notables, aquellos que se lo propongan podrán leer un capítulo
encantador en el que el fundador del Cuarto Camino, a quienes los parisinos
apodaban “Monsieur Bon-bon”, le rinde un sentido homenaje.
Quizá el hecho de que para
escribir sea necesaria cierta dosis de madurez, explique en parte esta cuestión
de la aparición tardía de esta vocación a la que aludíamos más arriba. Pero no
siempre es así (Borges sabía desde sus siete años, cuando escribió en inglés un
texto sobre Don Quijote, que su destino sería el de escritor). Y de hecho no
son pocos los jóvenes que sienten también este llamado tempranamente y acuden a
tomar clases con el objeto no solo de perfeccionarse, sino también de lograr
acceder a una guía que les permita descubrir el mundo de los libros desde otro
lugar al que se plantea en los ámbitos académicos.
Pero ya sea que uno venga por
una necesidad de hacer catarsis o por una cuestión más vocacional o por simple
hobby, lo cierto es que escribir es una actividad que tiende un puente hacia
nuestra interioridad. Es decir, un escritor es alguien que le cede la voz al
alma. Esto implica aprender a escucharnos, ya que el primer lector de lo que
escribimos somos nosotros mismos. En este sentido uno termina por pensar que un
escritor es antes que nada un buscador. El texto no es más que una excusa para
llevar a cabo la búsqueda, que sin duda ha de ser tan incierta y tan ardua como
la de un alquimista. No hay satisfacción más grande que la que sobreviene
cuando uno logra redondear un texto y dice: “Uf, por fin… Esto es lo que yo
quería decir”. Por eso no hay que pensar la literatura en términos de un eje de
buena o mala porque eso no existe, lo que existe es “eso” que uno quiere decir
y el anhelo de expresarlo, que es tan urgente que solo se satisface cuando uno
encuentra las palabras y la manera más eficaz de decir aquello que tenía para
decir.
Todo el arte en general trata de esto. Y la
literatura es una rama del arte. Al escribir, uno entra en contacto con su
propio panteón de dioses y demonios. Es decir, con esa mitología privada a la
que uno desciende todas las noches cuando cierra los ojos para que cese el
mundo. Todos los personajes fantásticos que nos ha deparado la mitología no son
más que la manifestación de contenidos que habitan en nuestra alma y que han
tomado una determinada forma, o tal o cual nombre, según las épocas y las
culturas, pero detrás de los cuales subyacen indefectiblemente los diversos
arquetipos. La literatura es, en definitiva, una suerte de mitología más
personal. Hay una relación muy estrecha entre los personajes mitológicos, los
de los relatos de las diversas religiones y los de la literatura. Se dice por
ejemplo que Dostoievsky le rezaba a una imagen del Quijote, y que Baudelaire
hacia lo propio con un retrato de Poe, al que jamás le faltaban velas
encendidas.
La piedra filosofal
La escritura a mí me ha enseñado, entre otras
tantas cosas, a establecer una buena relación conmigo mismo. Es común que les
digamos a nuestros hijos que deben tener buena relación con los demás, pero
solemos pasar por alto el detalle de que esto debe empezar por casa. Hay muchos
“yoes” en uno mismo, y escribir es un ejercicio muy interesante que permite
sacarlos a la luz y observarlos con cierta perspectiva (aunque por supuesto
esto nunca es algo fácil de lograr). El arte, en ese sentido, y no solo la
escritura, que es de lo que yo me ocupo, sino el arte en general, no es otra
cosa que una experiencia espiritual. Y por eso hablaba antes de la búsqueda de
los alquimistas.
Lamentablemente, en el
imaginario colectivo, está muy instalada la idea de que la espiritualidad solo
cabe en las prácticas formales de las diversas instituciones religiosas.
Entonces ocurre que si una persona no participa de ninguna de estas prácticas,
se dice de ella que no tiene espiritualidad alguna. ¿Se imaginan cuánto se
escandalizaría una persona estructurada y prejuiciosa si un escritor le dice a
boca de jarro que su espiritualidad pasa por su práctica literaria? Pero es la
pura verdad y lo saben todos los escritores y todos los que trabajan con el
arte, porque sencillamente lo experimentan todos los días. Y cuidado, que
cuando hablo de arte, no lo hago en el sentido de una esfera de actividad
exclusiva de ninguna elite, sino por el contrario, en el de una experiencia
espiritual que debería ser un derecho de todo hombre. Todo ser humano, por el
solo hecho de serlo, está capacitado tanto para apreciar como para producir
hechos artísticos.
A propósito de las instituciones
religiosas y de esta distinción que cualquier persona más o menos esclarecida debería
ser capaz de establecer, respecto de que una cosa es la espiritualidad y otra,
muy distinta, las diferentes organizaciones humanas que se proponen
administrarla, hay un relato que solía utilizar Krishnamurti que ilustra
maravillosamente esta cuestión. La historia es muy antigua y figura en el Panchatantra, un texto hindú conformado
por una serie de fábulas cuyo autor se desconoce y que dice lo siguiente:
“El diablo al parecer ha decidido junto a
algunos de sus secuaces darse una vuelta por la Tierra. En eso, uno de los
suyos ve en el suelo un trozo de la verdad y alarmado le pregunta a su maestro:
—¿Qué debemos hacer? ¿No sería inconveniente
para nuestros planes dejar esto tirado y correr el riesgo de que alguien lo
encuentre?
Al diablo no se le mueve un pelo, así que
sonriendo le responde:
—Se ve que no conoces aún a los hombres…
Dejaremos justamente esto ahí para que alguien lo encuentre y decida
organizarlo y erigir una institución. Nada hay más conveniente que esto para
nosotros”.
De qué hablamos cuando hablamos
de ficción
Pero volvamos al tema de la ficción, término
que hemos mencionado reiteradas veces, y aclaremos que, a contrapelo de la idea
que normalmente se hace la gente, es algo que no tiene absolutamente nada que
ver con la mentira. Vale decir que, cuando alguien miente, pone en juego algo
que fundamentalmente tiene que ver más con el engaño, ya que la mentira siempre
se presenta como verdad. La ficción, en cambio, se presenta tal como es. Uno
sabe desde un principio que está leyendo una novela o que está viendo una
película. No obstante, hay algo en la ficción que incide en nosotros y produce
una serie de efectos en nuestra manera de percibir las cosas. ¿Quién no ha
sentido alguna vez, luego de leer un libro de esos que a uno lo atrapan, que ha
perdido la noción del tiempo transcurrido? Uno se siente, luego de esa suerte
de éxtasis que es la lectura, como si hubiera emprendido un extraño viaje. Esto
hace a la médula íntima del dispositivo de la ficción que es tremendamente
poderoso. Nadie vuelve a ser el mismo luego de leer Crimen y castigo. A esto se refería Aristóteles cuando hablaba del
efecto de la obra de arte en el espectador: la catarsis.
El hombre siempre ha necesitado
de la ficción. Hay algo en ella que nos facilita una apertura en torno a
ampliar el campo de nuestra experiencia y nos conecta con un saber acerca del
mundo y de nosotros mismos que no tiene nada que ver con lo racional, sino con
aquel conocimiento silencioso del que hablaba Carlos Castaneda: un saber que
subyace en nuestro inconsciente y que la ficción nos permite actualizar.
Nuestra vida se vería muy empobrecida si solo contáramos con la vía de la razón
para aprehender el misterioso y mágico mundo que nos rodea. No obstante,
deberíamos ser capaces de conciliar ambas, pues las dos son necesarias para que
podamos hacernos una representación más justa del universo y de quienes somos.
Una de las historias que para mí
mejor da cuenta de este poder transformador que tienen los relatos está en Las mil y una noches. Me refiero a lo
que ocurre con Sherezada y la modesta estratagema de la que esta heroína se
valdrá para salvar a su comunidad de la locura de un rey celoso. Su hazaña
consistirá simplemente en desplegar su talento para contar historias y dejar
que sea el poder de la ficción el que noche a noche vaya desplazando el punto
de encaje de Shariar, no solo para que deje de matar más mujeres, sino también para
que sea capaz de descubrir el amor y construir su relación con la shakti desde otro lugar. No conozco al
respecto una historia más lograda que esta, que obviamente tiene final feliz,
aunque quizá podría contar también la anécdota sobre la muñeca de Kafka, pero
se me hace que mejor esta la dejamos para otra ocasión.
Julio
Recloux
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