Nunca creí que podría habituarme a esta
situación, aunque, si soy honesta conmigo misma, deberé admitir que desde pequeña
fui una solitaria. Ni ermitaña ni fóbica
social, sí disfruté a pleno mi voluntario aislamiento, aunque, siguiendo con
las confesiones, supongo que no puedo hablar sobre el concepto de soledad
cuando me reconozco lectora empedernida, casi compulsiva.
En mis
vacaciones escolares y como premio a mi buen desempeño, mis padres me regalaban libros; yo reía y lloraba con las aventuras de Heidi
en Frankfurt y en las montañas, sentía el frío y el rigor de la guerra al mismo
tiempo que gozaba de las interpretaciones teatrales de las “Mujercitas”, me
asustaba la locura del capitán Ahab y una vez quise emular a Robinson yéndome a acampar a la playa sin más compañía que mi
perro al que insistía en llamar Viernes. Los clásicos, los vanguardistas, todos recibieron
el abrazo de mis pupilas, siempre los libros…compañeros inseparables, hoy hacen
que por momentos no me dé cuenta de que, en esta comarca y creo que en el mundo
entero, estoy solamente yo, no me acompaña ningún animal –ni doméstico ni
salvaje- y las plantas han desaparecido.
La figura de la Lectora es mi ícono, la mujer
que se resguardó en el hogar para contar a sus descendientes las historias que
hilaba a medida que las labores artesanales salían de sus manos, la que supo
ganarse el derecho a la educación después de mucho tiempo; aquella que pudo
encontrar “un cuarto propio” para escribir todo lo que su imaginación le
dictaba –como si cometiese un acto de infidelidad cuando se producía su encuentro con la hoja
en blanco, comunión de la que surgirían sueños escritos-, al mismo tiempo que
los libros alimentaban su mente y espíritu.
¿Cuánto tiempo ha transcurrido desde el
cataclismo? No lo recuerdo exactamente, creo que ya no importa, porque además
siento que el fin también se aproxima para mí. Primero fueron los exploradores
quienes partieron para investigar las causas de la aniquilación que poco a poco
invadía el lugar; al principio volvían algunos, pero cuando se les preguntaba
qué había pasado, sus respuestas eran meros desvaríos. Entonces la gente común
fue ocupando esos puestos, todos hermanados en la necesidad de salvarse y
salvar la especie, y así fue como un día me di cuenta de que ya nadie vivía a
mi alrededor, las pocas personas que me acompañaban para resolver las tareas
domésticas desaparecieron y quedé rodeada de mis libros. Confieso que si bien
al principio sentí cierta inquietud, me fui acostumbrando a mi nueva vida. Sin embargo, hay una verdad irrefutable: la
especie humana es gregaria por naturaleza, nadie puede vivir solo en el mundo,
necesita de sus semejantes. Incluso una solitaria como yo.
Como ya no hay más personas, tampoco me puedo
nutrir con nuevos libros. Por eso me he convertido en una especie de biblioteca
humana. He ido memorizando todas y cada una de las frases que atesoran los
cientos de textos que pueblan mi casa. A veces me sorprendo recitando en voz
alta algún pasaje de La Divina Comedia, del Ulysses o de La Naranja Mecánica, soy una ecléctica
sin remedio. Últimamente me ha dado por tararear, con música de viejas
canciones –ya no puedo escuchar ningún disco, todo signo de progreso ha desaparecido,
soy una Eva sin Adán ni Paraíso- y a esas melodías les combino letras de poemas
(Borges, Alejandra, Juan L., Octavio Paz, hasta Neruda se ha ganado un
lugarcito) y también les adoso fragmentos de cuentos; mis preferidos siempre
son los latinoamericanos. Me he
entretenido bastante con la escritura, pero hace unos días noté que solamente
me quedaba un lápiz cada vez más
pequeño, por lo que me he propuesto
-porque ya no tengo más hojas y las paredes están totalmente cubiertas
con mis escritos- reservarlo
celosamente, sólo lo utilizaré cuando me surja una idea que considere casi
genial, y sé que mi capacidad de imaginación e inventiva se está agotando con
rapidez.
Recuerdo mi paso por la universidad, los
amigos que gané en aquella época, mi trabajo como investigadora, algún fugaz
romance que deseché rápidamente porque mi meta era la publicación de libros y
el ascender rápidamente en mi carrera, no porque persiguiese prestigio o
dinero, simplemente porque sentía una sed
intelectual inagotable; creo que el famoso mote “ratón de biblioteca” me
cupo a la perfección. Y después, cuando decidí retirarme para disfrutar a pleno
de la lectura y de la producción personal, sin plazos ni directivas que
cumplir, me sorprendió la catástrofe.
¿Cuánto hace que no veo a otro ser humano? Ni
ser humano ni animal…ya he perdido la cuenta. Nunca me gustó saber en qué día
vivía, en ese sentido he ganado en salud mental, no me abrumé por no poder
calcular el paso del tiempo porque tampoco me preocupé en registrarlo. A veces
pienso que esta situación es una enorme ironía; a pesar de mi hábito lector, la
literatura de ciencia ficción no ha sido mi fuerte, a lo sumo pude tolerar
alguna película basada en un libro famoso por la resolución de imágenes, la
ambientación, para valorar el trabajo actoral, y ahora me encuentro sumergida
en una realidad que jamás hubiesen imaginado
Asimov, Bradbury, Ballard o
Arthur Clarke, por citar los más conocidos.
En mi casa todavía hay algún espejo, pero no
me gusta mirarme. Prefiero recordarme joven, muy joven… Aunque en ocasiones
necesito repasar otros rostros en viejas fotografías, porque me estoy olvidando
de caras, de siluetas.
Lo que sí aprecié desde el principio fue el
manejo de lo fantástico, creo que Silvina y Cortázar se ganaron el galardón, he
jugado con sus textos como disparadores y he producido algunos cuentos que
juzgo bastante interesantes. ¿Qué
pasaría si me encontrase hoy con otra persona? ¿El aspecto del ser humano habrá
cambiado después del desastre? ¿Yo habré cambiado? Seguramente debo estar
bastante envejecida, aunque, quién sabe, me miro las manos y todavía las veo
tersas, suaves, sin arrugas…
Tal vez en un rato me anime a volver a
mirarme en el espejo del dormitorio. Estoy sentada frente a mi escritorio y se
me ocurre que podría imaginar la escritura de un cuento fantástico, pero no lo
escribiré. Iré poco a poco memorizando los párrafos; una tarea trabajosa,
porque voy a realizar muchas
correcciones cada día hasta que me conforme el texto final. Será un buen
ejercicio mientras espero mi propio desenlace, mi último momento. Casualmente
ahora veo el libro que encabeza la pila que he dejado sobre la mesa: es un
ejemplar de la Antología de la Literatura Fantástica, recopilada por Borges,
Bioy y Silvina. Decido abrir en cualquier página, para recordar alguno de esos
fabulosos textos, que tal vez pueda servirme para mi propio cuento fantástico. En la página 195 leo Final para un cuento fantástico, de I.A. Ireland, obviamente,
recuerdo perfectamente este texto genial:
“-Qué extraño!- dijo la muchacha, avanzando cautelosamente-. ¡Qué puerta
más pesada!- La tocó, al hablar, y se cerró de pronto, con un golpe.
-¡Dios mío!- dijo el hombre-. Me parece que
no tiene picaporte del lado de adentro. ¡Cómo, nos ha encerrado a los dos!
-A los dos no. A uno solo- dijo la muchacha.
Pasó a través de la puerta y desapareció”
Miro la puerta de entrada a la casa con un
gesto mecánico: tiene picaporte del lado de adentro. Sonrío; yo no podré pasar nunca a través de ella
porque no soy un fantasma. Nadie me ha encerrado.
Qué fantástico, todavía no he decidido cuál
será la trama de mi cuento y tampoco qué rostro tendrá mi protagonista, cuando
en este preciso momento oigo que alguien está llamando a mi puerta.
LO SENTÍ UN POCO AUTOBIOGRÁFICO. NO DEL TODO. SÍ EN ALGUNOS SENTIMIENTOS. BUENÍSIMO
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