domingo, 9 de marzo de 2014

ROSSANA CHIARINI/ IRENE Y LA ESTACIÓN DE TRENES



       Mamá trabajaba como enfermera en el hospital,  papá tenia un cargo importante en la estación de trenes. Cuando abuelita  falleció yo tenía cuatro añitos; unas noches después del entierro oí a mis padres conversar sobre quién me cuidaría, la tía vivía a cincuenta kilómetros de nuestra ciudad y eso los obligaría a dejarme toda la semana con ella, mis primas eran cuatro y una niña más resultaría imposible. Así que papá resolvió llevarme a su trabajo. Al otro día me levanté a las seis de la mañana; mamá me vistió con pantalones de gruesa sarga azul, un pulóver de lana y un abrigo de paño, envolvió mi cuello  con un echarpe y cubrió mi cabeza con un gorro de lana. Me calzó las botitas de gamuza y para las manos, unos guantecitos de lana. Luego, mamá me entregó mi vianda -papá llevaba la de él-, nos despidió con un beso y allá fuimos hacia la aventura, mi aventura.
      Caminamos dos cuadras, cruzamos la plaza y nos encontramos frente a una edificación mediana: subí los tres escalones tomada de la mano de mi padre y al traspasar su enorme puerta con vidrios esmerilados, vislumbré los pisos de madera y las paredes, que hasta cierta altura, estaban revestidas con el mismo material. El techo cubierto por chapas verdes que se prolongaban hasta donde estaban los molinetes, resguardaba a los pasajeros de las inclemencias del tiempo.
       En el centro había una diminuta cafetería en forma circular a cargo de Mary, tan dulce como la chocolatata que me servía a la tardecita, con unos bizcochos horneados especialmente para mí, para su Irene. Y don Armando, el dueño del kiosco de diarios y golosinas, todos los días me regalaba dos caramelos como respuesta a la pregunta ¿te has portado bien?
Además, la estación tenía una acogedora sala de espera, boletería, la oficina de envio y recepción, el depósito de equipajes, los baños,  dos ventanales, uno sobre cada medianera, y dos puertas; una para entrar y salir a los andenes y la otra para transportar la mercadería a los vagones del tren.
 Recuerdo que había algunos bancos a lo largo de los andenes y bordeados      por dos callecitas con árboles no muy altos, pero muy frondosos. Una estación regular, pero con mucho tránsito de trenes, ubicada a cincuenta kilómetros de una importante ciudad donde gran parte de la población se dirigía para desarrollar sus actividades.


     Durante dos años viví en esa gran fiesta y en ese lapso conocí  todos los intersticios de mi vieja y amadísima estación. Pero cuando cumplí mis seis de edad empecé el colegio con las monjitas como medio pupila. Se cerró para mí el ciclo de las visitas diarias y no pude ya gozar más del tibio calor de la sala de espera, del aroma del chocolate y de los bizcochos de Mary, del sabor de los caramelos que don Armando me ofrecía, pero aun hoy al oír el ruido de un tren que arriba,  cierro los ojos y me invade el recuerdo de esas sensaciones que quedaron grabadas muy hondo en mi mente y mi corazón.  Adiós trenes, adiós mi breve y dulce infancia…






1 comentario:

  1. Los recuerdos dulces de la niñez...contados con un lenguaje lleno de colores, olores y sabores. Lindísimo

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