Mamá trabajaba como enfermera en el
hospital, papá tenia un cargo importante
en la estación de trenes. Cuando abuelita
falleció yo tenía cuatro añitos; unas noches después del entierro oí a
mis padres conversar sobre quién me cuidaría, la tía vivía a cincuenta
kilómetros de nuestra ciudad y eso los obligaría a dejarme toda la semana con
ella, mis primas eran cuatro y una niña más resultaría imposible. Así que papá resolvió
llevarme a su trabajo. Al otro día me levanté a las seis de la mañana; mamá me
vistió con pantalones de gruesa sarga azul, un pulóver de lana y un abrigo de
paño, envolvió mi cuello con un echarpe
y cubrió mi cabeza con un gorro de lana. Me calzó las botitas de gamuza y para
las manos, unos guantecitos de lana. Luego, mamá me entregó mi vianda -papá
llevaba la de él-, nos despidió con un beso y allá fuimos hacia la aventura, mi
aventura.
Caminamos dos cuadras, cruzamos la plaza
y nos encontramos frente a una edificación mediana: subí los tres escalones
tomada de la mano de mi padre y al traspasar su enorme puerta con vidrios
esmerilados, vislumbré los pisos de madera y las paredes, que hasta cierta
altura, estaban revestidas con el mismo material. El techo cubierto por chapas
verdes que se prolongaban hasta donde estaban los molinetes, resguardaba a los
pasajeros de las inclemencias del tiempo.
En el centro había una diminuta
cafetería en forma circular a cargo de Mary, tan dulce como la chocolatata que
me servía a la tardecita, con unos bizcochos horneados especialmente para mí,
para su Irene. Y don Armando, el dueño del kiosco de diarios y golosinas, todos
los días me regalaba dos caramelos como respuesta a la pregunta ¿te has portado
bien?
Además,
la estación tenía una acogedora sala de espera, boletería, la oficina de envio
y recepción, el depósito de equipajes, los baños, dos ventanales, uno sobre cada medianera, y
dos puertas; una para entrar y salir a los andenes y la otra para transportar
la mercadería a los vagones del tren.
Recuerdo que había algunos bancos a lo largo
de los andenes y bordeados por dos callecitas con árboles no muy altos,
pero muy frondosos. Una estación regular, pero con mucho tránsito de trenes, ubicada
a cincuenta kilómetros de una importante ciudad donde gran parte de la
población se dirigía para desarrollar sus actividades.
Durante dos años viví en esa gran fiesta y
en ese lapso conocí todos los
intersticios de mi vieja y amadísima estación. Pero cuando cumplí mis seis de
edad empecé el colegio con las monjitas como medio pupila. Se cerró para mí el
ciclo de las visitas diarias y no pude ya gozar más del tibio calor de la sala
de espera, del aroma del chocolate y de los bizcochos de Mary, del sabor de los
caramelos que don Armando me ofrecía, pero aun hoy al oír el ruido de un tren
que arriba, cierro los ojos y me invade
el recuerdo de esas sensaciones que quedaron grabadas muy hondo en mi mente y
mi corazón. Adiós trenes, adiós mi breve
y dulce infancia…
Los recuerdos dulces de la niñez...contados con un lenguaje lleno de colores, olores y sabores. Lindísimo
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