Según sus palabras, Manuel Puig vivió su infancia en la pampa,
en un pueblo –General Villegas- que era para él un “B Western, es decir, una
especie de pesadilla”; él quería que la vida fuese una diaria matinée
hollywoodense y el cine de ese pueblo le ofrecía un mundo poblado por personas
glamorosas.
Las películas le sirvieron para construir un paraíso imaginario
y seguro, en el que deseaba vivir: le hubiese gustado ser una diva como Norma
Shearer, pero más que eso, deseaba ser el personaje que ella interpretaba.
Se sumergía en las revistas de cine, “anticipando así el gran
momento de la proyección”, y recordaba el orden de los estrenos en Buenos Aires
durante seis o siete años. Este ejercicio aparentemente inútil de la memoria le
fue muy útil al futuro novelista; del crudo contraste de la vida con estas
fantasías fascinantes surgiría La
traición de Rita Hayworth (1968). “Yo no elegí la literatura…La literatura
me eligió. Nunca tuve fantasías sobre escribir ficción. Mi única fantasía sobre
la escritura era que en la vejez, después de dirigir muchas obras maestras,
escribiría mis memorias”.
Más que una máquina de la memoria, escribir resultó un modo de
vida en el cual se estaba creando continuamente a sí mismo como si él fuese una
de sus propias ficciones.
La
traición de Rita Hayworth, su “ópera prima” y la que marca
el rumbo de su escritura posterior, es la que recrea con mayor nitidez el mundo
de su infancia.
Cuenta Susan Levine[1]
que cuando leyó por primera vez esta novela, casi se vio derrotada por “diálogos
unilaterales y faulknerianos, monólogos
de jerga argentina sin puntos y aparte en los primeros capítulos”, donde los
personajes no eran identificados y la lectura era un avance a tientas a partir
de indicios. El lector debe reconstruir a través de una visión fragmentada, el
perfil psicológico de los personajes, y, sobre todo, a través de la
problemática de la sexualidad, la ambigüedad de Toto, el protagonista.[2]
Como guionista fallido, Puig se convirtió en novelista, y como
sus personajes, abrazó un modelo idealizado en la cultura occidental, conformando
su vida alrededor del mito del Escritor. El lector se siente movido a descubrir
la “verdad” detrás de las ficciones, comparar la vida vivida y la vida escrita,
comprender por qué el escritor se siente impulsado a rehacer sus experiencias
en la ficción. Como escribió Manuel en su penúltima novela, Sangre de amor correspondido, “la muerte
es lo peor porque la gente te olvida”.
Lo que hizo de Manuel Puig una figura fascinante en la moderna
literatura latinoamericana fue que se tratara del primer novelista literario
pop en el continente, el argentino que introdujo la literatura local en la
posmodernidad. Reinventó la escritura a partir de la cultura no literaria viviente
de su época. Comprendió cómo las películas, los teleteatros y las canciones
populares ejercen una manipulación seductora, cómo el lenguaje de los
melodramas radiales y de películas fascinaba tanto a los intelectuales como a
las amas de casa. De ahí que siempre combatió los estereotipos sobre el
escritor.
Pero también se quejaba de ser incomprendido, de ser etiquetado
como no literario por inspirarse en los géneros populares, las películas, si
bien contaba con una vasta formación lectora, desde la economía de Gide hasta
la prosa laberíntica de Faulkner. Decía, un poco en broma, que escribir le
había arruinado la lectura, que aunque leyese a Proust tenía que hacerlo
siempre con un lápiz en la mano.
Sin embargo, como muchos escritores, siempre estaba creándose a
sí mismo, aquel ser era más un niño de celuloide que un hombre de letras. Era
el escritor como imitador juguetón, el que plasmaba a la perfección en sus
novelas las voces de las mujeres de distintas edades y profesiones, o, en la
demostración privada para los amigos, el movimiento de caderas de la pelirroja
Rita Hayworth cuando las luces crecían en “Gilda” o las expresiones cautivantes
de Greta Garbo, la “Mujer Divina”.
Coco (así era su apodo familiar) empezó a ir al cine con su
madre -Male- desde los cuatro años. Como las películas eran subtituladas, la voz de Male explicaba; por consiguiente,
“veía aquellas películas a través de los ojos de la madre”. Como espectador
absorbía, al principio, más de lo que podía comprender. Y esas experiencias
vuelven en La traición…, donde Toto
repite las tramas de las películas y las cambia para interpolar su versión. La
voz de Toto contando películas es también la voz de la madre, mecanismo que se
vuelve central en El beso de la mujer
araña, cuando narra Molina, aunque la Madre es quizá la verdadera voz.
Recrearía su capacidad de niño para concebir un mundo feliz,
imaginario, en La traición de Rita
Hayworth, como cuando Mita lanza una cinta de papel y Toto ve a Ginger
Rogers girando en un musical, o cuando la imagen de un santo sobre una
estampita en la primera comunión de Héctor le recuerda a su amada Norma
Shearer. En el mundo onírico del cine, Toto se convierte en otro, y también lo
hacen todos los que lo rodean, incluso el pez de un documental submarino: “qué
mal se porta ese pescadito, no quiere a nadie, que se murió el tío y el
pescadito no lloró, se volvió a jugar”.
Baldo, el padre, mantenía a Coco a distancia porque no quería
echar a perder al niño. En La traición…, Berto
aparece como emocionalmente incapaz para aceptar la carga de paternidad.
Aunque años después Baldo estaría orgulloso de su hijo
escritor, Manuel nunca olvidaría la expresión de su padre: “mejor tener un hijo
muerto que un hijo marica”.
Desde la dimensión Puig-Toto, se produce la valoración de lo
diferente, lo otro (el modelo de hijo que Berto no desea), y en la narración,
esa constante alusión autobiográfica se plasma en un discurso que diluye las
fronteras entre la realidad y la ficción[3].
Seguramente por ello omitió en La traición… el hecho de que la primera vez que fue al cine –a los
tres años- no fue con la madre sino con
Baldo, quien lo había llevado a ver “La
novia de Frankestein”, que asustó mortalmente al pequeño.
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