No
se culpe a nadie… Leyó la hoja que tenía frente a sus ojos para dirigir
la mirada asustada hacia la cama. Como anestesiado, luego de unos segundos
retomó la lectura imperiosa y desesperada tratando de controlar los dedos que
no dejaban de temblarle.
No se culpe a nadie… ni siquiera a la ficción que fue
la única que, en esos acogimientos del
alma me dio la posibilidad de vivir lo que esperaba de la vida. A quién se
puede culpar sino a mí misma, a estas carnes, a estas dudas sempiternas con las
que nacemos predestinados a resolver en un laberinto de nubes de incienso. Es
esta y no otra la manera en que las flores se deshojan, prendidas de una rama
que balbucea frente a un viento de enconados empujones. Nunca imaginé que estos
últimos segundos fueran así, ya me había pasado, no es que fuera la primera vez
que lo intentara o que lo pensara; quien
al fin lo hace, lo hace en un arrebato. Hay detrás una infinidad de cosas que
no germinan aunque se las espere paciente y esperanzada, pero al fin no se las encuentra porque no existen o porque una no ha existido
para ellas. Esto no es una locura, es lo más racional que hago, darme cuenta de que soy menos de lo que imaginaba y que nunca seré mejor de lo que me
he creído, advertir que me parezco a un lebrel viejo y cansado que solamente
mueve los ojos en la oscuridad de su pasado.
No son los caminos, ni las deudas contraídas, ni los
desengaños que se revelan en la vida; a veces los motivos en oídos ajenos
parecen ser irrelevantes, pero en una, son de un enorme peso.
Todo es tan distante para una mujer. Debo apresurarme
a terminar esta carta, dentro de poco me paralizaré, mi cuerpo ira quedándose
tieso, ya no será mío sino de los que abogarán para que regrese al mundo en el
que me he perdido y que me ha sido infiel.
Siempre he pensado en estos últimos instantes de la
vida, me los he figurado de tantas formas, han cambiado tanto entre sueños y
realidades, entre esperas y viajes… A veces me veía en improvisadas pesadillas,
muriendo de vieja y aburrida bajo los
perales en flor, rodeada de vulgares ofrendas;
otras, amada y acompañada en una casa exuberante mirando mis vestidos o
mis cadenas de oro con una sonrisa
dilatada, y también tuve la osadía mustia de imaginarme en la orilla de algún río mientras alguien me
leía “Pablo y Virginia”. Nunca -o al menos en esos momentos de esplendor
onírico- , se me atravesó la idea de
envenenarme con arsénico, de comerlo
de la palma de mi mano como un ciervo o como el que famélico come un
mendrugo. Los últimos instantes de una
vida inconclusa, de una vida insatisfecha, de una vida malograda. Una no es del
todo consciente sobre qué es lo que se
termina, pero quiere que se termine, que este cuerpo envuelto en llamas de una
buena vez se congele y se disuelva a manos de gusanos que comerán lo que en la
superficie fue presa ignorada de la felicidad.
Sé que
llorarán por unos días, que las lágrimas derramadas serán efímeras, y es mejor
que sea de esa manera para alguien que
ha producido nada más que dolor y
problemas; el tiempo hará que de a poco
sea una hostia más en el paladar de un pecador arrepentido. Siento que un
escalofrío invade mi cuerpo y mis arterias. No me queda nada más para pensar en
la vida, ¡qué cosa tan insignificante es la muerte! Ni siquiera en los últimos
momentos, ni siquiera en su umbral se me
manifiesta atractiva como un vals o una novela. La garganta se me seca, pienso
en el agua, la sed que tengo es intransferible, el gusto se distorsiona, la
mirada se obnubila, la vida siempre es la vida y ahora se extingue como la luz
de un crepúsculo inadvertido; nunca antes había sentido toda la vida en mis
manos con tanta firmeza sobre mi pecho, no me duele la muerte, es la vida la que duele, siento que de pronto
algo se desprenderá de mi, o tal vez sea simplemente tan vulgar para la muerte
que solo
necesita que cierre los ojos y me duerma para hacer su trabajo y quitarme la luz.
¿Es esto mismo lo que habrá sentido aquel mozo
imperfecto, que soñaba tener el mismo pie que todos? Pobrecito, jamás pude
quitarme de mi memoria aquel grito desgarrado retumbando en el universo, cuando
le amputaron la pierna; le hicieron creer, le hicieron soñar la posibilidad de
lo perfecto y obtuvo un calvario. Sin embargo yo no voy a gritar, yo misma me
amputo la vida, la quito, la arrojo lejos de mí, no se debe de perder el tiempo
en que gangrene. Es raro… en este oleaje donde la marea arrastra a la deriva mi
cordura, no puedo dejar de pensar en mi padre, sentado junto a la chimenea, manipulando sus tenazas
favoritas, ¡Qué buenos tiempos eran aquellos!, cuando nada interesaba, el relincho de un caballo no anunciaba ningún
miedo, ninguna fatiga, ningún desencanto;
el sol del verano cortado por el chillido de las abejas en busca de su
polen, los matorrales pariendo gotas de rocío en nuestras rodillas, cuántas
cosas dejamos por nada, cuántas cosas perdemos por espejismos. Hay un punto final, hay una pared
que no se atraviesa y solo queda
darse la cabeza contra ella.
No hagas
preguntas. Ni ahora ni nunca. Serán en vano; nada puede ser explicado ni
entendido por alguien que no puede quitarse los
zapatos de hombre y peor aún si
ha compartido su apellido con la próxima difunta. Mi muerte debe ser así, tú
hiciste todo lo posible por complacer el pedido de mis caprichos aunque sabías
que nos dividía un océano invisible, y yo he hecho todo para que por segunda
vez, seas viudo. Ni siquiera ha crecido en mí el amor por mi hija, ni en estos
últimos instantes me sale nada para ella, no sé qué es o qué significa haber
tenido una hija. Olvídense todos. Así debo volar, como Juana De Arco, o la envenenada Inés
Sorel, o la amante Eloisa, mis cometas heroicas. Así mis alas han de
desplegarse para que las correntadas ocasionales se lleven mi nombre y mis cenizas, así debo morir como muere un
personaje de novela.
Él regreso la
carta al escritorio para arrojarse de rodillas al borde de la cama y suplicar
respuestas.
Excelente intertexto, que recrea un tipo literario, el "bovarismo"
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