miércoles, 10 de abril de 2013

Carta hallada en un escritorio- EZEQUIEL PRADO


No se culpe a nadie… Leyó la hoja que tenía frente a sus ojos para dirigir la mirada asustada hacia la cama. Como anestesiado, luego de unos segundos retomó la lectura imperiosa y desesperada tratando de controlar los dedos que no dejaban de temblarle.

No se culpe a nadie… ni siquiera a la ficción que fue la única que,  en esos acogimientos del alma me dio la posibilidad de vivir lo que esperaba de la vida. A quién se puede culpar sino a mí misma, a estas carnes, a estas dudas sempiternas con las que nacemos predestinados a resolver en un laberinto de nubes de incienso. Es esta y no otra la manera en que las flores se deshojan, prendidas de una rama que balbucea frente a un viento de enconados empujones. Nunca imaginé que estos últimos segundos fueran así, ya me había pasado, no es que fuera la primera vez que lo intentara o  que lo pensara; quien al fin lo hace, lo hace en un arrebato. Hay detrás una infinidad de cosas que no germinan aunque se las espere paciente y esperanzada,  pero  al fin no se las encuentra  porque no existen o porque una no ha existido para ellas. Esto no es una locura, es lo más racional que hago,  darme cuenta de que soy menos de lo que  imaginaba y que nunca seré mejor de lo que me he creído, advertir que me parezco a un lebrel viejo y cansado que solamente mueve los ojos en la oscuridad de su pasado.
No son los caminos, ni las deudas contraídas, ni los desengaños que se revelan en la vida; a veces los motivos en oídos ajenos parecen ser irrelevantes, pero en una, son de un enorme peso.  
Todo es tan distante para una mujer. Debo apresurarme a terminar esta carta, dentro de poco me paralizaré, mi cuerpo ira quedándose tieso, ya no será mío sino de los que abogarán para que regrese al mundo en el que me he perdido y que me ha sido infiel.
Siempre he pensado en estos últimos instantes de la vida, me los he figurado de tantas formas, han cambiado tanto entre sueños y realidades, entre esperas y viajes… A veces me veía en improvisadas pesadillas, muriendo de vieja y aburrida bajo  los perales en flor, rodeada de vulgares ofrendas;  otras, amada y acompañada en una casa exuberante mirando mis vestidos o mis cadenas de oro con  una sonrisa dilatada, y también tuve la osadía mustia de imaginarme  en la orilla de algún río mientras alguien me leía “Pablo y Virginia”. Nunca -o al menos en esos momentos de esplendor onírico- , se me atravesó la idea de  envenenarme con arsénico, de comerlo  de la palma de mi mano como un ciervo o como el que famélico come un mendrugo.  Los últimos instantes de una vida inconclusa, de una vida insatisfecha, de una vida malograda. Una no es del todo consciente  sobre qué es lo que se termina, pero quiere que se termine, que este cuerpo envuelto en llamas de una buena vez se congele y se disuelva a manos de gusanos que comerán lo que en la superficie fue presa ignorada de la felicidad.


Sé que llorarán por unos días, que las lágrimas derramadas serán efímeras, y es mejor que sea de esa manera para alguien que  ha producido  nada más que dolor y problemas; el tiempo hará  que de a poco sea una hostia más en el paladar de un pecador arrepentido. Siento que un escalofrío invade mi cuerpo y mis arterias. No me queda nada más para pensar en la vida, ¡qué cosa tan insignificante es la muerte! Ni siquiera en los últimos momentos, ni siquiera en su umbral  se me manifiesta atractiva como un vals o una novela. La garganta se me seca, pienso en el agua, la sed que tengo es intransferible, el gusto se distorsiona, la mirada se obnubila, la vida siempre es la vida y ahora se extingue como la luz de un crepúsculo inadvertido; nunca antes había sentido toda la vida en mis manos con tanta firmeza sobre mi pecho, no me duele la muerte,  es la vida la que duele, siento que de pronto algo se desprenderá de mi, o tal vez sea simplemente tan vulgar para la muerte que  solo  necesita que cierre los ojos y me duerma para hacer  su trabajo y quitarme la luz.
¿Es esto mismo lo que habrá sentido aquel mozo imperfecto, que soñaba tener el mismo pie que todos? Pobrecito, jamás pude quitarme de mi memoria aquel grito desgarrado retumbando en el universo, cuando le amputaron la pierna; le hicieron creer, le hicieron soñar la posibilidad de lo perfecto y obtuvo un calvario. Sin embargo yo no voy a gritar, yo misma me amputo la vida, la quito, la arrojo lejos de mí, no se debe de perder el tiempo en que gangrene. Es raro… en este oleaje donde la marea arrastra a la deriva mi cordura, no puedo dejar de pensar en mi padre, sentado  junto a la chimenea, manipulando sus tenazas favoritas, ¡Qué buenos tiempos eran aquellos!, cuando nada interesaba,  el relincho de un caballo no anunciaba ningún miedo, ninguna fatiga, ningún desencanto;  el sol del verano cortado por el chillido de las abejas en busca de su polen, los matorrales pariendo gotas de rocío en nuestras rodillas, cuántas cosas dejamos por nada, cuántas cosas perdemos por espejismos.  Hay un punto final, hay  una pared  que no se atraviesa y solo  queda darse la cabeza contra ella.
 No hagas preguntas. Ni ahora ni nunca. Serán en vano; nada puede ser explicado ni entendido por alguien que no puede quitarse los  zapatos de  hombre y peor aún si ha compartido su apellido con la próxima difunta. Mi muerte debe ser así, tú hiciste todo lo posible por complacer el pedido de mis caprichos aunque sabías que nos dividía un océano invisible, y yo he hecho todo para que por segunda vez, seas viudo. Ni siquiera ha crecido en mí el amor por mi hija, ni en estos últimos instantes me sale nada para ella, no sé qué es o qué significa haber tenido una hija. Olvídense todos. Así debo volar,  como Juana De Arco, o la envenenada Inés Sorel, o la amante Eloisa, mis cometas heroicas. Así mis alas han de desplegarse para que las correntadas ocasionales se lleven mi nombre  y mis cenizas, así debo morir como muere un personaje de novela.

  Él regreso la carta al escritorio para arrojarse de rodillas al borde de la cama y suplicar respuestas. 

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