Teoría de Dulcinea
En un lugar solitario cuyo nombre no viene al caso hubo un hombre que se
pasó la vida eludiendo a la mujer concreta. Prefirió el goce manual de la
lectura, y se congratulaba eficazmente cada vez que un caballero andante
embestía a fondo uno de esos vagos fantasmas femeninos, hechos de virtudes y
faldas superpuestas, que aguardan al héroe después de cuatrocientas páginas de
hazañas, embustes y despropósitos.
En el umbral de la vejez, una mujer de carne y hueso puso sitio al
anacoreta en su cueva. Con cualquier pretexto entraba al aposento y lo invadía
con un fuerte aroma de sudor y de lana, de joven mujer campesina recalentada
por el sol.
El caballero perdió la cabeza, pero lejos de atrapar a la que tenía
enfrente, se echó en pos a través de páginas y páginas, de un pomposo engendro
de fantasía. Caminó muchas leguas, alanceó corderos y molinos, desbarbó unas
cuantas encinas y dio tres o cuatro zapatetas en el aire.
Al volver de la búsqueda infructuosa, la muerte le aguardaba en la
puerta de su casa. Sólo tuvo tiempo para dictar un testamento cavernoso, desde
el fondo de su alma reseca. Pero un rostro polvoriento de pastora se lavó con
lágrimas verdaderas, y tuvo un destello inútil ante la tumba del caballero
demente.
Eva
Él la perseguía a través de la biblioteca entre mesas, sillas y
facistoles. Ella se escapaba hablando de los derechos de la mujer,
infinitamente violados. Cinco mil años absurdos los separaban. Durante cinco
mil años ella había sido inexorablemente vejada, postergada, reducida a la
esclavitud. Él trataba de justificarse por medio de una rápida y fragmentaria
alabanza personal, dicha con frases entrecortadas y trémulos ademanes.
En vano buscaba él los textos que podían dar apoyo a sus teorías. La
biblioteca, especializada en literatura española de los siglos XVI y XVII, era
un dilatado arsenal enemigo, que glosaba el concepto del honor y algunas
atrocidades por el estilo.
El joven citaba infatigablemente a J. J. Bachofen, el sabio que todas
las mujeres debían leer, porque les ha devuelto la grandeza de su papel en la
prehistoria. Si sus libros hubieran estado a mano, él habría puesto a la
muchacha ante el cuadro de aquella civilización oscura, regida por la mujer
cuando la tierra tenía en todas partes una recóndita humedad de entraña y el
hombre trataba de alzarse de ella en palafitos.
Pero a la muchacha todas estas cosas la dejaban fría. Aquel período
matriarcal, por desgracia no histórico y apenas comprobable, parecía aumentar
su resentimiento. Se escapaba siempre de anaquel en anaquel, subía a veces a
las escalerillas y abrumaba al joven bajo una lluvia de denuestos.
Afortunadamente, en la derrota, algo acudió en auxilio del joven. Se acordó de
pronto de Heinz Wölpe. Su voz adquirió citando a este autor un nuevo y poderoso
acento.
«En el principio sólo había un sexo, evidentemente femenino, que se
reproducía automáticamente. Un ser mediocre comenzó a surgir en forma
esporádica, llevando una vida precaria y estéril frente a la maternidad
formidable. Sin embargo, poco a poco fue apropiándose ciertos órganos
esenciales. Hubo un momento en que se hizo imprescindible. La mujer se dio
cuenta, demasiado tarde, de que le faltaba ya la mitad de sus elementos y tuvo
necesidad de buscarlos en el hombre, que fue hombre en virtud de esa separación
progresista y de ese regreso accidental a su punto de origen.»
La tesis de Wölpe sedujo a la muchacha. Miró al joven con ternura. «El
hombre es un hijo que se ha portado mal con su madre a través de toda la
historia», dijo casi con lágrimas en los ojos.
Lo perdonó a él, perdonando a todos los hombres. Su mirada perdió
resplandores, bajó los ojos como una madona. Su boca, endurecida antes por el
desprecio, se hizo blanda y dulce como un fruto. Él sentía brotar de sus manos
y de sus labios caricias mitológicas. Se acercó a Eva temblando y Eva no huyó.
Y allí en la biblioteca, en aquel escenario complicado y negativo, al
pie de los volúmenes de conceptuosa literatura, se inició el episodio
milenario, a semejanza de la vida en los palafitos.
Preciosos los dos relatos Ana María. Siempre me dejas un buen sabor con la literatura que compartes.
ResponderEliminarUn beso
Mar