En
la expansión de la arena, del mar, del cielo, camina el hombre solitario por la
orilla junto a su sombra semejante.
Hace unos cuantos años que mira de
izquierda a derecha un solitario horizonte. No sabe que hace ahí, aunque si lo
viéramos a simple vista subiendo y bajando los siete escalones de esa casa
parecida a un mirador, donde obedece a un régimen en el que debe
anotar rigurosamente el horario de la aurora y el ocaso, sin saber qué
fin tienen esas anotaciones o quién se las ha pedido y si servirán de algo pensaríamos
que lo que hace es el trabajo de muchos años de
estudio.
El hombre solitario contempla el graznido
de las gaviotas, mientras unas mariposas
revolotean al alcance de su vista,
escucha silbar al viento melodías monstruosas; sentado en la arena sin más
actividad que mirar un mar con leves
arrugas azules, que expide olas
pequeñas, espumosas, que rebotan y se van dándole paso a las almejas que emergen como topos para recibir la luz de la tarde; algo dentro de él
le dice que adentrarse a ese mar esta prohibido. Lo cumple.
El hombre solitario, no piensa en su soledad. Se acuesta, se despierta, camina,
come, anota y vuelve a dormirse. Cumple con lo que le ha sido mandado, no
siente asfixia o al menos no mucha, ni felicidad aunque a veces ríe, ni
tristeza aunque por momentos llora, ni bendición aunque a veces agradece, ni
desdicha aunque algunas noches se sienta
desgraciado. Después de anotar el ocaso se acuesta. Tampoco piensa si él es el primero, o el último, o cuántos habrán pasado por esa cama.
El hombre solitario, después de anotar la
salida de la aurora, espera, siempre ha esperado. Mientras camina por la orilla
acompañado de su sombra semejante, se ha quedado mirando la llegada de unas
tórtolas y unas inquietas golondrinas, que mirará por días y meses, y sentirá
una abrumadora sensación, no de miedo, sino una inquietante desesperación en
todo el cuerpo.
El hombre solitario, es testigo por primera
vez, quizás, de una aurora diferente,
desde el ventanal, inmóvil, empieza a percibir que ese rojizo horizonte
que lleva anotando toda su vida, tiene una mancha oscura, grisácea, hueca, como
una penumbra esférica parecida a un eclipse, sin ser exactamente un eclipse.
Ante tal acontecimiento decide bajar, y lo
hace a tientas por los siete escalones, momento en que descubre que han dejado
de ser visibles para él. Perturbado se arrastra hasta la orilla a la que ha
observado desde siempre y a la que ha
visto escupir reiteradas olas efímeras; ya no las ve, las toca, siente un
vértigo intransferible, ya no lo acompaña su sombra semejante, se pregunta que
si eso que él creyó algo distinto no es una regla más que debe obedecer. Se
arroja de bruces sobre la arena mojada,
sus manos son alcanzadas por las espumosas olas que lo lamen.
El hombre solitario, siente que como en el
principio, en el final, tampoco hay nada.
De: Al otro es al que le suceden las cosas
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