domingo, 15 de septiembre de 2013

EZEQUIEL PRADO/ EL HOMBRE SOLITARIO

    
 En la expansión de la arena, del mar, del cielo, camina el hombre solitario por la orilla junto a su sombra semejante.
      Hace unos cuantos años que mira de izquierda a derecha un solitario horizonte. No sabe que hace ahí, aunque si lo viéramos a simple vista subiendo y bajando los siete escalones de esa casa parecida a un mirador, donde obedece a un régimen en el  que debe  anotar rigurosamente el horario de la aurora y el ocaso, sin saber qué fin tienen esas anotaciones o quién se las ha pedido y si servirán de algo pensaríamos que lo que hace es el trabajo de muchos años de  estudio.
     El hombre solitario contempla el graznido de las gaviotas, mientras  unas mariposas revolotean  al alcance de su vista, escucha silbar al viento melodías monstruosas; sentado en la arena sin más actividad que mirar un mar con  leves arrugas azules, que expide  olas pequeñas, espumosas, que rebotan y se van dándole paso a las almejas que emergen  como topos para  recibir la luz de la tarde; algo dentro de él le dice que adentrarse a ese mar esta prohibido. Lo cumple.
  El hombre solitario, no piensa en su  soledad. Se acuesta, se despierta, camina, come, anota y vuelve a dormirse. Cumple con lo que le ha sido mandado, no siente asfixia o al menos no mucha, ni felicidad aunque a veces ríe, ni tristeza aunque por momentos llora, ni bendición aunque a veces agradece, ni desdicha aunque algunas  noches se sienta desgraciado. Después de anotar el ocaso se acuesta. Tampoco piensa si  él es el primero, o el último,  o cuántos habrán pasado por esa cama.
  El hombre solitario, después de anotar la salida de la aurora, espera, siempre ha esperado. Mientras camina por la orilla acompañado de su sombra semejante, se ha quedado mirando la llegada de unas tórtolas y unas inquietas golondrinas, que mirará por días y meses, y sentirá una abrumadora sensación, no de miedo, sino una inquietante desesperación en todo el cuerpo.
 El hombre solitario, es testigo por primera vez, quizás, de una aurora diferente,  desde el ventanal, inmóvil, empieza a percibir que ese rojizo horizonte que lleva anotando toda su vida, tiene una mancha oscura, grisácea, hueca, como una penumbra esférica parecida a un eclipse, sin ser exactamente un eclipse.
   Ante tal acontecimiento decide bajar, y lo hace a tientas por los siete escalones, momento en que descubre que han dejado de ser visibles para él. Perturbado se arrastra hasta la orilla a la que ha observado  desde siempre y a la que ha visto escupir reiteradas olas efímeras; ya no las ve, las toca, siente un vértigo intransferible, ya no lo acompaña su sombra semejante, se pregunta que si eso que él creyó algo distinto no es una regla más que debe obedecer. Se arroja de bruces sobre  la arena mojada, sus manos son alcanzadas por las espumosas olas que lo lamen.
   El hombre solitario, siente que como en el principio, en el final, tampoco hay nada.

De: Al otro es al que le suceden las cosas







  

                                       

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