Estaba
sentada con la mirada perdida en el vacío cuando sintió el irresistible impulso
de mirar sus manos. Recordaba que las había cruzado sobre su regazo cansada de
no hacer nada y de no tener nada que hacer
Regordetas
y cortas –incapaces de expresar emociones, como toda ella- cobraron en ese
instante vida propia. A pesar de que su cerebro no les había emitido ninguna
orden, se independizaron de su cuerpo. Descubrió deslumbrada que las manos se
estilizaban: los dedos adelgazaron y las uñas se alargaron.
Luego,
con gestos que imitaban a las aves que procuran su alimento, comenzaron a
buscar nerviosamente en la caja de hilos y agujas que estaba sobre la mesita,
junto al sillón en donde ella permanecía tiesa como un maniquí.
Como
una intrusa que ha entrado por la fuerza para ver un espectáculo al que no fue
invitada, miró atónita cómo las manos que ya no le pertenecían tomaban hilo,
aguja y un pequeño retazo de seda.
Se
le antojaron bailarinas que danzaban un mágico vals vienés. Acariciaron la
tela, enhebraron la aguja con el hilo que se transformó en filigrana de oro y
plata, y bordaron en un instante un pañuelo increíble.
La
mínima prenda quedó suspendida en el centro de la sala. Instantes después, con
movimientos etéreos fue a posarse sobre el brazo de un sillón.
Entonces
las manos buscaron otra cosa. Estaban frenéticas, pero no perdían la fineza ni
la gracia que las había poseído.
Ella,
pobre mujer de vida chata, abúlica y resignada, miraba sin comprender
Al fin
encontraron los objetos preciados y esgrimieron con triunfo la aguja de tejer
crochet y más hilo. La tarea les demandó solamente unos segundos. Fue tan abrumadora
para ella que se sintió mareada. Es que las manos parecían multiplicarse. Las
veía por todos los ángulos: movían aguja e hilo como saltimbanquis
enloquecidos.
Y
tuvo ante su vista un chal que jamás hubiese imaginado, solamente digno de una
reina. Hasta sospechó que estaba recamado de piedras preciosas, pues emitía
destellos de aguamarina, ámbar y esmeralda.
Al
igual que el pañuelo, el chal danzó unos instantes por la sala y luego fue a
depositarse sobre el respaldo de otro sillón. Despedía un brillo tan intenso
que sus ojos quedaron cegados por un momento.
Otra
vez poseídos, los dedos hurgaron por más material para seguir trabajando. La
mujer les dirigió una mirada temerosa. Revolvían con ímpetu; hubiese jurado que
con rencor.
Solamente
hallaron hilo macramé. Lo utilizaron para fabricar –siempre con una velocidad
inverosímil- pulseras, aros, collares. De ellos brotaron mariposas, libélulas,
rosas, azahares, todos labrados con complicados puntos.
Llego
el momento en que el costurero quedó vacío. Exaltadas, las manos se volvieron hacia
ella. Con mucha dificultad, puso su mente en acción. Repasó su vida de
pasividad y conformismo como una cámara que “barre” imágenes de una película. Y
se quedó quieta.
Ellas,
prestas garras de fieras al acecho, buscaron la presa desprevenida.
Los
vecinos la encontraron rodeada de maravillosas artesanías.
Sospecharon
que por el tamaño de las heridas en su cuello, el autor de esa muerte era un
animal salvaje.
Del libro de cuentos "La trama engañosa"
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