Mar afuera, la neblina formaba negros los barcos lejanos. Aún
así, el día era más claro que el precedente. Podía distinguirse las crestas de
la península de Izu. El mar de mayo se hallaba tranquilo. El sol era fuerte,
apenas había mechones de nubes y el mar estaba azul.
Contra la orilla rompían diminutas ondas. Pero antes de
quebrarse había algo de repelente en los colores de ave nocturna de las panzas
de las ondas, como si contuvieran todas las variedades desagradables de algas
marinas.
El batir del mar, jornada tras jornada, diaria repetición
del batir del mar de leche en la leyenda india. Tal vez algo en el mar
conjuraba toda la maldad que había en su naturaleza.
La turgencia del mar de mayo, agitando incansable e inquieto
sus reflejos, una miríada de diminutos clavos.
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