Una lluvia más, y no es la misma lluvia la que moja.
Caen, de a gotones, se golpean y se unen para huir por
el cordón de la calle.
Y nosotros
estamos ahí detrás de la ventana en silencio, mirando, pensando sabe dios en
qué cosa; mudos, como si lo que estuviéramos tocando no fueran los vidrios de
un ventanal y sí garrotes de una cárcel.
Sobre nosotros y entre nosotros, Bill Evans
parece instigarnos, adormecernos, sentenciarnos, en cada nota pura y densa, en donde
la melodía acompaña el bullicio de las
gotas, gotas afuera.
Llueve, y empaña el vidrio con el aliento de un
suspiro; quizás, debe estar deseando un arco iris nuevo y elegante, o tal vez
me confunda y no quiera uno nuevo, sino el viejo que ha visto en el pasado, o
supongo mal, y lo que quiere es volver
atrás, a la lluvia que una vez la ha mojado.
Llueve, y en el
aluvión de gotas perdidas que se pegan y se deslizan en el vidrio porque el
viento curva su camino, estamos nosotros, o están ellas o no hay nadie,
solamente los ruidos de una lluvia feroz, que remueven en ella y en mi, la
arena de una glorieta de cosas sepultadas en el fragor de una noche de verano.
¿Qué trae una lluvia? ¿Qué se lleva con ella? ¿Qué hay
en esa agua? ¿Qué se remueve cuando
mueve la arena? ¿Qué viene a decirnos?
Estáticos, bucólicos, extraviados a la espera
de que ese estado de demora, de
perplejidad, de nostalgia enmarañada, se vaya con el agua.
Afuera, reales
e impiadosas, las gotas dejan a la
intemperie una inesperada cantidad de piedras pálidas y oscuras; nos exponen a
algo que quizás, volvamos a ocultar.
Me pareció un texto muy poético que representa un doble tributo: hacia la música, con Bill Evans, y hacia la literatura, por el nostálgico recuerdo de "Aplastamiento de las gotas", de Julio Cortázar.
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