Conoció a un hombre muy poderoso. Tenía acceso a todas las
diversiones, los excesos. También a las penas más profundas, que dibujaba en el
corazón de quien se le acercara con tinta indeleble.
Años
compartidos inmersos en mundos distintos, se juntaron en la esquina de dos
coordenadas llenas de miel. En voz baja, en un susurro, salían las palabras
guardadas en el primer cajón de sus mentes. Arcón de recuerdos, paseos y
regalos ebrios.
Halcones
tecnológicos los llevaron a recorrer los cinco continentes. Gondoleros amables
les mostraron la dulzura de Aznavour cantando la tristeza de esas calles
acuosas si ella se iba.
Momias
egipcias los alertaron del peligro de invadir las tumbas de los faraones. El
espíritu de Nerón les llenó de fuego las miradas frente a un paisaje romano
totalmente distinto. Los monjes tibetanos liberaron sus mentes de fantasías
absurdas, incómodas al momento de vivir. Sintieron la tibieza del Nilo y vieron
la cabellera de Cleopatra reflejada en sus aguas.
Y una poderosa
energía les fue trasmitida por las masas cordilleranas del sur de Perú,
santuario religioso de los incas.
Ambos
tenían todo cuando estaban juntos. Ella nunca exigió nada. Le llovían las cosas
sin mojarla. Cuando quiso pedir, se encontró frente al Muro de los lamentos,
infranqueable. Se le antojó derrumbarlo con la uña pintada de rojo de su dedo
pulgar. Se corrió el esmalte. Se rompió la uña. Se fracturó el dedo. Los
intentos quedaron frustrados.
“Es tan lejos pedir y tan cerca saber que
no hay”.
Marité
Simón ©
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