viernes, 15 de febrero de 2013

RECORDANDO A SILVINA


Silvina Ocampo, escritora argentina de familia patricia, hermana de Victoria, esposa de Adolfo Bioy Casares y amiga de Jorge Luis Borges. Además de su lengua natal, fue instruida desde pequeña en lenguas extranjeras –inglés, francés e italiano-. Estudió pintura en Europa con maestros famosos, pero su pasión fue la literatura.
Escribió cuentos y novelas cortas en los que predomina la ironía y a veces la crueldad. Niños y mujeres son sus protagonistas preferidos; precursora de lo fantástico como elemento que convive con lo cotidiano, inquietante para el lector, no así para los personajes. También escribió poemas, en los que desarrolló toda su sensibilidad y su amor por la naturaleza; recordemos el extenso texto que conforma el libro “Invenciones del recuerdo”, en el que la autora, a través de sus recuerdos de infancia y adolescencia, abre la puerta de sus vivencias y el lector penetra en un pasado fascinante.
Silvina decía “no soy sociable, soy íntima”, ya que nunca aspiró a ser una persona pública. No le interesaba la notoriedad ni el reconocimiento,  la prueba es  la gran cantidad de obras inéditas que dejó al morir. Siguió escribiendo hasta los 85 años y siempre conservó un halo de juventud; simplemente encontraba felicidad a través de sus producciones.
“Autobiografía de Irene”, una de sus obras más reconocidas, fue el disparador que utilicé para componer  un texto que por momentos la parafrasea y por momentos intenta encontrar alguna explicación.

IRENE ESCRIBE SU VIDA
 Momento dichoso. Irene se anuncia su muerte. Con 25 años, la muerte imaginada en los espejos  le llega con el rostro de su infancia. Irene teme. Continuar con vida sería maldición. La muerte vestida de agua y fuego en los ancestros.
De su padre heredó la seriedad, la flexibilidad admirada de su pelo y la paciencia; de su madre la blancura de su tez, la afición a la lectura o a las labores y cierta timidez orgullosa y antipática.
Un perro lanudo llamado Jazmín, una virgen de diez centímetros de altura, el retrato al óleo de su abuelo materno y una enredadera con flores de campana de color anaranjado le quedaron como recuerdos de niñez. El perro nació imaginario en sus juegos y se concretó en la adivinación de un tío.
Ella le rezaba a la virgen y le ofrendaba flores y espejitos de colores y su madre temía que se volviese santa. Un paisaje sin árboles y poblado de  fantasmas se traslucía en las viejas paredes de la sala. Irene se asustaba y una vez despertó comprendiendo que había escapado de la muerte. Al otro día llegó a la casa una virgen de Luján.
Ella amaba el color naranja de los pétalos de la enredadera y su perfume tenue. Y la había concebido mientras, con amorosos ademanes, quitaba las flores inexistentes del semblante de su madre.
Juiciosa y callada, feliz hasta los 15 años, cuando murió su padre y se terminó la infancia. Irene había previsto el luto hacía tiempo y llorado por él. No pudo recordarlo más después del día de su partida; se ganó el rencor permanente de la madre.
Reconoció sus dotes sobrenaturales, se creyó culpable de la muerte de su padre, culpable y desdichada. Quería visiones agradables. Pero la imagen atroz del cuchillo y la sangre le llegaron con nitidez.  La brisa leve, la bruma y una canción que no podía cantar le anunciaban las tragedias. Perdió el don del recuerdo por adivinar el futuro.
Desde su balcón los niños con caras de hombres llegaban a su mirada consternada. Con los recuerdos de sus amigas, de sus hermanos, de su madre, formó  un rostro. Quiso ardientemente ser una santa; deseó que ese rostro formado fuera el de Jesús.
Conoció a Gabriel -nombre de arcángel, la fuerza de Dios-, su primer amor. Sólo se miente a la gente que se ama. Nunca me olvidaré de ti Gabriel y cuando dijo esas palabras ya lo había olvidado. A través de un vidrio, en la ventanilla de un tren, vio su último gesto -enamorado y triste- borrado por las imágenes de su vida futura. La muerte para recuperar la memoria de Gabriel, nombre de arcángel anunciador de la muerte.
Irene Andrade, modesta argentina que creía ser la única capaz de describir su muerte antes de su muerte. Sin sucesos importantes. Sin curiosidades. Sin recuerdos, la muerte será una llegada, no una despedida.
                                                          Ana María Serra.-


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