Silvina Ocampo,
escritora argentina de familia patricia, hermana de Victoria, esposa de Adolfo Bioy
Casares y amiga de Jorge Luis Borges. Además de su lengua natal, fue instruida
desde pequeña en lenguas extranjeras –inglés, francés e italiano-. Estudió
pintura en Europa con maestros famosos, pero su pasión fue la literatura.
Escribió cuentos y
novelas cortas en los que predomina la ironía y a veces la crueldad. Niños y
mujeres son sus protagonistas preferidos; precursora de lo fantástico como
elemento que convive con lo cotidiano, inquietante para el lector, no así para
los personajes. También escribió poemas, en los que desarrolló toda su
sensibilidad y su amor por la naturaleza; recordemos el extenso texto que
conforma el libro “Invenciones del recuerdo”, en el que la autora, a través de
sus recuerdos de infancia y adolescencia, abre la puerta de sus vivencias y el
lector penetra en un pasado fascinante.
Silvina decía “no soy
sociable, soy íntima”, ya que nunca aspiró a ser una persona pública. No le
interesaba la notoriedad ni el reconocimiento,
la prueba es la gran cantidad de
obras inéditas que dejó al morir. Siguió escribiendo hasta los 85 años y siempre
conservó un halo de juventud; simplemente encontraba felicidad a través de sus
producciones.
“Autobiografía de
Irene”, una de sus obras más reconocidas, fue el disparador que utilicé para
componer un texto que por momentos la
parafrasea y por momentos intenta encontrar alguna explicación.
IRENE ESCRIBE SU VIDA
Momento dichoso. Irene se anuncia su muerte.
Con 25 años, la muerte imaginada en los espejos
le llega con el rostro de su infancia. Irene teme. Continuar con vida
sería maldición. La muerte vestida de agua y fuego en los ancestros.
De su padre heredó la
seriedad, la flexibilidad admirada de su pelo y la paciencia; de su madre la
blancura de su tez, la afición a la lectura o a las labores y cierta timidez
orgullosa y antipática.
Un perro lanudo llamado
Jazmín, una virgen de diez centímetros de altura, el retrato al óleo de su
abuelo materno y una enredadera con flores de campana de color anaranjado le
quedaron como recuerdos de niñez. El perro nació imaginario en sus juegos y se
concretó en la adivinación de un tío.
Ella le rezaba a la
virgen y le ofrendaba flores y espejitos de colores y su madre temía que se
volviese santa. Un paisaje sin árboles y poblado de fantasmas se traslucía en las viejas paredes
de la sala. Irene se asustaba y una vez despertó comprendiendo que había escapado
de la muerte. Al otro día llegó a la casa una virgen de Luján.
Ella amaba el color
naranja de los pétalos de la enredadera y su perfume tenue. Y la había
concebido mientras, con amorosos ademanes, quitaba las flores inexistentes del
semblante de su madre.
Juiciosa y callada,
feliz hasta los 15 años, cuando murió su padre y se terminó la infancia. Irene
había previsto el luto hacía tiempo y llorado por él. No pudo recordarlo más
después del día de su partida; se ganó el rencor permanente de la madre.
Reconoció sus dotes
sobrenaturales, se creyó culpable de la muerte de su padre, culpable y
desdichada. Quería visiones agradables. Pero la imagen atroz del cuchillo y la
sangre le llegaron con nitidez. La brisa
leve, la bruma y una canción que no podía cantar le anunciaban las tragedias.
Perdió el don del recuerdo por adivinar el futuro.
Desde su balcón los
niños con caras de hombres llegaban a su mirada consternada. Con los recuerdos
de sus amigas, de sus hermanos, de su madre, formó un rostro. Quiso ardientemente ser una santa;
deseó que ese rostro formado fuera el de Jesús.
Conoció a Gabriel
-nombre de arcángel, la fuerza de Dios-, su primer amor. Sólo se miente a la
gente que se ama. Nunca me olvidaré de ti
Gabriel y cuando dijo esas palabras ya lo había olvidado. A través de un
vidrio, en la ventanilla de un tren, vio su último gesto -enamorado y triste-
borrado por las imágenes de su vida futura. La muerte para recuperar la memoria
de Gabriel, nombre de arcángel anunciador de la muerte.
Irene Andrade, modesta
argentina que creía ser la única capaz de describir su muerte antes de su
muerte. Sin sucesos importantes. Sin curiosidades. Sin recuerdos, la muerte
será una llegada, no una despedida.
Ana María Serra.-
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