sábado, 1 de junio de 2013

ANTONIO DI BENEDETTO- LA PREMATURA ESPERA (DE: CUENTOS INÉDITOS)


Soy dueño de mi tiempo y esto, que es mucho decir, de algo valdría si en verdad mis continuas esperas no fuesen las dueñas de mi tiempo.

Ayer esperé al cartero y si ello realmente me ha trabado en una operación compleja y absorbente, estoy satisfecho porque, si bien de un modo confuso, algo he esclarecido para poder definirme ante mí mismo.
Esperé al cartero desde muy temprano, con una ansiedad que mi pecho desplegaba a través de la camisa y que se hizo evidente para toda la familia. Necesito permitirme, eso sí, un mínimo de reserva, aun respecto de mis íntimos, acerca de mis esperanzas más secretas. No es egoísmo ni oscura cerrazón; es simplemente temor de verme defraudado por lo que aguardo y, en consecuencia, defraudar a los que de mí aguardan algo. Por eso, la delación de mi pecho hizo incómoda mi presencia en el hogar y tuve que sostener la espera en la puerta de calle; muy luego, por causa de los vecinos indiscretos, en la esquina; y después en el lugar del Correo por donde debía salir el cartero que hace la ruta de mi domicilio. Salió él por esa salida, con una puntualidad que me desconcertó, pues yo ignoraba a qué hora tiene que salir. Pero, no puedo saber si por impiedad o porque no me conoce, apenas tuvo para mí una mirada indiferente.
Tuve que seguirlo, calles y calles, en su trabajo distribuidor y minucioso, hasta que su bolsa de cuero quedó vacía y comprendimos que tiempo atrás habíamos pasado por mi casa y él nada me llevaba. Entonces lo acompañé como un buen vecino, procurando salvar mi dignidad en la actitud y en la conversación, aunque con el mayor esmero en todo cuanto oportunamente pudiera serme provechoso con él, de modo de asegurarme una carta en mis manos y para mí, enteramente para mí. Llegamos ante su casa e insistió en presentarme a la esposa, aunque contra mis deseos, a eso se limitó, sin convidarme la copa que mi boca precisaba, ni permitirme al acceso a sus habitaciones, que hubiera redundado, quiero creerlo, en un acercamiento mayor y a la larga incalculablemente ventajoso.

Al menos, me enteré de su dirección y por ello, muy pronto, el mismo día, pude realizar otro intento de amistad con un ramo de flores mandado a la señora. Pasé la noche calculando los resultados de mi arriesgada acción, sin descartar la posibilidad de que el carácter furtivo que ya había observado en el cartero, unido a algún temperamento sanguíneo y celoso, le hiciese recibir malamente mi envío. Lo que advertí en cálculos lo perdí en sueño, que en la mañana mi cuerpo quiso cobrarse, malogrando el plan de repetir mi espera de la víspera.

Fue el mismo cartero quien vino a mi puerta y exigió mi presencia en forma tal que mi hermana, con su timidez de siempre, lo tomó como una amenaza y no supo impedirla ni hacer que yo no leyese en su rostro la perspectiva por ella pensada. Como estaba preparado para todo, dejé el lecho inmediatamente, sin miedo, o disimulándolo perfectamente, y me presenté en piyama ante el cartero imperativo, impaciente e iracundo, pero, al parecer y por fortuna, no determinado por los celos.
De una manera categórica me reclamó que le dijera qué deseaba yo de él. Yo balbuceé: “Pues, espero…”, y entonces entendí qué pretendía. Le dije con toda franqueza y claridad, en confesión de un hombre a otro hombre: “Pues bien, deseo que usted me venda uno de sus cuadros, Mi espíritu precisa que yo lo posea, pero mi situación económica, múltiples problemas de la época que me impiden sacar de mis propiedades todas las utilidades que debiera, me ponen en el desagradable caso de pedirle una rebaja, la rebaja más grande que a usted le sea posible concederme. Y aún más le diré. De ningún modo es verdad que yo me proponga adquirir un cuadro suyo, aunque realmente ambiciono poseer uno y se lo compraré a cualquier precio, por disparatado que fuera. Si me he dirigido a usted como un probable comprador ha sido por mera vacilación, aunque el tono firme de mi voz impida creerlo. Vacilaba porque quizá falto a mi deber anticipándole lo que perentoriamente he de informarle si quiero cumplir rigurosamente el reglamento (aunque debí haberlo hecho por carta): hemos votado por usted y usted tendrá el Gran Premio y con el Gran Premio la consagración que, por otra parte, a usted no le hace falta, porque ya la disfruta. Ahora, ya lo sabe y puede hacer de mí lo que quiera, aunque confío en su discreción”.

Con cada una de mis frases, mi interlocutor había dado curso a una sonrisita, no por leve menos maliciosa, aunque bien podría ser que se tratara de la sonrisa de una persona que le advierte a quien le habla que sus problemas ya están resueltos o en vías de solucionarse. Sonreía y no intentaba interrumpir ni contestarme. Me escuchó cortésmente hasta que hube terminado. Entonces, ayudándose con el tono para que yo comprendiera mejor, me dijo: “Ni lo que me pide ni lo que me anuncia es posible todavía; pero no se inquiete ni se atormente. No debe afligirse en absoluto, porque el pintor, el artista, es usted y no yo”.

Comprendí y, tras estrecharle las manos con todo el corazón puesto en las mías, retorné a mis pinceles.

2 comentarios:

  1. Qué manera de dar a conocer lo que el protagonista esperaba. Una maravilla este Di Benedetto. Texto bellamente ilustrado

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