Dos hombres reunidos en
la bruma, dos siluetas recortadas sobre un fondo gris, violáceo. Encuentro sin
duda furtivo, sin testigos. Parecen de mediana edad, visten trajes que no
logran ocultar los vientres que avanzan debajo de los impermeables. Los dos
llevan paraguas negros, gigantescas corolas invertidas, amenazantes. El diálogo
se diluye en el murmullo del lago. La luz que emerge del horizonte los recorta
aún más sobre la orilla.
Tal vez el bote no
llegue a tiempo, pienso mientras avanzo hacia ellos. Una tenue luminosidad
llega hasta mis ojos. Mis pies se hunden en la greda húmeda. Como ellos, voy
cubierto por un paraguas y visto un impermeable, tímidas excusas ante la
aspereza del clima. Cuando llego, ambos se me acercan. Es esta persistente
niebla que lo cubre todo la que me hace dudar por un instante si no es mi
propia figura la que se ha desdoblado y forma un trío lúgubre.
Me estrechan la mano
mientras uno de ellos intenta disfrazar de sonrisa una mueca de complicidad. Al
fin llega el bote. Miro mi reloj, ha sido puntual. Tres hombres que suben a un bote y emprenden
el viaje; dos de ellos comentan que en pocas horas despejará la niebla y
llegará el sol, mientras el tercero piensa que es una lástima que eso suceda, pues
el sol descubre mejor los ánimos, pinta
el paisaje con colores brillantes. Y ese bosque se mostrará en todo su
esplendor, y la gente se sentirá bien, y él no podrá tener el marco adecuado
para la historia que habrán de vivir.
Aunque trato de
esconder el rostro de la mirada de mis compañeros de travesía, mis pensamientos
me arrancan una media sonrisa. El sentimiento dramático me ha ganado todas las
partidas. Vanos esfuerzos realizados por ser alguien indiferente, siempre
emerge el romántico, el fatalista.
Dos hombres conversan
animadamente, el tercero, se muestra taciturno. La serenidad del lago deja
escuchar los gritos de las gaviotas que se agolpan detrás del bote; ya comienza
a entreverse el bosque de coníferas en la orilla cercana.
El bote queda amarrado
en el pequeño muelle. Presido la triple fila de siluetas armadas de paraguas
negros y ataviada con impermeables. Miro hacia arriba y repaso una vez más la
subida empinada por la estrecha cuesta que lleva hasta la cabaña. A mis
espaldas, mientras subimos, siento la trabajosa respiración de los dos hombres.
Finalmente se presenta
ante ellos la cabaña de troncos, ubicada estratégicamente en un claro del
bosque. La cabaña que será el escenario montado para la escena final, parte de
la historia ya es conocida por ellos, que deberán ser los únicos espectadores
del desenlace.
Dos hombres que
oficiarán de “voyeurs” en el encuentro, tantas veces postergado, de esa pareja.
Ella se ha asomado a la puerta, y cuando los ve acercarse (cuando me ve a mí
encabezando la pequeña y agitada comitiva) sonríe con cierta provocación.
Dos hombres que tienen
instrucciones precisas; no deberán participar en ningún momento, cualquiera sea
el resultado de esa cita en la que se entremezclan, por partes iguales, el odio
y el amor. Ellos solamente deberán registrar paso a paso, minuciosamente, el
final de la historia.
Ana María Serra.-
Son los escribas, condenados a dar eterno testimonio...
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