Ayer esperé
al cartero y si ello realmente me ha trabado en una operación compleja y
absorbente, estoy satisfecho porque, si bien de un modo confuso, algo he
esclarecido para poder definirme ante mí mismo.
Esperé al
cartero desde muy temprano, con una ansiedad que mi pecho desplegaba a través
de la camisa y que se hizo evidente para toda la familia. Necesito permitirme,
eso sí, un mínimo de reserva, aun respecto de mis íntimos, acerca de mis
esperanzas más secretas. No es egoísmo ni oscura cerrazón; es simplemente temor
de verme defraudado por lo que aguardo y, en consecuencia, defraudar a los que
de mí aguardan algo. Por eso, la delación de mi pecho hizo incómoda mi
presencia en el hogar y tuve que sostener la espera en la puerta de calle; muy
luego, por causa de los vecinos indiscretos, en la esquina; y después en el
lugar del Correo por donde debía salir el cartero que hace la ruta de mi
domicilio. Salió él por esa salida, con una puntualidad que me desconcertó,
pues yo ignoraba a qué hora tiene que salir. Pero, no puedo saber si por
impiedad o porque no me conoce, apenas tuvo para mí una mirada indiferente.
Tuve que
seguirlo, calles y calles, en su trabajo distribuidor y minucioso, hasta que su
bolsa de cuero quedó vacía y comprendimos que tiempo atrás habíamos pasado por
mi casa y él nada me llevaba. Entonces lo acompañé como un buen vecino,
procurando salvar mi dignidad en la actitud y en la conversación, aunque con el
mayor esmero en todo cuanto oportunamente pudiera serme provechoso con él, de
modo de asegurarme una carta en mis manos y para mí, enteramente para mí.
Llegamos ante su casa e insistió en presentarme a la esposa, aunque contra mis
deseos, a eso se limitó, sin convidarme la copa que mi boca precisaba, ni
permitirme al acceso a sus habitaciones, que hubiera redundado, quiero creerlo,
en un acercamiento mayor y a la larga incalculablemente ventajoso.
Al menos, me
enteré de su dirección y por ello, muy pronto, el mismo día, pude realizar otro
intento de amistad con un ramo de flores mandado a la señora. Pasé la noche calculando
los resultados de mi arriesgada acción, sin descartar la posibilidad de que el
carácter furtivo que ya había observado en el cartero, unido a algún
temperamento sanguíneo y celoso, le hiciese recibir malamente mi envío. Lo que
advertí en cálculos lo perdí en sueño, que en la mañana mi cuerpo quiso
cobrarse, malogrando el plan de repetir mi espera de la víspera.
Fue el mismo
cartero quien vino a mi puerta y exigió mi presencia en forma tal que mi hermana,
con su timidez de siempre, lo tomó como una amenaza y no supo impedirla ni
hacer que yo no leyese en su rostro la perspectiva por ella pensada. Como
estaba preparado para todo, dejé el lecho inmediatamente, sin miedo, o
disimulándolo perfectamente, y me presenté en piyama ante el cartero
imperativo, impaciente e iracundo, pero, al parecer y por fortuna, no
determinado por los celos.
De una
manera categórica me reclamó que le dijera qué deseaba yo de él. Yo balbuceé: “Pues,
espero…”, y entonces entendí qué pretendía. Le dije con toda franqueza y
claridad, en confesión de un hombre a otro hombre: “Pues bien, deseo que usted
me venda uno de sus cuadros, Mi espíritu precisa que yo lo posea, pero mi
situación económica, múltiples problemas de la época que me impiden sacar de
mis propiedades todas las utilidades que debiera, me ponen en el desagradable
caso de pedirle una rebaja, la rebaja más grande que a usted le sea posible
concederme. Y aún más le diré. De ningún modo es verdad que yo me proponga
adquirir un cuadro suyo, aunque realmente ambiciono poseer uno y se lo compraré
a cualquier precio, por disparatado que fuera. Si me he dirigido a usted como
un probable comprador ha sido por mera vacilación, aunque el tono firme de mi
voz impida creerlo. Vacilaba porque quizá falto a mi deber anticipándole lo que
perentoriamente he de informarle si quiero cumplir rigurosamente el reglamento
(aunque debí haberlo hecho por carta): hemos votado por usted y usted tendrá el
Gran Premio y con el Gran Premio la consagración que, por otra parte, a usted
no le hace falta, porque ya la disfruta. Ahora, ya lo sabe y puede hacer de mí
lo que quiera, aunque confío en su discreción”.
Con cada una
de mis frases, mi interlocutor había dado curso a una sonrisita, no por leve
menos maliciosa, aunque bien podría ser que se tratara de la sonrisa de una
persona que le advierte a quien le habla que sus problemas ya están resueltos o
en vías de solucionarse. Sonreía y no intentaba interrumpir ni contestarme. Me
escuchó cortésmente hasta que hube terminado. Entonces, ayudándose con el tono
para que yo comprendiera mejor, me dijo: “Ni lo que me pide ni lo que me
anuncia es posible todavía; pero no se inquiete ni se atormente. No debe
afligirse en absoluto, porque el pintor, el artista, es usted y no yo”.
Comprendí y,
tras estrecharle las manos con todo el corazón puesto en las mías, retorné a
mis pinceles.
Qué manera de dar a conocer lo que el protagonista esperaba. Una maravilla este Di Benedetto. Texto bellamente ilustrado
ResponderEliminar¿Qué es lo que esperaba?
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