La verdad nunca puede decirse de modo
que sea comprendida sin ser creída.
Willian Blake
Saravia está sentado en una silla, chupando la
bombilla de un mate de madera revestido de cuero negro; ese mate que tiene en la mano
posee la misma cantidad de años que su matrimonio.
Elvira, que no
ha sido beneficiada con las bondades de la vida más que la de sus hijos, le
ceba el mate amargo todas las mañanas. Ahora
lo está mirando con cierta perplejidad,
como si viera algo ya distante.
¿Qué pasa mujer?- pregunta él sin dejar de chupar un mate que se
ha quedado sin agua.
Nada, qué, ¿no puedo mirarte?- responde ella
haciéndose la desentendida.
Mirá nomás, que por hoy no te cobro- le dice
entregándoselo.
Ella lo agarra, mueve la bombilla como si revolviera
un estofado y le vuelve a cargar agua.
Saravia y Elvira están sentados frente al ventanal que
da a la calle. Los unen cincuenta años
de casados, dos hijos y una nieta y un historial de vaivenes oscuros y claros
donde nada entre ellos ha faltado; hay en los dos una hermandad, una unión
irreversible determinada por los años y la soledad, y no por el amor y la
compañía.
Saravia ha sabido ganarse varios enemigos en el
trabajo, pero también ha construido un cierto desprecio por parte de sus hijos;
Saravia es sobrador y pendenciero y no hace nada gratis, ni siquiera por él mismo.
Cualquiera de los vecinos que los circunda o de los ex compañeros de trabajo,
serían testigos eficientes de que ese hombre no debería tener la compasión de nadie.
Con la
bombilla en la boca observa que el auto, un Spazio rojo, estaciona frente
al ventanal; él mira cómo su hija y su
nieta han venido a visitarlo. La pequeña, detrás de su madre, trae en sus manos
una caja y esto, que está ocurriendo más seguido que lo habitual, lo engrandece,
le soba el orgullo, pero también le produce incertidumbre.
Primero entra
la nieta, Carolina, que saluda a su abuela y después a su abuelo; demora la entrega del regalo a la espera de
que su madre salude en el mismo orden que ella. Elvira se levanta, agarra la
pava y el mate y dice
“voy a calentar”. Si hace un rato la calentaste, le
remarca Saravia que tiene entre sus brazos a su nieta.
Vos qué sabes, y Elvira se aleja en dirección a la cocina
con su hija. Carolina le entrega la caja.
¿Y esto? dice el viejo sorprendido.
Para vos abuelo, un regalo, le aclara su nieta que
tiene nueve años.
Pero si hoy no es mi cumpleaños, ¿o ya no se acuerdan
de la fecha en que los cumplo?, grita el viejo; es una de las formas que tiene de
irritar tanto a su mujer como a sus hijos. Su nieta lo mira, está a punto de
decir algo pero se arrepiente y levanta los hombros. Rompé el papel, que trae suerte.
Saravia se queda congelado unos segundos con la caja
en la mano mirando a su mujer y a su hija que hablan en voz baja en la cocina. ¿Qué
traman estas dos? se pregunta.
Abuelo, el papel rompé, insiste Carolina
El viejo vuelve a la caja, por esos anteojos cargados
de aumento mira a su nieta como un perro que espera que le arrojen el palo para
salir a traerlo.
Nada de romper el papel- dice Saravia- esas son
pavadas de mujeres- y lo dice de contrera nomás, porque lejos de él está el interés de
preservar el papel como recuerdo.
Hoy hace un mes
que no trabaja, un dolor en el abdomen lo dejó afuera, el médico no fue claro.
Tan solo le recomendó unos meses de parate que cumple a medias. ¿Quién va a pagar la olla, usted? le dijo
al profesional antes de irse. Lo que le extraña es que la mujer al verlo
laburar no lo rete, con lo hincha pelota que es la Elvira piensa, pero también
sospecha que entre el médico y su familia traman algo.
Se toma su
tiempo para desenvolver el regalo, y
solo lo hace para engranar a Carolina, que lo está mirando parada y ansiosa.
En el momento que retira el hilo azul, por
el ventanal se ve a Carlos que desciende
de un Reims con una caja de vino; Saravia lo observa extrañado.
Qué hacés, viejo, mirá lo que te traje; el hijo
muestra las botellas de vino y va hacia la cocina con su madre y su hermana.
No sabe si el equivocado es él o son los demás, que él
sepa es un día de semana común y corriente, qué es lo que se festeja entonces,
se pregunta Saravia que siente en las manos los tironeos de su nieta que le
señala el regalo. El hijo trae una botella de vino, la ubica en la mesa y le
sirve un vaso al viejo que todavía no entiende.
¿Qué festejamos?,
le grita, pese a que lo tiene cerca.
Como festejar… nada, le aclara Carlos dubitativo y
trémulo; deja la botella y vuelve a la
cocina.
¿Qué esperás abuelo?- le reclama su nieta parada
frente a la caja. Él retoma sin mucho
entusiasmo la tarea de desempaquetar la caja, y lo hace más para calmar la
ansiedad de su nieta que la propia. No le gusta que le oculten nada y menos le
gustan las sorpresas.
¿Qué cuchichean ahí, che?, grita desesperado por saber
de qué hablan. Elvira pone una olla con agua en el fuego, agarra la pava y
llega a la mesa.
¿Qué se traman… qué festejo están ocultando?-
¿Festejo? -dice Elvira y se sienta sin quitarle la
mirada de encima –festejo ninguno, es una familia, la familia puede reunirse
sin la excusa de un festejo.
Saravia gruñe y
la mira amenazante, ella le entrega el mate amargo a su hija que permanece de
pie mirando a su padre.
Carlos se prende
un cigarrillo y se encamina hacia el patio para que su hermana no lo putee; se
mete con el pucho en la boca en el galpón de Saravia repleto de porquerías; en una de
las paredes está colgado un taladro de mano antiguo,
en el torno se exhiben llaves de todo tipo y formas, en la pared las
herramientas van de menor a mayor; una
prensa sostiene una chapa, atrás, una bicicleta de carrera puesta en el mismo
lugar que estaba cuando él era chico. Rollos de alambres oxidados, caños
parados como estatuas, tuercas y latas de duraznos rebasando de tornillos. Para
Carlos han pasado los años, pero adentro del galpón pareciera que todo
permanece igual. Él, que nunca supo agarrar ni siquiera un tornillo y menos aún
cambiar una lamparita, intuye y no sabe por qué, que cuando nada quede de esto lo va a extrañar
tanto como si hubiera sido su oficio.
Abuelo, no abriste el regalo, dice la pequeña que está
sentada en el piso, casi resignada. Saravia retoma el pedido y vuelve a
despegar las cintas que rodean toda la caja. En eso aterriza Elvira, que pone
la mesa ayudada por su hija. Carlos vuelve de afuera; su padre lo mira entrar, éste
le devuelve la mirada y le palmea el hombro.
Pero qué les pasa a ustedes, ¿andan sentimentales?
pregunta luchando con la caja.
Saravia nunca
fue un hombre de expresar sentimientos, eso era cosa de maricas, caricias solo
a hasta los diez, después se hacen mameros, creía.
Cuando quiere acordar, los ñoquis llegan de las manos
de Elvira y en la bandeja de ocasiones especiales. La pone en el centro de la
mesa y Saravia los mira a cada uno de ellos y les dice: Si hoy…no es día de ñoquis…
Y a quién le importa, responde la mujer mientras
deposita el queso rallado. La hija la mira pidiéndole a su madre, al menos por
hoy, un poco de compasión.
Abrilo, abuelo, ruega la nena con su último aliento.
El viejo saca
el papel, se toma un tiempo para doblarlo, mientras en la mesa el vapor de los
ñoquis se va hacia arriba y los tres esperan para empezar a comer. Luego de
doblarlo en siete pliegues se levanta para dejar el papel sobre el mueble; ninguno
de ellos deja de mirarlo. Él lo advierte. Se sienta y vuelve a poner la caja
sobre las rodillas.
A ver qué ha traído m´hija, dice Saravia abriendo la
caja. Mete la mano y desde el fondo extrae una tortuga azul y blanca de madera.
La mira, la da vuelta, la observa detenidamente; minutos después, levanta la mirada hacia la pequeña y le dice qué
tortuga más extraña.
La hice en la escuela, para que te acompañe, le
explica la pequeña, mirando a su madre.
Cuentas deberían enseñarte en la escuela- reclama el
viejo con la intención de que ninguna lágrima lo haga quedar mal.
Pero ella parece no escucharlo y le sigue contando el
por qué de la tortuga, mientras el viejo la sigue mirando de ambos lados,
perdido en la artesanía de madera.
La maestra nos dijo que las tortugas significan para
cada país algo distinto: en algunos quiere decir lentitud, en otros diversión, buena suerte, y en otros vida. Y es por eso que te hice la tortuga abuelo,
porque la mía, significa vida.
Dale, a comer, dice Saravia
Detrás de él, la mujer y los hijos se miran, y en sus miradas coinciden en que no se merece compasión, pero ellos no pueden negársela.
Este cuento, con reminiscencias de Abelardo Castillo, revela una voz narrativa que está logrando la cumbre de su madurez-
ResponderEliminarLa verdad es que muchas palabras para mí son desconocidas, pero estos pequeños relatos me dejan siempre con el pensamiento ocupado. Desde fuera resulta un cuadro costumbrista, un relato corto donde se definen vidas comunes, pensamientos y formas de respuestas a la vida.
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