Sería un
buen año para los caquis. El otoño en las montañas era hermoso.
La ciudad
portuaria estaba en la punta meridional de la península. El chofer del ómnibus
bajó del primer piso de la terminal a la sala de espera, donde se sucedían
humildes puestos de venta de golosinas. Su uniforme amarillo tenía un cuello
púrpura. Ahí adelante estaba estacionado el gran ómnibus rojo con una bandera
púrpura.
La madre de
la niña se puso de pie, apretando el papel de una bolsa con caramelos, y se
dirigió al chofer que se arreglaba los cordones de los zapatos.
-¿Así que
hoy es su turno? Si es usted quien la lleva hasta allá, hay que agradecerlo,
seguramente va a tener suerte. Es una señal de que algo bueno va a suceder.
El chofer
miró a la muchacha que estaba al lado de la mujer y guardó silencio.
-No podemos
seguir aplazando esto para siempre... Además, el invierno está casi sobre
nosotros. Sería una pena enviarla con el frío. Si de todos modos debemos
hacerlo, me parece que es conveniente hacerlo con este tiempo todavía
agradable. Y he decidido acompañarla hasta allí.
El chofer
asintió sin decir palabra, caminó con el aplomo de un soldado hasta el ómnibus,
para acomodar el almohadón del asiento.
-Por favor,
tome asiento aquí adelante, señora. No hay tanto traqueteo. Tienen un largo
viaje por delante.
La mujer iba
a una aldea por donde pasaba el ferrocarril, y que quedaba a sesenta kilómetros
al norte, para vender a su hija.
Sacudida a
lo largo del camino de montaña, la jovencita clavaba los ojos en la espalda del
chofer que estaba justo delante de ella. El amarillo del uniforme colmaba su
visión como si fuera un mundo en sí mismo. Las montañas que iban apareciendo se
partían y pasaban de un hombro a otro del hombre. El ómnibus atravesó dos pasos
muy elevados...
Se cruzó con
un carro tirado por caballos, y éste se hizo a un costado.
-Gracias.
La voz del
chofer era clara cuando saludaba con una agradable inclinación de cabeza, como
un pájaro carpintero.
El ómnibus
se encontró con una carreta llena de trastos que también se corrió con sus
caballos y le cedió el paso.
-Gracias.
Un carretón.
-Gracias.
Un rickshaw.
-Gracias.
Un caballo.
-Gracias.
Si bien el
chofer ya se había cruzado con treinta vehículos en diez minutos, nunca dejaba
de ser cortés. Y aunque tuviera que manejar durante cientos de kilómetros,
nunca descuidaba su conducta y era como un cedro bien erguido, simple y
natural.
Habían
partido a eso de las tres. El chofer había tenido que encender las luces a
mitad de camino. Pero cada vez que se encontraba con un caballo, las apagaba.
-Gracias.
-Gracias.
-Gracias.
Durante todo
el trayecto, fue el chofer con mejor reputación entre los conductores de
carretas, carretones y los jinetes.
Cuando el ómnibus llegó a la plaza de la aldea en medio de la oscuridad, la
muchachita empezó a temblar y se sintió mareada, como si le flotaran las
piernas. Se aferró a su madre.
-Un momento
-le dijo ésta a su hija y corrió tras el chofer para implorarle-. Mi hija dice
que lo quiere. Se lo pido, se lo ruego con mis dos manos en oración. Mañana
ella será juguete de un hombre cualquiera, por eso... Si hasta una muchacha de
buena posición de la ciudad... con sólo viajar unos kilómetros con usted...
A la mañana siguiente, al amanecer, el chofer dejó la modesta pensión y cruzó
la plaza con apostura de soldado. La madre y la hija corrieron tras él. El
ómnibus rojo, con su bandera púrpura, salió del garaje y quedó a la espera del
primer tren.
La jovencita
subió primero y acarició el asiento de cuero negro del chofer mientras se
mordía los labios. La madre se defendía del frío cerrando el cuello de su
kimono.
-Y ahora
debo llevarla de nuevo a casa. Esta mañana ella lloró, usted me increpó...
Compadecerme de ella ha sido un error. Voy a llevarla a casa, ¿bien? Pero sólo
hasta la primavera. Sería una pena enviarla ahora que va a iniciarse la
temporada de frío. Puedo arreglarme. Pero cuando el tiempo mejore, ya no podré
tenerla en casa.
El primer tren le lanzó tres pasajeros al ómnibus.
El chofer
acomodó su almohadón. Los ojos de la muchachita se fijaron en la cálida espalda
que tenían ante sí. La brisa matinal del otoño se deslizaba sobre esos hombros.
El ómnibus
quedó enfrentado a un carro tirado por caballos. Y éste se hizo a un lado.
-Gracias.
Un carretón.
-Gracias.
Un caballo.
-Gracias.
-Gracias.
-Gracias.
-Gracias.
El chofer
regresaba, lleno de gratitud, cruzando los sesenta kilómetros de montañas y
campos hasta la ciudad portuaria en el extremo meridional de la península.
Era un buen
año para los caquis. El otoño en la montaña era bello.
¡¡¡QUÉ RELATO!!!. ME GUSTÓ. Y LAS IMÁGENES, FANTÁSTICAS
ResponderEliminarAna María es estremecedor…duro, pero la recreación amable de la situación asombra. Ver el lado amable, la gratitud en de todo, es ver lo que hay, no lo que no hay.
ResponderEliminarUn abrazo
Mar