sábado, 26 de octubre de 2013

LUISA PELUFFO/ "DE AZÚCAR"

Tal vez todo había ocurrido por aquello que le decía su madre; que 

había nacido con el mal adentro. Por eso el pie torcido y el zapato 

ortopédico. Pero la Señora no creía en esas cosas y por lo tanto no 

tenía clara conciencia de lo que significaba lidiar con algo que es 

como uno de esos yuyos que no salen de cuajo y la adoptó igual.

-Vas a ayudar en la confitería –le dijo- y te voy a sacar derecha, 

Berena, como que me llamo Clarisa.

Y los días comenzaron a ser demasiado iguales; hasta esos 

domingos en que iban de visita a lo de las tías y había que tomar el 

tren que salía a las doce en punto de Retiro porque el chofer de la 

Señora tenía franco.
Un mediodía se retrasaron. La Señora, toda de gris como un ratón, 

trotó agitada por el andén. Berena, arrastrando el pesado zapato, 

apenas podía seguirla. Apurándola con vocecita chillona, su 

bienhechora alcanzó a trepar al último vagón.

Malignamente, Berena la vio alejarse diminuta con el tren. Después 

nunca más quiso acompañarla, y la Señora no insistió.

Pero un domingo regresó antes de la hora prevista y la sorprendió 

acostada con Pedro, su chofer, en el garaje.

Los vecinos murmuran que es una desalmada por engañar así a 

quien le dio todo, y además ese pobre muchacho que tendrá que 

abandonar los estudios y hasta una novia que tiene.

Por eso hoy es la ceremonia, blanca y radiante como la canción 

el vestido de tul que Berena se deja abrochar mientras trata 

de ahuyentar ese olor a verano envejecido de las colchonetas del 

garaje.
Desde la torta de bodas una muñequita la observa. Tiene el pie 

estropeado porque se cayó de la vitrina de la confitería y estuvo 

meses arrumbada detrás de un frasco de confites.

Hasta que la Señora la descubrió y decretó que adornaría la torta 

de bodas de Berena.

-Hay que buscarle un novio, rápido, -dijo- antes de que el colorante 


se vuelva amarillo. –Y así, al azar, le adjudicaron un pálido 


compañero.


Berena la mira y una sensación de encierro y asfixia la impulsa 

rengueando lentamente hacia aquel escenario de merengue circular 

y blanco como un cadalso festivo. Y sin importarle la furia 

impotente de la Señora esperándola en la iglesia, hunde su mano 

entre columnas y guirnaldas y aferra primero a su pegajosa doble 

de azúcar hasta desintegrarla. Después, sólo después, se arranca el 

tocado de tul y hace trizas el vestido blanco antes de 

avanzar sonriente y desnuda hacia el altar.

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