Tal vez todo
había ocurrido por aquello que le decía su madre; que
había nacido con el mal
adentro. Por eso el pie torcido y el zapato
ortopédico. Pero la Señora no creía
en esas cosas y por lo tanto no
tenía clara conciencia de lo que significaba lidiar
con algo que es
como uno de esos yuyos que no salen de cuajo y la adoptó igual.
-Vas a
ayudar en la confitería –le dijo- y te voy a sacar derecha,
Berena, como que me
llamo Clarisa.
Y los días
comenzaron a ser demasiado iguales; hasta esos
domingos en que iban de visita a
lo de las tías y había que tomar el
tren que salía a las doce en punto de
Retiro porque el chofer de la
Señora tenía franco.
Un mediodía
se retrasaron. La Señora, toda de gris como un ratón,
trotó agitada por el
andén. Berena, arrastrando el pesado zapato,
apenas podía seguirla. Apurándola
con vocecita chillona, su
bienhechora alcanzó a trepar al último vagón.
Malignamente,
Berena la vio alejarse diminuta con el tren. Después
nunca más quiso
acompañarla, y la Señora no insistió.
Pero un
domingo regresó antes de la hora prevista y la sorprendió
acostada con Pedro,
su chofer, en el garaje.
Los vecinos
murmuran que es una desalmada por engañar así a
quien le dio todo, y además ese
pobre muchacho que tendrá que
abandonar los estudios y hasta una novia que
tiene.
Por eso hoy
es la ceremonia, blanca y radiante como la canción
el vestido de tul que
Berena se deja abrochar mientras trata
de ahuyentar ese olor a verano
envejecido de las colchonetas del
garaje.
Desde la
torta de bodas una muñequita la observa. Tiene el pie
estropeado porque se cayó
de la vitrina de la confitería y estuvo
meses arrumbada detrás de un frasco de
confites.
Hasta que la
Señora la descubrió y decretó que adornaría la torta
de bodas de Berena.
-Hay que
buscarle un novio, rápido, -dijo- antes de que el colorante
se vuelva amarillo.
–Y así, al azar, le adjudicaron un pálido
compañero.
Berena la
mira y una sensación de encierro y asfixia la impulsa
rengueando lentamente
hacia aquel escenario de merengue circular
y blanco como un cadalso festivo. Y
sin importarle la furia
impotente de la Señora esperándola en la iglesia, hunde
su mano
entre columnas y guirnaldas y aferra primero a su pegajosa doble
de azúcar hasta desintegrarla. Después, sólo después, se arranca el
tocado de tul
y hace trizas el vestido blanco antes de
avanzar sonriente y desnuda hacia el
altar.
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