Cuando
lo vi supe que había entrado en el lugar equivocado. No era por su vestimenta,
que lucía bastante moderna y prolija; era por su aspecto en general, o tal vez
por algún detalle, como sus ojos profundos y brillantes, casi inexpresivos pero
a la vez como acechando o resguardándose de alguien y de algo. O quizá su pelo,
increíblemente sedoso, demasiado cobrizo, casi colorado.
Lo
cierto es que ni bien apareció en la puerta de entrada, pese a que se movía con
elástico silencio –percibí que le molestaba ser notado- todos volvieron sus
cabezas para mirarlo, a pesar de que la obra ya había comenzado y prometía una
buena intriga.
Debido
a que con mi amiga también éramos recién llegados, nos habíamos sentado en la
última fila. El teatro estaba repleto; solamente quedaban esos tres lugares.
Creo que fue un error no programar la venta de entradas numeradas, pero tal
omisión hizo posible esta historia que me tocó vivir tan de cerca.
Él
se sentó junto a Paula, y ella me miró por el rabillo del ojo, alarmada. Traté
de calmarla y palmeé su mano casi de manera imperceptible, pues no quería que
él se diese cuenta, pero advertí que nos estaba observando y por un instante mi
mirada chocó con sus ojos: tenían un increíble tono amarillo. Desvié enseguida
los míos y traté de concentrarme en la obra. Me fue imposible. Sentía su esfuerzo
para que su respiración –que era vigorosa- no se escuchara.
Me
resulta difícil describirla, no era un jadeo ni un resoplido ni nada incómodo o
desagradable, era rítmica, envolvente. Estoy seguro de que por lo menos a todas
las personas que estábamos a una distancia de entre tres y cuatro filas
cercanas a su butaca nos pasaba lo mismo, aunque seguíamos simulando ver la
obra, en un juego en el que los actores éramos los espectadores y él era el
verdadero protagonista.
Mientras
tanto, los pobres actores verdaderos se esmeraban en seguir representando el
drama escrito para ellos. La sala colmada se volvió un vacío de indiferencia;
el auténtico espectáculo era la simulación generalizada.
Pocos
minutos antes del intervalo, mientras los personajes del escenario vivían un
conflicto que provocaba la huida del amante luego de un asesinato, Paula se
aferró a mi brazo. Estaba tan nerviosa que sus uñas traspasaron mi ropa. Quise
murmurarle que no se pusiese histérica ya que estaba finalizando el primer acto
y entonces podríamos irnos, cuando se levantó frenética. Trató de llevarme a su
rastra y luego salió corriendo.
Siempre
me jacto de ser equilibrado y sobre todo, de haber tenido una buena educación.
Por ello me desprendí de su impulso y me quedé sentado, tratando de no llamar
la atención. Pero la atracción fue más fuerte. En realidad, fue una reacción
general, inclusive de los actores, que comenzaron a equivocar sus parlamentos y
a lanzar miradas hacia la butaca en donde se hallaba el desconocido.
Entonces,
cuando ya no pudo evitar que su nariz mutara en un fino hocico y que el traje
de calle dejara libre la magnífica cola que asomaba tras el pantalón, el zorro,
utilizando sus veloces patas, abandonó el teatro.
De: La trama engañosa
Como siempre todo un gusto leerte Ana María…la vida sin más puedo descubrir como siempre entre tus letras, todas esos sentimientos que contiene la palabras en silencio del gran espectáculo que significa vivir entre seres que llamamos personas.
ResponderEliminarYo continuamente estoy llena de miedos, de dudas, inseguridades, pero tengo un enorme espíritu de búsqueda, razones en el corazón, amor y una verdad como estandarte y en tus letras siempre encuentro el aroma de la vida.
Un abrazo y mi gratitud
Mar
¡Muchas gracias, Mar! (Ya te respondí por correo)
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