domingo, 12 de julio de 2015

ANAMARÍA SERRA/ "FLOR DE INVERNADERO"

Me contaron que compartió el nacimiento con una hermana gemela que solamente sobrevivió unas pocas horas. Por eso fue hija única; mimada y protegida como capullo de orquídea en un invernáculo durante toda su vida, o por lo menos, hasta que sus padres emitieron el último aliento.
Cuando conoció a Efraín, toda la familia lo aceptó inmediatamente. Y él se unió a esa red de cuidados amorosos, siempre al pie del cañón en los mínimos detalles. Alguna prima criticona se reía porque en ese matrimonio Efraín cumplía los dos roles; además del trabajo de oficina, limpiaba la casa, cocinaba y hasta lavaba la ropa interior de su adorada mujercita.
Mi capullito, le decía, y ella dejaba que él la adorara con sumisión, como una reina que acepta el besamanos de su lacayo.
Pero en toda historia siempre hay un pero… Uno de tantos días en que Capullito había salido para hacer el clásico recorrido de peluquería-masajista-manicura-shopping con compra de ropa, zapatos y cartera de marca exclusiva, le pareció ver a través de la vidriera de un café a Efraín, quien conversaba animadamente con una señora. Al instante descartó esa impresión, ya que él debería estar haciendo un corretaje extra que cumplía luego de la oficina, para solventar la holgada vida que llevaban.
Sin embargo, cuando su marido volvió muy entrada la noche, rozando apenas el piso con sus pies descalzos para no despertarla, supo  que algo pasaba; su intuición le reveló que esta vez no venía de una jornada de balance bancario. El arqueo del capital de esa relación desigual finalmente se le había revelado al tierno Efraín.
Comprendió que su eterno adorador se había esfumado, vio en su lugar un hombre agobiado y temeroso. Efraín se había cansado de quererla, Capullo se había abierto hacía rato en una flor carnívora que devoraba la energía de sus seres queridos. Qué te pasa, le preguntó sin ni siquiera abrir los ojos.

La respuesta de él no llegó con excusas. Vio sin inmutarse que con parsimonia y prolijidad metía sus ropas –muy pocas- en una valija, le daba un beso en la frente y le prometía que le enviaría todos los meses lo suficiente para una vida cómoda, aunque igualmente le aconsejaba que se buscara un trabajo, quizá como entretenimiento, quizá para aprender a vivir.


 

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