Para no agregar más leña al fuego de
mis peores pensamientos, decidí esconder el pesimismo debajo del asiento y
acomodarme en su parte superior de la mejor manera, lo que era posible porque
se trataba de un lugar confortable, mullido, con un aceptable respaldo
reclinable, una piecera con buena caída, una manta para las piernas y un
pequeño almohadón para la cabeza o el cuello.
Opté por ubicarlo a la altura de los
omóplatos para acentuar la sensación de relax. La ventanilla comenzaba a
hacerse presente ante mis ojos para mostrarme la siempre apasionante y
misteriosa declinación del sol, tan llena de colores, de luces y de sombras,
tan dibujada de curiosas formas, todas remisibles a las conocidas.
Me acordé de lo que siempre me
acuerdo al ver estos atardeceres: que el cielo sin nubes es opresivo y que con
ellas se recorta, se viste, se limita y tranquiliza. El fenómeno dura hasta que
la voraz oscuridad con su bocaza no acepta vestigios de belleza.
Algunos pasajeros ya dejaban oír su
respiración más queda y ruidosa, como niños que acunados por la monotonía de
los motores, se entregan sin retaceos al sueño. Yo, en cambio, no. Nunca duermo
mientras viajo. Los sonidos nuevos y desconocidos me desvelan. Es así como fui
una de las pocas, sino la única, en advertir que sin ningún preaviso el micro
se desviaba de la autopista para tomar un camino secundario. Al principio no se
notaban cambios en la estructura del pavimento, pero a medida que avanzaba, no
sólo se completaba la oscuridad de la noche, sino que también aumentaba la
rispidez del camino.
Y la aceleración de la velocidad del
ómnibus. Eso también pasaba. Asustada, busqué complicidad en la mirada de otros
pasajeros, pero sus ojos seguían cerrados; estaban como anestesiados. Tenía
miedo de que nos desbarrancásemos, de volar por los precipicios, y me dije, para
mortificarme, que las dificultades del principio bien pudieron haber sido un
indicio de la tragedia que no supe leer.
Movido por un viento huracanado que
salía de la nada, todo comenzó a desprenderse de su lugar; pelucas, hojas de
diarios, una muñeca, un caniche toy –pobrecito- mientras el mismo rugir del
viento dibujaba palabras obscenas que se pegaban en los vidrios empañados y se
fijaban a ellos un instante para salir impelidas por el mismo ventarrón hacia
otro lado. El sobretecho abría y cerraba su compuerta arrojando retazos de
neblina.
Pero no sería yo y no me reconocería
a mí misma si me hubiera quedado sentada esperando lo peor. Como pude, me
liberé del cinturón de seguridad, de la manta, de la almohadilla, de mis arreos
de viajera meticulosa –botellita de agua, anteojos, radio, libro, bolso de
mano- y bajé hasta la cabina de los conductores dándome en el trayecto muchos
golpes de baranda en baranda, con vanos intentos de sujeción a los pasamanos.
El recorrido que al subir en la gran terminal me había parecido de pocos
peldaños, ahora, en la oscuridad de la noche y con las ruedas del bólido
rebotando en un camino desparejo, de cornisa, con piedras aquí y allá, me
resultaba interminable. No lograba llegar a la puerta y cuando lo hice, al
borde del desmayo, advertí aterrorizada que estaba cerrada herméticamente. Mis golpes no se oían,
producto del desbarajuste que producía un camino tan desparejo fuera de la ruta
marcada y ese viento huracanado que no dejaba de soplar.
Alguien que bajó hasta el sanitario
me encontró allí, enroscada a la entrada de la puerta de la cabina de los
choferes, desde donde se ve el camino a través de un ventanal y desde donde también pude comprobar que el
ómnibus se dirigía silencioso por la autopista bien iluminada, hacia el destino
previsto.
Traté de no mostrar sorpresa, inventé
que era sonámbula, que llevaba mucho tiempo ya sin tener estos episodios, que
seguramente los nervios de la salida, que me sentía bien, muchas gracias no se
preocupe, ya pasó.
Volví lentamente a mi asiento en la
parte superior. Encontré mis cosas en completo desorden. Me acomodé y las
acomodé -todo al mismo tiempo- y me concentré en conectar mis auriculares a la
radio, a mis oídos y a la música, para no buscar ninguna otra explicación
hasta que saliera el sol.
Mercedes
25-05-2015
25-05-2015
Qué buen viaje literario!!
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