martes, 2 de junio de 2015

MERCEDES CENTURIÓN/ "UN VIAJE SOÑADO"

 Tras una larga espera, el micro se decidió a partir, desde su origen en pleno corazón de la gran ciudad hasta un pueblito de montaña mil y pico de kilómetros después. Habíamos tenido tantas dificultades y retrasos que me dio la impresión de estar asistiendo a un último viaje.
Para no agregar más leña al fuego de mis peores pensamientos, decidí esconder el pesimismo debajo del asiento y acomodarme en su parte superior de la mejor manera, lo que era posible porque se trataba de un lugar confortable, mullido, con un aceptable respaldo reclinable, una piecera con buena caída, una manta para las piernas y un pequeño almohadón para la cabeza o el cuello.
Opté por ubicarlo a la altura de los omóplatos para acentuar la sensación de relax. La ventanilla comenzaba a hacerse presente ante mis ojos para mostrarme la siempre apasionante y misteriosa declinación del sol, tan llena de colores, de luces y de sombras, tan dibujada de curiosas formas, todas remisibles a las conocidas.
Me acordé de lo que siempre me acuerdo al ver estos atardeceres: que el cielo sin nubes es opresivo y que con ellas se recorta, se viste, se limita y tranquiliza. El fenómeno dura hasta que la voraz oscuridad con su bocaza no acepta vestigios de belleza.
Algunos pasajeros ya dejaban oír su respiración más queda y ruidosa, como niños que acunados por la monotonía de los motores, se entregan sin retaceos al sueño. Yo, en cambio, no. Nunca duermo mientras viajo. Los sonidos nuevos y desconocidos me desvelan. Es así como fui una de las pocas, sino la única, en advertir que sin ningún preaviso el micro se desviaba de la autopista para tomar un camino secundario. Al principio no se notaban cambios en la estructura del pavimento, pero a medida que avanzaba, no sólo se completaba la oscuridad de la noche, sino que también aumentaba la rispidez del camino.
Y la aceleración de la velocidad del ómnibus. Eso también pasaba. Asustada, busqué complicidad en la mirada de otros pasajeros, pero sus ojos seguían cerrados; estaban como anestesiados. Tenía miedo de que nos desbarrancásemos, de volar por los precipicios, y me dije, para mortificarme, que las dificultades del principio bien pudieron haber sido un indicio de la tragedia que no supe leer.
Movido por un viento huracanado que salía de la nada, todo comenzó a desprenderse de su lugar; pelucas, hojas de diarios, una muñeca, un caniche toy –pobrecito- mientras el mismo rugir del viento dibujaba palabras obscenas que se pegaban en los vidrios empañados y se fijaban a ellos un instante para salir impelidas por el mismo ventarrón hacia otro lado. El sobretecho abría y cerraba su compuerta arrojando retazos de neblina.
Pero no sería yo y no me reconocería a mí misma si me hubiera quedado sentada esperando lo peor. Como pude, me liberé del cinturón de seguridad, de la manta, de la almohadilla, de mis arreos de viajera meticulosa –botellita de agua, anteojos, radio, libro, bolso de mano- y bajé hasta la cabina de los conductores dándome en el trayecto muchos golpes de baranda en baranda, con vanos intentos de sujeción a los pasamanos. El recorrido que al subir en la gran terminal me había parecido de pocos peldaños, ahora, en la oscuridad de la noche y con las ruedas del bólido rebotando en un camino desparejo, de cornisa, con piedras aquí y allá, me resultaba interminable. No lograba llegar a la puerta y cuando lo hice, al borde del desmayo, advertí aterrorizada que estaba cerrada  herméticamente. Mis golpes no se oían, producto del desbarajuste que producía un camino tan desparejo fuera de la ruta marcada y ese viento huracanado que no dejaba de soplar.

Alguien que bajó hasta el sanitario me encontró allí, enroscada a la entrada de la puerta de la cabina de los choferes, desde donde se ve el camino a través de un ventanal  y desde donde también pude comprobar que el ómnibus se dirigía silencioso por la autopista bien iluminada, hacia el destino previsto.
Traté de no mostrar sorpresa, inventé que era sonámbula, que llevaba mucho tiempo ya sin tener estos episodios, que seguramente los nervios de la salida, que me sentía bien, muchas gracias no se preocupe, ya pasó.
Volví lentamente a mi asiento en la parte superior. Encontré mis cosas en completo desorden. Me acomodé y las acomodé -todo al mismo tiempo- y me concentré en conectar mis auriculares a la radio, a mis oídos y a la música, para no buscar ninguna otra explicación hasta que saliera el sol.
 
Mercedes
25-05-2015


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