Quizás pensó que
como era nueva tenía el deber de hacerme sentir bien en el hotel, explicaría más tarde la mucama -un poco atormentada- al mismo tiempo que insistía que nunca se hubiera imaginado que ese
hombre era uno de ésos…
Esa tarde, antes subir a su habitación, Eugenio dio
vueltas por la recepción del hotel, tomó un whisky en el bar y se quedó un
largo rato con el bloc sobre la barra.
Remota entró para entregar unas llaves; él la llamó
y le preguntó si tenía madre, hijos,
marido; un poco intimidada por las preguntas la mucama respondía apenas con un sí y un no. Cuando le dijo que debía
seguir limpiando los cuartos, él le preguntó cuál le tocaba; ella respondió el 14. Emocionado y casi gritando
Eugenio comprobó que era su habitación y se dirigió hacia allá. Caminando
detrás, ella lo miraba un poco temerosa y desconfiada, y retardó su llegada;
pensaba en lo peor que puede pensar una mujer que va a estar encerrada en una
habitación con un hombre que no conoce. Pero enseguida se tranquilizó porque el
hotel estaba lleno de gente, -en su mayoría corredores, viajantes, personas que
entraban y salían a cada minuto-, no podía pasarle nada.
Cuando entró vio una mesita ratona ubicada frente al
ventanal que daba a la calle; en ese momento Eugenio salía del baño. Vio también
el bloc sobre la mesa y se le ocurrió
preguntarle si era dibujante. Eugenio
rió.
Ella recordaría más tarde que había sido una risa casi
amarga. Se tomó un tiempo para responderle que esas hojas eran para escribir
cartas pendientes. Cuando Remota comenzó a limpiar, Eugenio volvió a insistir
en sus preguntas sobre su familia, y si tenía hijos. Lo hacía a los gritos,
mientras ella pasaba la aspiradora. Le respondió que dos, y que uno de ellos,
el mayor, estaba empezando a estudiar medicina en la ciudad,
y era por ese motivo que se había metido a trabajar en el hotel, para
ayudarlo a pagar la carrera. Luego hizo silencio y se concentró en tender la cama,
y él del otro lado le rogaba que no se
detuviera, que no dejara de hablar, que
siguiera contándole, que no solo le
gustaba su voz, sino que le hacia
recordar a su madre. Ella por un momento pensó en su hijo, solo en la ciudad,
encerrado en la pensión, y entonces le contó
parte de la vida del muchacho, desde su nacimiento hasta el momento en que se había marchado a la ciudad para estudiar. Se dio cuenta de que hablaba sin parar, que
necesitaba un vaso de agua para refrescar su garganta seca. En ese instante sintió un ruido y luego el estallido
de los vidrios de la ventana. Corrió hasta la puerta, vio el ventanal roto, pero no vio a Eugenio. Paralizada en el
umbral, contempló cómo el viento desparramaba las hojas por la habitación como
si fueran palomas blancas; luego advirtió que debajo de la mesa, como una serpiente, se deslizaba la sangre que
manaba de la cabeza de Eugenio.
Nunca creí que era
uno de ésos, volvió a decir conmocionada
al policía, sin dejar de pensar que podría ser su hijo.
Me ha encantado Ana María, la trama es muy buena. En pocas líneas se desmadeja la vida de dos personas, desconocidas envueltos de soledad. Una mujer reservada que no se detiene en sus quehaceres y un hombre suicida que necesita mantener una conversación de lo que sea con quien sea entiendo.
ResponderEliminarBesos
Ezequiel Prado es un excelente escritor; coincido con tus palabras. Un beso y gracias.
ResponderEliminarEl suicida necesitó de una voz humanizada, maternal, para demorar su decisión. La mucama dejó de hablar y el se mató. Desgarrador
ResponderEliminar