La señora Ada Tormenti, viuda de Lulli, fue a pasar unos
días al campo, invitada por sus primos
los Premoli. Por el pueblo iba y venía mucha gente. Como era verano, la sobremesa de la noche se hacía en el jardín,
charlando hasta la una o las dos. Una noche la conversación se refirió a las casas de la
ciudad. Había allí un tal Imbastaro, tipo inteligente, pero antipático. Decía:
—Siempre que dejo mi casa de Nápoles, sucede algo, ¡je, je!
—continuaba, riendo así, sin motivo; ¿o
el motivo era, en cambio, hacer daño al prójimo?—. Salgo, por decirlo así, ni siquiera recorro dos
kilómetros, y se sale el agua del lavadero o se incendia la biblioteca por haber olvidado una colilla
encendida, o se meten ratas de los barcos
y devoran hasta las piedras. ¡Je, je!, o en la portería, la única persona que
soporta allí el verano, recibe un golpe
seco y por la mañana se la encuentra preparadita para el entierro, con cirios, el sacerdote y el ataúd.
¿No es así la vida?
—No siempre —dijo con gravedad Tormenti—, por fortuna.
—No siempre, es verdad. Pero usted, señora, por ejemplo,
¿podría jurar haber dejado su casa en
perfecto orden, no haberse olvidado nada? Piénselo bien, piénselo bien. ¿Exactamente en orden?
A estas palabras Ada se puso del color de los muertos; de
repente tuvo un horrendo pensamiento.
Para poder ir a casa de los Premoli había llevado a su hija de cuatro años a una tía. 0 mejor dicho, había decidido
llevarla. Porque ahora, al volver a pensar en ello, con todo y estar segura de haberlo hecho, no
conseguía recordar cómo y cuándo había llevado
a Luisella a casa de su tía. ¡Qué extraño! No recordaba ni cuándo habían salido
de casa juntas, ni el camino recorrido,
ni las despedidas en casa de su tía. Como si en su memoria se hubiese abierto un agujero.
En resumen, la duda era la siguiente: que ella, Ada, se
había olvidado de llevar a la niña a
casa de su tía y sin advertirlo, al irse, la había encerrado en casa, Era una sospecha absurda; pero la imaginación fabrica
a veces cosas muy extrañas. Insensato, de loco, pero bastaba, no obstante, para helarle
la sangre en las venas. Con sorpresa la vieron ponerse bruscamente de pie y
abandonar la compañía de todos. Uno preguntó a Imbastaro:
—Perdone, pero, ¿le ha dicho usted alguna cosa desagradable?
—¿Yo? Nada de particular, ¡je, je! No comprendo.
Ada entró en la casa y, sin decir nada a nadie, se dirigió
al teléfono. Llamó urgentemente a Milán,
dando el número de casa. Esperó, retorciéndose las manos.
La comunicación se la dieron casi en seguida. En el acto.
—¿Es usted quien ha llamado a Milán, al 40079277
—Sí, sí.
—Hablen.
—¿Hable?
¿Con quién? Al llamar, esperaba que nadie le respondería.
¿No estaba la casa cerrada y vacía? Si
alguien acudía al aparato significaba, por lo tanto, que su primera sospecha
estaba fundada, que Luisella se había quedado encerrada dentro. (Aunque apenas tuviera cuatro años, sabía contestar al
teléfono). Habían pasado ya 10 días; hacía un calor espantoso y en casa Ada no había
dejado ni un bocado de comida. ¡El calor! En los días de la canícula se cuecen los muebles
en las casas abandonadas, y se quedan sin aliento los seres vivos, si permanecen en
ellas. Ada se sintió morir. Temblando, dijo:
—¡Oiga!
—Diga —dijo desde Milán una voz de hombre. Y con la
velocidad de un relámpago, Ada imaginó lo ocurrido: Luisella, encerrada y sola en casa, incapaz de abrir la puerta, sus
gritos, la primera alarma en el barrio, la policía, la puerta forzada, la niña
enloquecida de miedo.
—Diga. ¿Quién es? —preguntó el hombre.
—Soy yo, la mamá. Pero, ¿quién es usted?
—¿Qué mamá? ¡Yo no tengo mamá! Se ha equivocado de número.
Y colgó.
Ada volvió a llamar inmediatamente a Milán (pero la angustia
había ya cedido). Dio el número exacto,
oyó la señal de línea y esta vez nadie le respondió.
Respiró aliviada. Menos mal. ¿Qué estupidez había imaginado?
Ante un espejo se puso unos pocos polvos
y salió afuera al jardín. La miraron, pero nadie dijo nada.
Sin embargo, cuando se acostó y en la enorme casa de campo
se estableció el plúmbeo silencio de la
noche y solamente por la ventana entornada entraban las voces de los grillos, volvió a sentir miedo. En
aquella hora imaginó a la niña, muerta de calor y de hambre que, de rodillas, agarrada al
pestillo de la puerta y con los ojos desorbitados,
lanzaba sus postreros lamentos. Pensó que, en el peor de los casos, alguien debía de haber oído sus gritos. Otra voz,
pérfida, objetaba: si alguien la hubiese oído, ya la habrían socorrido; ya han
pasado 10 días y a estas alturas te habrían avisado. Pudo ocurrir también que los pisos contiguos
estuvieran desocupados en este período de vacaciones. La portera, cinco pisos
más abajo, ¿qué podía oír?
Miró el reloj, eran las cuatro. A las seis salía un tren.
Ada saltó de la cama, se vistió, hizo la
maleta. Acaso empieza así la locura, se dijo. Pero no podía contenerse. Dejó una nota excusándose, Cautelosamente
salió, abrió la puerta del jardín y se dirigió
a la estación. Había cuatro kilómetros de camino.
Cuanto más avanzaba él tren, mayor era su angustia. Llegó a
Milán hacia las tres de la tarde. La
ciudad ardía en un halo de polvo tórrido y húmedo. Balbuceando, dio al taxi la
dirección.
¡Por fin, su casa! No se notaba nada anormal. Las persianas
del piso estaban todas bajadas, como las
había dejado días antes. Pasó corriendo
ante la portería. La portera le hizo el acostumbrado saludo. Bendito sea Dios, pensó Ana. Ha sido todo una
pesadilla, nada más.
Silencio y quietud en el rellano del quinto piso. Pero, ¿por
qué temblaba tanto su mano al introducir
la llave en la cerradura? Se descorrió el pestillo. Al abrirse la puerta, salió un vaho caliente y denso.
De pronto, cuando abrió la puerta interior, Ada sintió en el
pecho un nudo doloroso; porque, un poco
por encima de su cabeza, flotó, ansioso de huir, un pequeñísimo e incomprensible humo, una minúscula nubecilla,
oblonga y pálida, que no despedía olor.
Corrió a la ventana del recibidor, abrió los postigos y se
volvió. Sobre el suelo, a dos metros de
ella, se veía algo, como una larga y recortada mancha, pero de notable espesor. Se acercó, la
tocó con el pie. Cenizas. Estaban esparcidas
uniformemente como formando una especie de dibujo. Aquel nudo que tenía en el pecho se hizo fuego, infierno. Las
cenizas tenían exactamente la forma de Luisella.
cual es el inicio
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