lunes, 8 de septiembre de 2014

ANA MARÍA SERRA/ "CARTAS"


Se acercó hacia el lugar con muchas dudas. Se repitió que no tendría que haber ido.
Sin embargo estaba allí, caminando por la vereda que bordeaba ese paredón interminable, de ladrillos desteñidos por el paso del tiempo y la falta de mantenimiento.
Llevaba varias cartas: las había escrito a lo largo de muchos meses. Cartas que el destinatario no había recibido, pues cada vez que terminaba una, sucedía lo mismo; la guardaba en un sobre, escribía la dirección y después la arrinconaba en un cajón de su escritorio.
Invariablemente todas eran similares. Comenzaban con largos parlamentos con titubeantes disculpas que intentaban ser coherentes.
Pero la escritura le ganaba la partida: se convertía en una hechicera que dominaba su mano (porque las cartas estaban escritas con su prolija y legible letra femenina). El resultado era un texto contradictorio, que finalizaba con amargos reproches.
Y ahora se encontraba con ese montón de sentimientos guardados en su bolso. Lo llevaba muy apretado contra su pecho.
Ni una sola de esas cartas tenía sentido.
¿Cómo pudieron construir esa extraña relación? No encontraba respuestas. Tampoco recordaba cómo se había interrumpido el vínculo. Pero seguía avanzando hacia la entrada.
La incertidumbre la atormentaba ya que no se sabía capaz de llamar cuando estuviera frente al enorme portón.
Se puso a barajar las posibilidades de su atrevimiento.
Supongamos que me animo, golpeo el llamador antiguo (¿todavía no habrán puesto portero eléctrico, ni siquiera un timbre?) y sale él a la puerta. ¿Cómo estará, cómo me mirará? Pero por ahí él no está, entonces sale la madre. Debe ya estar muy vieja, ¿cuándo la vi por última vez?
Seguro que sale él. Viene hacia mí y yo, mirándolo a los ojos, le entrego una por una las cartas que le escribí, pego media vuelta y sin decir palabra, me voy.
¿Me atreveré?
Llegó al portón en medio de sus cavilaciones. Una gruesa cadena rodeaba el picaporte; el llamador había sido quitado de allí, pero en su lugar no habían colocado un timbre ni tampoco había portero eléctrico. Sus posibilidades de ser atendida se redujeron a llamar mediante gritos o aplaudir hasta que la escucharan. ¿Habría alguien?
Miró por primera vez hacia el jardín que antecedía la casa. Todo estaba cubierto por una niebla compacta, como un telón que tapaba el escenario. No pudo distinguir ni siquiera una ventana, menos una planta o una flor.
Se le ocurrió que la densa nebulosa que aparecía entre el portón y la casa era el límite que separaba dos mundos. Asombrada, miró hacia el fondo y hacia enfrente de la vereda por la que caminaba: la visibilidad era perfecta.
La recorrió un escalofrío. Nunca podría entrar. No solamente por la gruesa cadena con candado, (los paredones que la circundaban no eran muy altos, podía saltarlos si se lo proponía) sino porque trasponer ese portón significaba atravesar otra dimensión.
No sabía hacia dónde la llevaría esa decisión. Se reconoció cobarde. Abrió su bolso y tomó el puñado de cartas. Lentamente, su mano dejó que la brisa las esparciera por la vereda.
Dio media vuelta. Y se fue sin decir una palabra.

 
                             De: La trama engañosa (2011)









4 comentarios:

  1. OBVIAMENTE, NO LO RECORDABA. TERMINÉ DE LEERLO Y ACUDÍ AL LIBRO. AL LEERLO 2 VECES ME TRAJO UN SUAVE RECUERDO. HERMOSO AMIGA

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  2. Me encanta esa forma que tienes de de contar en tus relatos, el sentimiento expectante que vive el lector contigo en cada reglón esperando el final y en este caso, quedas en un cúmulo de sentimientos
    Besos

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