lunes, 13 de febrero de 2017

ANAMARÍA SERRA/ "LA ANGUSTIA DEL POEMA"

 
Siempre me pareció una mujer trágica. Sé que había tenido numerosos inconvenientes y hasta desgracias en su vida. Aunque otras personas aceptan los infortunios y tratan de superarlos, tal vez ella se manifestaba de esa manera porque así era su naturaleza, apocalíptica.
Vivía en estado de poesía. Con una voz bellamente tormentosa, nos declamaba versos magníficos. Siempre agradecía nuestros aplausos con una triste sonrisa húmeda y una inclinación de su cuerpo frágil.
Sus poemas hablaban de alas quebradas, de cárceles con cenizas, de soledades enmarañadas en noches turbulentas con aullidos de lobos o de ventiscas. Pero lo siniestro no era sólo la invención de metáforas oscuras o la utilización de una cadencia melancólica. Había algo más.
La conocí en el club de los artistas, un espacio en donde nos reuníamos los que escapábamos de la soledad y del aburrimiento y gustábamos de las artes. Cada tanto realizábamos exposiciones y recitales o publicábamos alguna antología con nuestros trabajos. Hablo en pasado porque abandoné el lugar después de aquel hecho que a ella la involucra.
La tarde en que se presentó por primera vez, llevaba un vestido amplio que envolvía su pequeñez hasta casi hacerla desaparecer, aunque  resaltaba su largo pelo negro, que le caía sobre la espalda como una cortina de azabache. Nos dijo que venía de otra provincia y que pensaba que por fin había encontrado el lugar buscado durante mucho tiempo.  Cuando la invitamos a que leyera algún poema, su figura tomó dimensiones extraordinarias. Su voz cadenciosa y dramática nos envolvió por completo, y quedamos como hechizados al escucharla. Hechizados, sí, pero también angustiados. Una corriente de nostalgia, casi un desgarro, nos envolvió como una fragancia de jazmines. La aplaudimos calurosamente, es cierto, y fui el primero en pararme para ir a felicitarla mientras ella me miraba con sus ojos desamparados.
A partir de ese momento, comenzamos a ser amigos. Pese a que luego de cada encuentro me quedaba con un vacío profundo, como si yo también hubiese sido partícipe de maldades que la habían convertido en una mujer talentosa y atormentada.
Recuerdo que me contó su infancia, plena de alejamientos y clausuras. Su desgarramiento ante la ausencia materna y un padre taciturno, que apenas la miraba.
Encontró su refugio en la escritura. Conservaba cuentos que había escrito, similares a los de hadas pero mucho más aterrorizantes. En ellos, una niña de pelo negro y figura menuda, vivía atroces aventuras rodeada de criaturas maléficas que le mordían las entrañas, aunque la conservaban con vida. 
En la adolescencia, había sufrido reveses amorosos. Tal vez su personalidad tan sensible, casi teatral, atraía sobre sí los sinsabores. Sé que se había casado con un músico más o menos fracasado, que sin embargo la dejó cuando ella le dijo que no quería tener hijos pues no podía traer al mundo seres desdichados, convencida de su capacidad de procrear angustias.
Su último amor –de cual no quiso darme detalles- había sido otro poeta. Traté de que me dijera qué había pasado con él, ya que me contó a medias algo terrible. Una trágica muerte de la que había escapado, aunque no lo había podido hacer del recuerdo. Pero no logré más confesiones. 
Una tarde, estábamos sentados tomando un café y charlado sobre la última exposición, cuando algo me atrajo hacia sus ojos, que eran pardos. Me turbé por un instante, ya que de pronto vi que habían virado al tono grisáceo, y que además, la mirada que me sostenía no era la de ella. Había otra persona que me observaba de manera inquisidora y nada amigable. En ese momento ella me estaba preguntando no sé muy bien qué. A pesar de que jamás probaba bebidas alcohólicas, me sentí mareado por un vaho a vino. Sé que cerré los ojos y debo haberme puesto pálido. Ella calló por unos segundos y cuando retomó la conversación, todo volvió a la normalidad. No me preguntó nada, pero supe que había adivinado todo. Esa noche, como nunca me había pasado, soñé con poemas. Una voz grave y pastosa me dictaba versos delirantes. Hablaban de noches que extirpaban abalorios lumínicos, de criaturas grasosas procreadas por el aceite que estallaban en el pavimento, de musgos clorhídricos y esponjas arenosas usurpando el cerebro de un hombre ciego, de sombras del mediodía goteantes en la sábana rasgada por un grito seco…Al despertar, me pareció que los ojos grises y el aliento etílico se habían adueñado de mi cuarto.
Cuando volvimos a vernos, me atreví a contarle mi sueño. Ella simplemente bajó la cabeza. Es él –me dijo- no me quiere dejar en paz. Creí que yendo de un lugar a otro lograría desvanecerlo, pero me equivoqué. Y ahora se mete también en tus sueños, sabe que yo confío en vos.
Le sugerí que buscara ayuda en algún psicólogo o tal vez con un parapsicólogo, y asintió sin responderme.
Pasaron algunos días hasta que una mañana recibí una llamada telefónica. Su voz se notaba alegre. –Tenemos que vernos, me dijo. Siento que me he sacado un enorme peso de encima.
La esperé en el café de siempre. A pesar de que después de la pesadilla poética podía dormir solamente si antes tomaba algún tranquilizante, y que durante la vigilia había pintado algunos cuadros con imágenes bastante siniestras, me sentí optimista pensando que todo se había solucionado. Cuando la vi llegar, radiante, con su amplio vestido floreado, no pude evitar que mi corazón se agitase por el miedo.
Por detrás de su pequeño cuerpo, como cubriéndola de toda intromisión, una figura aureolada la acompañaba. Si bien no podía distinguir rasgo alguno, me sentí fulminado por acerados ojos y un aliento pestilente. Ella me sonreía diciéndome que ahora sí había logrado liberarse de ese hombre que hasta después de muerto la había dominado.
Casi no le di tiempo a que me explicase nada. Pretexté una urgente llamada telefónica y huí del pueblo para siempre. Ha pasado ya mucho tiempo. Nunca más frecuenté espacios artísticos, aunque durante meses seguí pintando paisajes macabros. Me dediqué al comercio y traté de no pensar más en esos días.
Pero de cuando en cuando vienen a mis sueños unos ojos grises y un cuerpo frágil de mujer, y dos voces en coro, una pastosa y la otra trágica, me hablan de cuervos con alas quebradas y de cenizas derramadas sobre una madre que fue asesinada y arrojada al vacío en una noche de tormenta. 
 De: La trama engañosa. Editorial En el aura del Sauce, 2011

jueves, 19 de enero de 2017

ANTONIO TABUCCHI/ DAMA DE PORTO PIM

"El dios de la Añoranza y de la Nostalgia es un niño con cara de viejo. Su templo se levanta en la isla más lejana, en un valle defendido por montes inaccesibles, cerca de un lago, en una zona desolada y salvaje. El valle está siempre cubierto por una bruma tenue, como un velo, hay altas hayas que el viento hace susurrar y es un lugar de una gran melancolía. Para llegar al templo hay que recorrer un sendero excavado en la roca que semeja el lecho de un torrente desaparecido: y por el camino se encuentran extraños esqueletos de enormes e ignotos animales, tal vez peces o quizá pájaros; y conchas; y piedras rosáceas como la madreperla. He llamado templo a una construcción que más bien debería llamar cabaña: porque el dios de la Añoranza y de la Nostalgia no puede vivir en un palacio ni en una casa ostentosa, sino en una morada pobre como un gemido que está entre las cosas de este mundo con la misma vergüenza con la que una pena secreta se aposenta en nuestro ánimo. Ya que este dios no concierne únicamente a la Añoranza y a la Nostalgia, sino que su deidad se extiende a una zona del espíritu que alberga el remordimiento, la pena por lo que fue y que ya no causa más pena sino tan sólo la  memoria de esa pena, y la pena por lo que no fue y habría podido ser, que es la pena más lacerante. 
Los hombres van a visitarlo vestidos con míseros sacos y las mujeres cubiertas con oscuros mantones; y todos permanecen en silencio y a veces se oye algún sollozo, en medio de la noche, cuando la luna derrama su luz de plata sobre el valle y los peregrinos echados sobre la hierba arrullan la añoranza de su vida." (Fragmento del Prólogo, Editorial  Anagrama, 1984)


viernes, 11 de noviembre de 2016

ANAMARÍA SERRA/ "CANCIÓN DE AMOR"

Como tantas tardes, la boca del túnel exudaba calor y humedad. A medida que bajaba los escalones –con prisa y a la vez con cuidado de no tropezar- advirtió que el aire se hacía más respirable; sintió la levedad en su cuerpo.
Cuando llegó a la plataforma y sus pasos se fueron calmando, visualizó la extraña figura depositada en un rincón.
Presencia insólita, imagen capturada de un bosque encantado, impropia en un punto concéntrico de urbanidad. El ropaje rústico, pesado y oscuro no alcanzaba a ocultar a la anciana, poco menos que  un espectro. Por el rebozo afloraban unos pocos pelos plateados;  en el rostro apergaminado, los ojos sumaban dos líneas entre tantos surcos y grietas; la boca, apenas abierta, trasmitía la gravedad cascada de los años. Sintió recorrer un escalofrío con sólo mirarla.
El chirrido de los frenos de los trenes subterráneos no alcanzó a ocultar la melodía. Le pareció que esa canción milenaria le llegaba desde las profundidades de la tierra como un volcán de ramas quebradas, lava incandescente en un camino de hielo petrificado.
Sin embargo, un milagro: la antigua cadencia de la tonada gaélica comenzó a ganar terreno, la dulzura se adueñó de la imagen. La arcaica canción de amor lloraba la partida del amado hacía un tiempo incontable. La canción de amor de una vieja que en la nostalgia se mantenía joven; la espera paciente y melodiosa expresada con lozana suavidad, la certeza del encuentro final y la unión para siempre.
 
La fascinación de detenerse, observar y escuchar. Sin darse cuenta, revisó su vida y se preguntó si realmente había conocido el amor o lo construido era un simple hastío cotidiano barnizado de costumbre.
Trató de focalizar el confort de su hogar resistiendo a dejarse llevar por sus emociones, por una anciana estrafalaria que entonaba esa canción escuchada –soñada-  mil veces en labios de su abuela.
La fuerza de un imán pegado a sus pies; la música, un halo envolvente.

Y la partida del último tren de vuelta a casa, que ya no podría abordar.



 Texto inspirado en un pasaje de la novela Mrs. Dalloway, de Virginia Woolf.



miércoles, 9 de noviembre de 2016

MERCEDES CENTURIÓN/ "EL ÁRBOL SIN UNA RAMA"

Una rama joven del árbol
de un árbol joven

la rama marchita
una indecisión del árbol
¿un traspié?

la rama desgajada
una entre cientos
un quebranto del árbol

la rama rota
una pena del árbol
una herida

la rama desprendida
una entrega del árbol
un crujido del atardecer

la rama caída
una vergüenza  del árbol
un duelo secreto

la rama seca
una marca imperceptible
en un árbol que ya no la sostiene
 


Mercedes
12/10/2016
(Inspirada en el poema The Wound de Denise Levertov)







miércoles, 2 de noviembre de 2016

ANAMARÍA SERRA/ "DANZA GITANA"

la gitana danza
en brazos del amanecer
la tierra se tiñe de pasos rosados
las manos marcan el ritmo
quieren apresar      pedazos de vida

el cuerpo
contorneo de angustia
se desgasta en cada rasgueo
de guitarra imaginada

la gitana danza
rostro celeste
con su pena amanecida
mientras la caravana se aleja
 
el sonido le crece desde adentro
no son pájaros
toda ella deshace el intento de dulzor musical
en esa cadencia  que trepa y oprime

la gitana danza
atravesada por un dolor infinito
que volvió amarilla su figura
en la mañana clara
la caravana se pierde

 









jueves, 20 de octubre de 2016

ANAMARÍA SERRA/ "PASO A PASO"

en la playa desierta
el horizonte se cubre de fuego

los pies
cobijados de arena
despiertan
y aligeran la pereza de la tarde
siguen el camino bordado de espuma
desaparecen en la sombra alargada
que proyecta el cuerpo
 
los pies
no quieren llegar a ninguna meta
la brisa marina
les canta su libertad


 




miércoles, 5 de octubre de 2016

ANAMARÍA SERRA "LOS SONIDOS DEL SILENCIO"


En el recorrido lo sorprendió la noche. Miró hacia el cielo: jamás lo había visto tan resplandeciente; las estrellas se abrían y cerraban como guiños luminosos.
Repasó sus últimos movimientos para no desconcentrarse; ese trabajo que semanas atrás lo había tentado un poco más a causa del adelanto recibido en dólares, se había vuelto simple rutina.  
El marido engañado, un riquísimo empresario, había puesto a nombre de su mujer –como regalo de casamiento-  varias  propiedades más una cuenta en Suiza. Un arranque de amor ahora transformado en una bomba a punto de explotar. El poderoso con orgullo herido  no había vacilado en   “ordenarle” que siguiera a esa pareja.
Experto detective en traiciones matrimoniales, los observaba desde pocas semanas atrás. Obtuvo fotografías bastante interesantes en calles, paseos y restaurantes. Sin embargo, estaba convencido de que encontraría el broche de oro con la filmación de la infidelidad consumada   lejos del bullicio y del trajinar urbano.
 La noche fría –junto a cierto clisé de tanta novela policial leída en momentos de ocio- lo obligaron a  vestir un largo impermeable, sombrero y guantes de cabritilla. Ahora, después de haber seguido el automóvil de los amantes por la ruta sinuosa que bordeaba la ciudad  prefirió estacionar el suyo en un punto estratégico y continuar a pie, cámara en mano, hasta la propiedad que se alzaba, imponente, en la cima de la colina rodeada de árboles.
Tal vez por la falta de ejercicio y de una dieta adecuada, o por el exceso de cigarrillos, o porque no estaba acostumbrado a respirar tanto aire oxigenado, se dio cuenta de que la subida se le estaba volviendo trabajosa. Un persistente perfume a flores silvestres lo envolvió por completo y a partir de ese momento cayó en la cuenta de que entraba a otra dimensión.
Comprobó aliviado que se sentía mejor; impermeable, sombrero y guantes habían desaparecido; hombre del asfalto, del ruido y de los males de la ciudad, percibía que el ambiente por el que estaba transitando semejaba otro mundo. Un coro de susurros acompasados se impuso en sus oídos. El follaje de los árboles y las flores  armonizados con la brisa, el croar lejano de ranas, algún chistido de lechuzas y la letanía de los grillos, sumado al aroma silvestre le  dieron la sensación de que había una comunidad no humana que se comunicaba, que lo rodeaba, que lo recibía con cierto resquemor.  
Trató de agudizar al máximo cada uno de sus sentidos para acoplarse a la nueva situación, para entender esos murmullos que por momentos parecían cerrarle el paso. Rápidamente se quitó el suéter, la corbata, zapatos, medias  y se desprendió la camisa; el calor comenzaba a invadirlo, y juzgó apropiado quitarse algo de ropa. Mientras continuaba su caminata ascendente notaba que también su mente se agilizaba, aunque le costaba cada vez más trabajo repasar el plan de acción trazado en su oficina; se había olvidado del abandono de la cámara junto con su ropa más pesada, en el hueco de un árbol añoso.
No se sorprendió al comprobar que árboles, luciérnagas, flores, ranas, arbustos, toda criatura animal y vegetal mutaba su forma y cobraba otra vida, casi humana. Experimentó la necesidad incontenible de despojarse de lo que aún llevaba puesto. Así, desnudo, era una criatura más, pero no pertenecía a ese reino. Por primera vez en muchos años, tomó conciencia de todas sus miserias; como si esas criaturas le inyectaran por los poros los recuerdos de las vilezas cometidas, su abandono a quienes más lo querían, las jugarretas crueles a los verdaderos amigos, los negocios turbios, las intromisiones en la privacidad de los demás y la soledad que lo envolvía. La dureza de su rostro se transformó, una mueca cruzó abriendo su boca; con los brazos rodeó su cuerpo y así dejó que el llanto lo avasallara.
La calma llegó en el momento en que se imaginó abrazado, fundido al lugar, cuando la brisa tibia agitó las hojas que parecieron acariciarlo, cuando las flores exhalaron un aroma adormecedor y las luciérnagas le infundieron calor al tiempo que un rayo de plata se filtró para teñir su cuerpo. La noche creó una unidad, un bloque placentero.
Fue inútil que el marido engañado contratara otros detectives; la mujer se fue con el amante y se llevó gran parte de su fortuna. Nadie volvió a ver al hombre que se había dedicado durante tanto tiempo a la pesquisa de parejas adúlteras.