Siempre me pareció una mujer trágica. Sé que había tenido
numerosos inconvenientes y hasta desgracias en su vida. Aunque otras personas
aceptan los infortunios y tratan de superarlos, tal vez ella se manifestaba de
esa manera porque así era su naturaleza, apocalíptica.
Vivía en estado de poesía. Con una voz bellamente tormentosa,
nos declamaba versos magníficos. Siempre agradecía nuestros aplausos con una
triste sonrisa húmeda y una inclinación de su cuerpo frágil.
Sus poemas hablaban de alas quebradas, de cárceles con
cenizas, de soledades enmarañadas en noches turbulentas con aullidos de lobos o
de ventiscas. Pero lo siniestro no era sólo la invención de metáforas oscuras o
la utilización de una cadencia melancólica. Había algo más.
La conocí en el club de los artistas, un espacio en donde nos
reuníamos los que escapábamos de la soledad y del aburrimiento y gustábamos de
las artes. Cada tanto realizábamos exposiciones y recitales o publicábamos
alguna antología con nuestros trabajos. Hablo en pasado porque abandoné el
lugar después de aquel hecho que a ella la involucra.
La tarde en que se presentó por primera vez, llevaba un
vestido amplio que envolvía su pequeñez hasta casi hacerla desaparecer, aunque resaltaba su largo pelo negro, que le caía
sobre la espalda como una cortina de azabache. Nos dijo que venía de otra
provincia y que pensaba que por fin había encontrado el lugar buscado durante
mucho tiempo. Cuando la invitamos a que
leyera algún poema, su figura tomó dimensiones extraordinarias. Su voz cadenciosa
y dramática nos envolvió por completo, y quedamos como hechizados al
escucharla. Hechizados, sí, pero también angustiados. Una corriente de
nostalgia, casi un desgarro, nos envolvió como una fragancia de jazmines. La
aplaudimos calurosamente, es cierto, y fui el primero en pararme para ir a
felicitarla mientras ella me miraba con sus ojos desamparados.
A partir de ese momento, comenzamos a ser amigos. Pese a que
luego de cada encuentro me quedaba con un vacío profundo, como si yo también
hubiese sido partícipe de maldades que la habían convertido en una mujer
talentosa y atormentada.
Recuerdo que me contó su infancia, plena de alejamientos y
clausuras. Su desgarramiento ante la ausencia materna y un padre taciturno, que
apenas la miraba.
Encontró su refugio en la escritura. Conservaba cuentos que
había escrito, similares a los de hadas pero mucho más aterrorizantes. En ellos,
una niña de pelo negro y figura menuda, vivía atroces aventuras rodeada de
criaturas maléficas que le mordían las entrañas, aunque la conservaban con
vida.
En la adolescencia, había sufrido reveses amorosos. Tal vez
su personalidad tan sensible, casi teatral, atraía sobre sí los sinsabores. Sé
que se había casado con un músico más o menos fracasado, que sin embargo la
dejó cuando ella le dijo que no quería tener hijos pues no podía traer al mundo
seres desdichados, convencida de su capacidad de procrear angustias.
Su último amor –de cual no quiso darme detalles- había sido
otro poeta. Traté de que me dijera qué había pasado con él, ya que me contó a
medias algo terrible. Una trágica muerte de la que había escapado, aunque no lo
había podido hacer del recuerdo. Pero no logré más confesiones.
Una tarde, estábamos sentados tomando un café y charlado
sobre la última exposición, cuando algo me atrajo hacia sus ojos, que eran
pardos. Me turbé por un instante, ya que de pronto vi que habían virado al tono
grisáceo, y que además, la mirada que me sostenía no era la de ella. Había otra
persona que me observaba de manera inquisidora y nada amigable. En ese momento
ella me estaba preguntando no sé muy bien qué. A pesar de que jamás probaba
bebidas alcohólicas, me sentí mareado por un vaho a vino. Sé que cerré los ojos
y debo haberme puesto pálido. Ella calló por unos segundos y cuando retomó la
conversación, todo volvió a la normalidad. No me preguntó nada, pero supe que
había adivinado todo. Esa noche, como nunca me había pasado, soñé con poemas.
Una voz grave y pastosa me dictaba versos delirantes. Hablaban de noches que
extirpaban abalorios lumínicos, de criaturas grasosas procreadas por el aceite
que estallaban en el pavimento, de musgos clorhídricos y esponjas arenosas
usurpando el cerebro de un hombre ciego, de sombras del mediodía goteantes en
la sábana rasgada por un grito seco…Al despertar, me pareció que los ojos
grises y el aliento etílico se habían adueñado de mi cuarto.
Cuando volvimos a vernos, me atreví a contarle mi sueño. Ella
simplemente bajó la cabeza. Es él –me dijo- no me quiere dejar en paz. Creí que
yendo de un lugar a otro lograría desvanecerlo, pero me equivoqué. Y ahora se
mete también en tus sueños, sabe que yo confío en vos.
Le sugerí que buscara ayuda en algún psicólogo o tal vez con
un parapsicólogo, y asintió sin responderme.
Pasaron algunos días hasta que una mañana recibí una llamada
telefónica. Su voz se notaba alegre. –Tenemos que vernos, me dijo. Siento que
me he sacado un enorme peso de encima.
La esperé en el café de siempre. A pesar de que después de la
pesadilla poética podía dormir solamente si antes tomaba algún tranquilizante,
y que durante la vigilia había pintado algunos cuadros con imágenes bastante
siniestras, me sentí optimista pensando que todo se había solucionado. Cuando
la vi llegar, radiante, con su amplio vestido floreado, no pude evitar que mi
corazón se agitase por el miedo.
Por detrás de su pequeño cuerpo, como cubriéndola de toda
intromisión, una figura aureolada la acompañaba. Si bien no podía distinguir
rasgo alguno, me sentí fulminado por acerados ojos y un aliento pestilente.
Ella me sonreía diciéndome que ahora sí había logrado liberarse de ese hombre
que hasta después de muerto la había dominado.
Casi no le di tiempo a que me explicase nada. Pretexté una
urgente llamada telefónica y huí del pueblo para siempre. Ha pasado ya mucho
tiempo. Nunca más frecuenté espacios artísticos, aunque durante meses seguí
pintando paisajes macabros. Me dediqué al comercio y traté de no pensar más en
esos días.
Pero de cuando en cuando vienen a mis sueños unos ojos grises
y un cuerpo frágil de mujer, y dos voces en coro, una pastosa y la otra
trágica, me hablan de cuervos con alas quebradas y de cenizas derramadas sobre
una madre que fue asesinada y arrojada al vacío en una noche de tormenta.
Muy bien llevada la trama de un misterio insondable. Escalofríos!
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