Se acercó hacia el lugar con
muchas dudas. Se repitió que no tendría que haber ido.
Sin embargo estaba allí, caminando
por la vereda que bordeaba ese paredón interminable, de ladrillos desteñidos
por el paso del tiempo y la falta de mantenimiento.
Llevaba varias cartas: las había
escrito a lo largo de muchos meses. Cartas que el destinatario no había
recibido, pues cada vez que terminaba una, sucedía lo mismo; la guardaba en un
sobre, escribía la dirección y después la arrinconaba en un cajón de su escritorio. Invariablemente todas eran similares.
Comenzaban con largos parlamentos con titubeantes disculpas que intentaban ser
coherentes.
Pero la escritura le ganaba la
partida: se convertía en una hechicera que dominaba su mano (porque las cartas
estaban escritas con su prolija y legible letra femenina). El resultado era un
texto contradictorio, que finalizaba con amargos reproches.
Y ahora se encontraba con ese
montón de sentimientos guardados en su bolso. Lo llevaba muy apretado contra su
pecho.
Ni una sola de esas cartas tenía
sentido.
¿Cómo pudieron construir esa
extraña relación? No encontraba respuestas. Tampoco recordaba cómo se había
interrumpido el vínculo. Pero seguía avanzando hacia la entrada.
La incertidumbre la atormentaba ya
que no se sabía capaz de llamar cuando estuviera frente al enorme portón.
Se puso a barajar las
posibilidades de su atrevimiento.
Supongamos que me animo, golpeo el
llamador antiguo (¿todavía no habrán puesto portero eléctrico, ni siquiera un
timbre?) y sale él a la puerta. ¿Cómo estará, cómo me mirará? Pero por ahí él
no está, entonces sale la madre. Debe ya estar muy vieja, ¿cuándo la vi por
última vez? Seguro que sale él. Viene
hacia mí y yo, mirándolo a los ojos, le entrego una por una las cartas que le
escribí, pego media vuelta y sin decir palabra, me voy.
¿Me atreveré?
Llegó al portón en medio de sus
cavilaciones. Una gruesa cadena rodeaba el picaporte; el llamador había sido
quitado de allí, pero en su lugar no habían colocado un timbre ni tampoco había
portero eléctrico. Sus posibilidades de ser atendida se redujeron a llamar
mediante gritos o aplaudir hasta que la escucharan. ¿Habría alguien?
Miró por primera vez hacia el
jardín que antecedía la casa. Todo estaba cubierto por una niebla compacta, como
un telón que tapaba el escenario. No pudo distinguir ni siquiera una ventana,
menos una planta o una flor.
Se le ocurrió que la densa
nebulosa que aparecía entre el portón y la casa era el límite que separaba dos
mundos. Asombrada, miró hacia el fondo y hacia enfrente de la vereda por la que
caminaba: la visibilidad era perfecta.
La recorrió un escalofrío. Nunca
podría entrar. No sólo por la gruesa cadena con candado, (los paredones
que la circundaban no eran muy altos, podía saltarlos si se lo proponía) sino
porque trasponer ese portón significaba atravesar otra dimensión.
No sabía hacia dónde la llevaría
esa decisión. Se reconoció cobarde. Abrió su bolso y tomó el puñado de cartas. Con lentitud, su mano dejó que la brisa las esparciera por la vereda.
Dio media vuelta. Y se fue sin
decir una palabra.
De La trama engañosa (2011)
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