sábado, 11 de mayo de 2013

LA SOGA- SILVINA OCAMPO



A  Antoñito  López  le  gustaban  los  juegos  peligrosos: subir  por  la escalera de mano del tanque de agua, tirarse por el tragaluz del te

A
 
cho de la casa, encender papeles en la chimenea. Esos juegos lo entretuvieron hasta que descubrió la soga, la soga vieja que sera otrora para atar los baúles, para subir los baldes del fondo del aljibe y, en definitiva, para cualquier cosa; , los juegos lo entretuvieron hasta que la soga cayó en  sus  manos.  Todo  un  o, de  su  vida  de  siete  años,  Antoñito  había esperado que le dieran la soga; ahora podía hacer con ella lo que quisiera. Primeramente hizo una hamaca, colgada de un árbol, después un arnés para caballo, después una liana para bajar de los árboles, después un salvavidas,  después  una  horca  para  los  reos,  después  un  pasamano,  finalmente una serpiente. Tirándola con fuerza hacia adelante, la soga se retorcía y se volvía con la cabeza hacia atrás, con ímpetu, como dispuesta a morder. A veces subía detrás de Toñito las escaleras, trepaba a los árboles, se acurrucaba en los bancos. Toñito siempre tenía cuidado de evitar que la soga lo tocara; era parte del juego. Yo lo vi llamar a la soga, como quien llama a un perro, y la soga se le acercaba, a regañadientes, al principio; luego, poco a poco, obedientemente. Con tanta maestría Antoñito lanzaba la soga y le daba aquel movimiento de serpiente maligna y retorcida, que los dos hubieran podido trabajar en un circo. Nadie le decía: Toñito, no juegues con la soga”.


La  soga  aparecía  tranquila  cuando  dora  sobre  la  mesa  o  en  el suelo. Nadie la hubiera creído capaz de ahorcar a nadie. Con el tiempo se volvió s flexible y oscura, casi verde y, por último, un poco viscosa y desagradable, en mi opinión. El gato no se le acercaba y a veces, por las mañanas, entre sus nudos, se demoraban sapos extasiados. Habitualmente, Toñito la acariciaba antes de echarla al aire; como los discóbolos  o  lanzadores  de  jabalinas,  ya  no  necesitaba  prestar  atención a sus movimientos: sola, se hubiera dicho, la soga saltaba de sus manos para lanzarse hacia adelante, para retorcerse mejor.
Si alguien le pedía:
Toñito, prestame la soga.
El muchacho invariablemente contestaba:
No.
A la soga ya le había salido una lengüita, en el sitio de la cabeza, que era algo aplastada,con barba; su cola, deshilachada, parecía de dragón. Toñito quiso ahorcar un gato con la soga. La soga se rehusó. Era buena.


¿Una soga, de qué se alimenta? ¡Hay tantas en el mundo! En los barcos, en las casas, en las tiendas, en los museos, en todas partes... Toñito decidió que era herbívora; le dio pasto y le dio agua.
La bautizó con el nombre de Prímula. Cuando lanzaba la soga, a  cada  movimiento, decía: “Prímula,  vamos.  Prímula”. Y  Prímula obedecía.
Toñito tomó la costumbre de dormir con Prímula en la cama, con la precaución de colocarle la cabecita sobre la almohada y la cola bien abajo, entre las cobijas.
Una tarde de diciembre, el sol, como una bola de fuego, brillaba en el horizonte, de modo que todo el mundo lo miraba comparándolo con la luna, hasta el mismo Toñito, cuando lanzaba la soga. Aquella vez la soga volvió hacia atrás con la energía de siempre y Toñito no retrocedió. La cabeza de Prímula le golpeó en el pecho y le clavó la lengua a través de la blusa. Así murió Toñito. Yo lo vi, tendido, con los ojos abiertos.
La soga, con el flequillo despeinado, enroscada junto a él, lo velaba.






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