jueves, 23 de mayo de 2013

JULIO RECLOUX- SOBRE EL ARTE DE ESCRIBIR


SEGUNDA PARTE

De qué hablo cuando hablo de escribir

Hay quien afirma que al morir veremos pasar, en unos minutos, la película de nuestra vida: cada gesto, cada palabra pronunciada o silenciada, cada uno de nuestros actos sobre la tierra se proyectarán en el teatro de nuestra psique, en una última función, donde, igual que en los sueños, seremos a la vez director, actor y espectador. A veces, pienso que así como a otros les basta interrogar un espejo para saber quiénes son, los escritores buscamos nuestro reflejo en la escritura. Concebir una trama —dar a luz unos personajes, escucharlos atentamente tratando en lo posible de no interferir para saber qué les ocurre, de dónde vienen o hacia dónde van— nos ayuda, nos revela una actitud que quizá nunca habíamos advertido y desnuda poco a poco, en definitiva, la manera particular en la que, consciente o inconscientemente, elegimos ver el mundo y lo que nos pasa. Creo que así como un padre se revela a través de sus hijos, un escritor lo hace a partir de lo que escribe.
No hace mucho, Haruki Murakami escribió: De qué hablo cuando hablo de correr, libro en el que el autor nipón, devenido en un ícono de la cultura pop de alcance global, desarrolla una especie de autobiografía muy original en la que parte desde sus vivencias como maratonista para ir trazando, a su vez, un paralelo con otra de sus grandes pasiones: la escritura de cuentos y novelas. “Casi todo lo que sé sobre la escritura lo aprendí corriendo cada mañana”, dice Murakami sabiendo que tal afirmación logrará desconcertarnos por completo. Leyendo este libro he pensado en el maravilloso don que tenemos los seres humanos para dar sentido a las cosas que hacemos y encontrar semejanzas o correspondencias allí donde para otros acaso no hay nada. Es decir, en lo importante que es liberar nuestro potencial creativo para poder resignificar permanentemente lo que hacemos, y repensar el modo en que queremos seguir llevándolo a cabo, pero de tal manera que nos permita hallar siempre nuevas facetas y establecer finalmente otras conexiones.

            Otro buen ejemplo de lo que quiero decir con esto lo podemos apreciar en lo que hizo Bruce Lee con las formas tradicionales del arte marcial tal como se venían practicando en China desde hacía siglos. Este genial y brillante atleta que, además era profesor de filosofía —y que llegó a ser luego una celebridad de Hollywood debido al éxito rutilante de una serie de films que lo tenían como protagonista— fue el fundador del Jeet Kune Do, un arte marcial que Lee concibió tras largos años de búsqueda y de estudios muy meticulosos en el intento de dotar a esta práctica milenaria de un estilo fluido y abierto, en donde hubiera lugar para la espontaneidad y la improvisación sin que el practicante tuviera que estar atado a ninguna forma que lo limitara. Y es que para el autor de El Tao del Jeet Kune Do lo más importante era, justamente, “tener el no camino como camino y la no limitación como limitación”. Su ecléctico estilo lo obtuvo fusionando diversas técnicas provenientes del Wing Chun, la esgrima, la lucha greco-romana y el boxeo americano (se cuenta que Bruce admiraba tanto a Muhammad Alí que tomó de él ese clásico bailoteo con el que el más grande campeón de peso completo de todos los tiempos, se desplazaba sobre el ring y deslumbraba a sus miles de seguidores en todo el mundo).
Ahora bien, quizá nosotros podemos pensar que es propio de la cultura oriental esto de ver detrás de cualquier actividad humana aparentemente ordinaria, como podría ser por ejemplo el running o la práctica de un arte marcial, una posible vía de iluminación (bástenos mencionar aquel libro inolvidable por lo exquisito: El zen en el arte del tiro al blanco), pero debemos recordar que también en Occidente tenemos ejemplos de algo análogo. Sabemos que para Carlos Castañeda, por citar un caso, la escritura no era tan solo un ejercicio de simple literatura, sino más bien una operación más de la brujería: “Cuando escribas tus libros no lo hagas como un simple escritor sino como un brujo”, le recomendó más de una vez su nagual, el viejo indio yaqui, que le transmitió las claves del arte del ensueño.

La leyenda personal

El ser humano posee un enorme potencial en su interior a la espera de ser actualizado. Todos nacemos con un gran tesoro que habrá que descubrir y desenterrar. Parte de esta riqueza interior que, como dijimos, aguarda ser encontrada para ver qué hacemos con ella, reside en nuestro potencial creativo. Pero habrá que liberarlo para que no sobrevenga la frustración y la enfermedad, porque si no logramos que fluya, sucederá como con el agua que se estanca en el curso de un río. El hombre es un ser creador, pero si no puede o no sabe cómo crear, se vuelve un ser destructivo. Esta condición negativa puede volverse hacia su propio entorno, hacia los otros o incluso contra sí mismo. La escritura creativa en este sentido es una disciplina artística que abre canales de expresión y permite que este potencial sea liberado y desarrollado en función de poder constituir con él nuestra obra. Todas las artes, cada una a su manera, cumplen esta función que, como se verá, va mucho más allá de meras cuestiones estéticas.
Alce Negro nunca se hubiera convertido en el gran hechicero de los sioux si antes no hubiera logrado darle una forma al contenido de sus visiones para ofrecérsela a los suyos y renovar así su cultura. Desde los nueve años, sufría de una serie de terribles visiones que lo asediaban. Con el tiempo, éstas le produjeron una severa fobia a las tormentas, que le recordaban el tronar de los caballos que aparecían en ellas, y así su cuadro se fue agravando sin que nadie, ni siquiera los médicos que comenzaron a tratarlo (ni siquiera la medicina del hombre blanco), pudiera aliviarlo. Incluso para algunos miembros de su clan, Alce Negro, simplemente, estaba enloqueciendo. 



            Cuatro grupos de hermosos caballos venidos de los cuatro puntos cardinales se reúnen, mientras el creador de la Danza de los Caballos ve y escucha a los espíritus ancestrales de su tribu que lo llaman, le dan la hierba del lucero del alba y le revelan nuevas formas de vida para su comunidad. Esta gran visión se le apareció por primera vez en el año 1872 y lo acompañó con leves variaciones durante el resto de su vida. Para algunos analistas, lo que ocurrió con este indio sioux fue que vivenció de una manera muy subjetiva y, por cierto, algo caótica, pero muy profundamente, la gran crisis que atravesó su comunidad a partir de la llegada del hombre blanco. Un día alguien se cruzó en su camino y le sugirió que fuera a ver al brujo de la tribu. El viejo chamán, luego de escucharlo, le dijo simplemente: “Tus visiones te hacen daño solo porque te las guardas para ti. Cuéntaselas a tu tribu y te aliviarás”.
Al tiempo, Alce Negro, ayudado por el chamán, representó esta visión para los suyos y creó un ritual con caballos verdaderos. Todo el pueblo lo celebró y, aunque luego fueron arrasados por los gringos, su legado no se perdió y sobrevivió hasta nuestros días. El más famoso hechicero sioux logró de este modo mucho más que una cura para su fobia, descubrió su vocación, le dio un nuevo sentido a su existencia y resignificó la cultura de su pueblo. Y es que, ciertamente, por paradójico que nos resulte, en un mundo donde ningún camino lleva a ningún lado, basta que nuestro corazón escoja el suyo para convertirlo, automáticamente, en la calle que conduce a la realización de nuestra leyenda personal.


Escritura y Alquimia
 
Escribir, para mí, es como encender una lámpara en un cuarto en penumbras. Cuando cierro un poema me lleno de entusiasmo y puedo disfrutar más de las pequeñas cosas. Se renueva mi energia y experimento unas tremendas ganas de vivir y tener nuevas experiencias que luego, indefectiblemente, acabaran siendo material de nuevos escritos. Resumiendo, la cuestión se reduce a una suerte de extraña circularidad que consistiría en vivir para escribir y escribir para vivir.
Cuentan que los magos del mundo antiguo, antes de iniciar cualquiera de sus curiosas operaciones, dibujaban un círculo protector contra las poderosísimas fuerzas que iban a invocar. La escritura para mí es una forma de la alquimia. Un poeta es su propia piedra filosofal. En su alma se tensan, se baten, se anudan y desatan las potencias que lo habitan. Su escritura es, a un mismo tiempo, una manifestación de su magia y círculo protector. Allí, en el poema, hallamos los lectores el registro minucioso de sus luchas, sus éxitos, sus fracasos y de su comunión con dioses, ángeles y dragones; su descenso al inframundo y su ascenso a las más altas esferas. Todo está allí, latiendo en esa verdad desnuda, inquietante y conmovedora de los versos.
Por eso, un poema es a la vez, a su modo, todos los demás (como una mujer es todas las mujeres o un hombre todos los hombres), y por eso se me ocurre que el lector que lo busca, lo encontrará tarde o temprano, pero no como algo externo, sino como reflejo de su propio poema interior. La poesía, se me antoja, es entonces el misterioso encuentro de ese verso secreto, innominado y silencioso de un lector, con este otro que alguien capturó en una palabra que sana. Lector y escritor, de este modo, no son sino dos caras de una misma moneda.
No pocas veces me pasa cuando escribo que no encuentro las palabras porque lo que quiero expresar está más allá del lenguaje. Supongo que es esta impotencia lo que me mueve a desafiar el idioma y violentarlo. “Un poema es un milagro”, me dijo una vez un poeta callejero mientras ofrecía los suyos en el subte. No se me escapa que el poema ideal nunca se alcanza, ni que el día que lo escriba más valdría caer fulminado por un rayo, porque ya nada quedaría por hacer. Todo lo que escribí, lo que escribo y lo que escribiré, no es sino solo una serie de pobres borradores, ensayos imperfectos, intentos infructuosos, pero inflexibles por componer ese esquivo poema ideal que como el horizonte plantea la paradoja de la cercana lejanía. Pero que son nomás, al fin y al cabo, una excusa para trabajar, en verdad, por alumbrar en el interior el oro de la milésima mañana.
Lao Tsé declaró hace siglos que en cualquier ejemplar del I Ching mora un ser fabuloso dispuesto a responder todas las preguntas de los hombres con solo arrojar tres monedas al aire. Yo quisiera saber si ese ser inmortal y omnisciente (que para mí tiene la forma de un gran dragón) es el mismo que subyace bajo la forma de cualquier otro objeto del mundo (por ejemplo, en las rugosidades de una hoja que cae de un árbol o en el reflejo de la luna sobre el río o en la boca pintada de una mujer que se mira en el espejo), y también si ese ser incesante no será acaso lo único que existe.
Un día, también a mí me tocará partir de esta isla, que para los cabalistas es Malkuth, y regresar a mi patria celeste, pero antes le daré mis versos. Acaso simule un olvido y los deje en cualquier mesa del bar de avenida Triunvirato, o los oculte en el zaguán de la casa de Londres y Liverpool (en Parque Chas), o los arroje como una botella al mar quién sabe. Pero es mi deber, supongo, advertir a quien los recoja (a vos hipotético e intrépido lector) que cruzar una puerta, doblar una calle o leer un poema, nunca es un acto banal.




Julio Recloux









No hay comentarios:

Publicar un comentario