YUKIO MISHIMA. MATAR LA BELLEZA.
EL PABELLÓN DE ORO[1]
¿Qué
significa el término “Belleza”? Según la
definición del diccionario, es la “cualidad de una persona, animal o cosa capaz
de provocar en quien los contempla o los escucha un placer sensorial,
intelectual o espiritual”.[2] // “Propiedad de las cosas
que nos hace amarlas, infundiendo en nosotros deleite espiritual”[3]
Platón,
uno de los padres de la filosofía occidental, consideraba la belleza como un
ideal; la belleza prototípica, la ejemplar, que sirve de modelo al artista para
sus creaciones. La verdadera belleza sólo tendría lugar en el alma, y la única
manera de acceder a ella es mediante la filosofía.
Yukio
Mishima[4] se basa en ideales griegos
para expresar su concepto de belleza, pero además, entiende que hay una unión necesaria
entre belleza y muerte; para que una muerte sea trágica es necesario que sea
bella.
En El Pabellón de Oro, Mizoguchi, el
narrador protagonista, relata de manera desapasionada su período adolescente en
Kioto, durante la Segunda Guerra Mundial. Se describe como feo y tartamudo.
Taciturno, nada sociable, cada vez que debe hablar su problema lo atormenta,
por esos sus pensamientos siempre se dirigen hacia lo trágico, hacia el mal.
Siente fascinación por el Pabellón de Oro de Kioto, del que su padre, monje
budista, le ha hablado. Para él, este templo es la encarnación del ideal de
belleza, una verdadera obsesión que se interpone en su camino como el obstáculo
que impedirá tanto relaciones amorosas como otro tipo de afectos, anulando así
todo sentimiento positivo en su vida. Su amistad con dos seres opuestos, el
amable Tsurukawa y el maléfico Kashiwagi y la intrincada relación con el
superior del templo, el superior Tayama Dosen, contribuirán a desarrollar su
tormentosa idea de destrucción.
El autor tomó un hecho real –el incendio de un templo budista por un joven novicio- para desarrollar esta magnífica novela, que abunda en reflexiones filosóficas que llevan al lector a reflexionar una y otra vez en el transcurso de la lectura.
Mizoguchi,
el narrador protagonista, además de considerarse feo, aclara que era de
“complexión débil”, que siempre perdía en las competencias físicas del
instituto.
La
tartamudez es planteada como un obstáculo entre él y el mundo exterior. El
lenguaje, la herramienta de comunicación, le es prácticamente vedada por su
problema:
Se
describe como alguien indefenso, que cuando logra articular el primer sonido
que lo pondrá en contacto con los demás, ya la realidad ha cambiado, se ha
transformado en borrosa. Por ello explica que abrigaba en sí el ansia de poder,
que le gustaban las historias que describían tiranos, de modo que se veía a sí
mismo como “un tirano tartamudo y
taciturno rodeado de súbditos atentos a la más leve expresión de mi rostro y
temblorosos ante mí día y noche” Revela que su aspecto exterior era
miserable, pero su mundo interior era opulento.
Quizá
la figura del Pabellón de Oro es el símbolo de la magnificencia escondida tras
la apariencia pobre e indefensa de un adolescente con un tremendo complejo de
inferioridad. No demuestra sentimientos de fidelidad, se avergüenza de que su
padre sea un hombre simple y austero. Sin embargo, éste ha sido quien le ha
inculcado la noción de belleza con la alusión a
la figura del templo, el padre que en un momento había colocado sus
manos sobre el rostro del hijo para que no viera la fealdad de la vida.
El
narrador realiza una descripción que ubica al lector sobre la historia del
templo, y que luego puede cotejarse con las impresiones del protagonista en su
primer encuentro con el monumento. El adolescente se siente decepcionado cuando
por fin, llevado por su padre, puede conocer la famosa construcción, que se le
antoja pequeña, oscura; el oro escondido bajo esa cubierta negruzca y sucia,
hasta el fénix del techo le parece un simple cuervo.
Se
preocupa sobre su desconocimiento de la estética, ello lo llevó a esa primera
impresión irreflexiva y a sentirse engañado
“por algo en lo que esperaba
encontrar tanta belleza”.
Sin
embargo, se da una explicación a sí mismo; piensa que el Pabellón de Oro se ha
camuflado para ocultar su propia belleza para protegerse de las miradas:
Hay
entonces un choque entre la belleza ideal y la real, y Mizoguchi trata de
ensamblar la segunda en la primera, para no destrozar su ilusión.
Cuando
ingresa como novicio en el monasterio al cual pertenecía el Pabellón de Oro y
es ordenado bonzo por el superior, aclara que “en términos laicos” era un
estudiante-sirviente debido a su origen humilde. La relación con el superior
Dosen es compleja: mezcla de desprecio, obsecuencia, sumisión y rebeldía.
Como
sus estudios secundarios se habían visto interrumpidos por la muerte de su
padre, el superior Dosen dispone que
continúe en el Instituto de Enseñanza Media de Estudios Religiosos adscrito a
la variedad Rinzai del budismo zen.
El
budismo tiene como objetivo alcanzar la iluminación; no hay en él revelación
divina, ya que no hay tampoco divinidad alguna. El zen es una rama espiritual y
contemplativa del budismo, en la cual hay un elemento de iluminación inmediata.
Dos escuelas se destacan en el zen: Soto y Rinzai, con diferentes métodos para
alcanzar la iluminación o satori.
La escuela
Soto se enfoca en la meditación y en la abstracción de pensamiento para poder
llegar al satori; su práctica es el zazen, meditación sentada, abstraída de
cualquier acción o pensamiento. No hay recitación de sutras, es un acto vacío
de significado.
La
escuela Rinzai tiene una actitud más “activa” para alcanzar el satori, por
ejemplo, el ejercicio del Koan, una anécdota o historia que propone un
interrogante final que al parecer no puede responderse con lógica. Por ejemplo,
en El Pabellón de oro, la historia
“Nansen mata un gato”.[5]
El
narrador protagonista cuenta que durante la época de la Segunda Guerra, Kioto
se preparaba para una evacuación por temor a los ataques aéreos, y temían que
los templos resultasen destruidos por los bombardeos. Pero Mizoguchi piensa que “tanto el templo inmutable e indestructible
como la violencia científica del fuego debían conocer la diferencia absoluta
que había en sus respectivas naturalezas” y que ambas se las arreglarían
para evitarse. Aunque agrega que el Pabellón estaba en peligro “de ser pasto de las llamas en un ataque
aéreo” y que si esto se daba, quedaría reducido a cenizas.
Hay
aquí un indicio de los hechos que se presentan durante el desenlace. El
adolescente, ante esta idea de destrucción por el fuego, acrecienta su ideal de
“belleza trágica”:
En
la novela puede destacarse la idea del fuego como destructor y a la vez como
transformador. La vinculación entre el fuego, demiurgo del sol, y el oro. El
oro del Pabellón, escondido bajo la suciedad según el narrador, también
representa el poder.
El
fuego, imagen energética, puede hallarse a nivel de la pasión animal o de la
fuerza espiritual. Para los alquimistas el fuego es un elemento que actúa en el
centro de toda cosa, factor de unificación y de fijación. Paracelso establecía
la igualdad del fuego y de la vida, ambos para alimentarse necesitan consumir
vidas ajenas; destruir y a la vez
transformar[6].
La belleza asociada a la muerte.
Por
otro lado, la visión del templo y su descripción sensual, equiparando la
construcción de “esbeltas columnas” y “elegantes curvas”, de “delicada silueta”
a la figura femenina o a una especie de diosa, que el joven solamente podrá
poseer si a la vez la destruye con el fuego. O si el fuego pasional se
transforma en el elemento que finalmente poseerá al Pabellón de Oro.
Pero
hasta el final de la guerra, Mizoguchi contempla, no ha pasado en ningún
momento a la acción. Relata que hasta entonces el templo no le había trasmitido
su “maligna influencia” ni tampoco
administrado “la pócima de su veneno”. Hay
en todo momento una personificación del templo, para Mizoguchi tiene vida, es
un ser que lo tiene completamente fascinado.
Siente
que el templo y él comparten el mismo peligro de muerte, peligro que establece
un vínculo que lo ata con la belleza; otra vez la idea de muerte y belleza
ensambladas.
Señala que la guerra no lo afectó, Aclara que
su sueño secreto era ver a Kioto envuelta en llamas, pero eso no sucede.
Pero la guerra sí deja huellas, y así lo reconoce
Mizoguchi, que describe el Pabellón de
Oro como si hubiera recuperado su antigua expresión de solemnidad y orgullo,
como si aseverara su permanencia de manera infinita. El adolescente ahora siente
una especie de rencor por tanto alarde de grandeza.
El
superior del monasterio, Tayama Dosen, había sido compañero de estudios y amigo
de su padre. Ambos compartieron la disciplina de la escuela zen y más tarde
habían seguido la carrera religiosa. Pero igualmente Mizoguchi recuerda que el
superior una vez le había contado sobre las escapadas de los dos amigos “para
comprar favores de mujeres y divertirse un rato”.
El
sarcasmo conque el narrador describe a la autoridad religiosa recuerda ciertos
pasajes de la picaresca española. Aquí, el hombre rollizo con arrugas que en su
interior parecían haber sido perfectamente lavadas, con cara redonda en la que
se “destacaba una nariz larga, que daba
la impresión de un trozo de resina colgado que se hubiera vuelto sólido (…) como
si toda la fuerza se hubiera concentrado en la testa, dotándola de una terrible
cualidad animal”, se corresponde con la vida que lleva, opuesta a la
simplicidad y despojamiento que predica el budismo.
La
relación entre superior y discípulo se irá deteriorando pero nunca llegará a la
ruptura. Dosen, será uno de los principales personajes que contribuyan a que
Mizoguchi pase de la contemplación a la acción y al desenlace de su obsesión
con el Pabellón de Oro.
En
cuanto a la figura de la mujer en la novela y su relación con la belleza, el
personaje Uiko es fundamental. Antes de
mudarse a Kioto, Mizoguchi, atraído por la belleza y los modales altivos de la
muchacha, decide abordarla una noche. La joven lo había perturbado, no podía
quitarla de su mente. Ella vuelve en su bicicleta de su trabajo como enfermera;
Mizoguchi le impide el paso y cuando ella le pregunta qué quiere, trata de
hablarle pero las palabras no salen de su boca:
Las
palabras deben acompañar la acción, y Mizoguchi siente que su dificultad para
hablar hace que su cuerpo también se paralice. Si bien recuerda que Uiko en
principio se mostró asustada por su abordaje, “al darse cuenta de quién tenía adelante, se limitó a clavar la vista
en mi boca”
Y
para él su boca es “un diminuto y
estúpido agujero negro”, “sucio como
un nido de ratas”. No puede hablar y entonces Uiko, “con una voz fresca como la brisa de la mañana”, se burla de su
tartamudez y se va. Él siente odio, maldice a la joven y le desea la muerte ya
que la considera testigo de su vergüenza.
Tiempo
después el pueblo se conmociona con la noticia de que Uiko está detenida por
haber ayudado a escapar a un desertor. Aparentemente ella accede a delatarlo
pero en realidad es un ardid, ya que él es su amante. Ambos terminan muertos en
el templo de Kongot, en una especie de crimen/suicidio romántico y desesperado.
Mizoguchi
presencia todo y siente “la belleza de la
traición”. Uiko ha dejado en el adolescente una huella imborrable. Es así como vuelve a verla resucitada en otras
mujeres, como cuando presencia un hecho asombroso junto con su compañero
Tsurukawa en el templo de Nanzen-ji.
Ambos
están en el mirador y desde allí contemplan una amplia estancia en la que está
sentada una mujer joven, aparentemente aguardando comenzar la ceremonia del té.
Su vestimenta es el kimono tradicional, de colores brillantes, insólita en para
ese momento en que debían ocultarse los símbolos de la cultura japonesa. Los amigos coinciden en destacar su belleza
hierática, Mizoguchi se pregunta si ella estaba viva y Tsurukawa dice que
parece una muñeca. La belleza equiparada a la muerte.
Pero
lo asombroso ocurre cuando aparece un joven oficial y le acerca la taza de té;
ella responde abriendo su kimono y descubriendo sus senos vierte unas gotas de
leche en la taza de su amante, que él bebe.
El
protagonista finaliza contando que pasó el resto de la jornada y también el día
siguiente y otro “pensando obsesivamente
en algo: aquella persona no era otra que Uiko resucitada”
Cuando
ocurre la muerte de Uiko, todos comentaban que ella estaba embarazada del
hombre a quien había protegido. En este caso, Mizoguchi y su amigo deducen que
la mujer de rojo estaba embarazada del oficial y ésta era una despedida antes
de que él partiese.
La
imagen de Uiko reaparecerá corporizada en otras mujeres con las que Mizoguchi
tendrá algún tipo de relación, como en el pasaje donde se relata su encuentro
con una pareja compuesta por un oficial norteamericano y una prostituta borracha
que lo acompaña y a quienes Mizoguchi sirve de guía para recorrer el templo. La
mujer, que supuestamente está embarazada
es vista como Uiko, y Mizoguchi ejerce sobre ella una violencia
inusitada a pedido del soldado, sin sentir ningún tipo de culpa. Al contrario,
siente una extraña alegría y recibe el cartón con cigarrillos que el
norteamericano le da como paga. Luego, en una especie de revancha o de burla,
se lo obsequia al superior del convento, quien no desconoce su actitud.
La
imagen de Uiko es el pretexto para descargar su ira y frustración y a la vez
hallar un justificativo por ese proceder contrario a lo que representa la
carrera de vida que está siguiendo.
Su
figura aparece otra vez; cuando conoce a una mujer que le ha enseñado
el arte de ikebana a su amigo Kashiwagi, quien le comenta que ella todavía es
joven y bonita y que durante la guerra tuvo relaciones con un militar de quien
quedó embarazada. Pero tuvo un aborto y al militar lo mataron en la guerra; “desde entonces no hace más que ir detrás de
los hombres”. El malicioso comentario de Kashiwagi hace que Mizoguchi
asocie a esta mujer con aquella del templo vista junto a Tsurukawa.
Cuenta
que entre jadeos y tartamudeando lastimosamente le relató ese episodio a la
mujer, que ésta se emocionó al verse reconocida y quiso repetir la escena y
brindarle leche como lo hizo con su amante. En ese momento Mizoguchi sintió vértigo y
luego percibió que ese pecho femenino se había convertido en una “sustancia insensible, inmortal, ligada a lo
eterno” Y ese pecho ante sus ojos se transforma en el Pabellón de Oro.
Sumido
en un profundo estado de éxtasis, Mizoguchi, paralizado frente al pecho
desnudo, percibió la mirada de desprecio de la mujer. Uiko volvió a resucitar.
Cuando
llega al monasterio se enfrenta con el Pabellón de Oro y le trasmite lo que él
considera una especie de maldición: “Algún
día yo te gobernaré. Sí, algún día inexorablemente estarás sometido a mí para
que nunca jamás te interpongas en mi camino.”(198)
Tiempo
atrás, en una salida donde conoce a una compañera de pensión de Kashiwagi, Mizoguchi
intentó un acercamiento con la chica, pero también se interpuso la imagen de la
construcción, frustrando su deseo.
Finalmente
logra una relación física con una prostituta, pero siempre con el recuerdo de
Uiko presente. Aunque después de esta experiencia, Mizoguchi se siente cómodo,
el Pabellón de Oro no se ha interpuesto, por lo que deja ir el recuerdo de Uiko.
Para Mizoguchi, Uiko sigue viva, tal vez en otro plano; él ha podido hablar y
pasar a la acción, ha encontrado la comunicación entre el mundo externo e
interno, se está liberando.
La
figura materna está desdibujada; la describe como una campesina tosca,
desgreñada, que sólo quiere que él pueda estar a cargo de un templo para lograr el bienestar económico. A
la vez, la ve como a una mujer más que como a la madre, y eso lo llena de
terror.
Mizoguchi
es un solitario, pero en su camino aparecen dos compañeros de estudio con los
que se relaciona. El primero, Tsurukawa, es,
según el protagonista, “un alma cándida”, de buenos sentimientos, que siempre
erraba cuando quería interpretar su conducta, porque él era como el negativo de
una fotografía y Tsurukawa el positivo, todo lo llenaba con la luz de los
buenos sentimientos.
El
otro es Kashiwagui, un estudiante con una deformidad en ambos pies. Es la
antítesis de Tsurukawa. Ha compensado su malformación con un carácter
desenfadado, astuto, mordaz, casi malévolo. Mizoguchi queda profundamente impresionado y desde ese
momento cae bajo su influencia –falta a las clases, no le importa cumplir con sus
obligaciones como alumno- , aunque muchas veces Kashiwagi se burle de él con
desprecio. Tratará de imitarlo en su influjo con el sexo opuesto, pero no podrá
salir airoso.
Pero
Tsurukawa muere, aparentemente atropellado por un camión. Este acontecimiento
le deja una tremenda impresión y vuelve a sentirse solo.
Casi
sobre el final se entera por boca de Kashiwagi que Tsurukawa se había suicidado
por un amor no aprobado por su familia y que ésta lo ocultó bajo la mentira del
accidente con el camión. Kashiwagi le dice que Tsurukawa le había confiado su
problema amoroso en cartas –que nunca Mizoguchi recibió de su amigo-. Pero el protagonista, lejos de desilusionarse
por lo que Kashiwaki –deseoso por despertar su envidia- le ha revelado, renueva
el amor y la admiración por el amigo muerto, que “había vuelto renacido en una realidad distinta”, más que en el
significado del recuerdo, él ahora creía en la realidad del recuerdo.
Mizoguchi
cree que la acción es lo que cambia el mundo y se pregunta si su tartamudez no
habrá nacido de su propia concepción de belleza. Concluye que la belleza y todo
lo bello son ahora sus enemigos mortales.
Hacia
el final de la novela, vuelve a cobrar suma importancia su relación con el
superior Dosen. Relata que le había dado una importante suma de dinero en mano,
en un alarde de confianza, pero para Mizoguchi representa una muestra de
falsedad, y siente desprecio hacia Dosen.
Sin
embargo, confiesa que también lo ha invadido el miedo “rayano en la alucinación” porque Dosen podría haber adivinado su
intención de destruir el Pabellón de Oro y le entregase ese dinero para hacerlo
desistir de su propósito. Decide gastar el dinero lo más pronto posible para
ser descubierto y expulsado del monasterio
En
su interior se mezcla la visión del fuego con el apetito carnal, se pregunta si
ese deseo se despierta en él porque su voluntad de vivir se basa por completo
en el fuego, percibe la animalización de
su persona, predomina el instinto por sobre el espíritu.
Una
mañana encuentra al superior en actitud sumisa e implorante, con la cabeza
entre las rodillas y el rostro tapado por las amplias mangas del hábito.
Piensa
que Dosen está enfermo y la inmediata reacción es ayudarlo, pero logra
detenerse a tiempo porque comprende que no siente por el superior “el más mínimo afecto”. Su proyecto era
incendiar el Pabellón de Oro, por lo que acudir en ayuda del hombre era un acto
de pura hipocresía, pero por sobre todo, cree que ayudarlo era ganarse su
gratitud y afecto, y esto podría debilitar su resolución.
Reflexiona
sobre esa extraña actitud implorante de Dosen, y llega a la conclusión de que
esa pose de humildad apuntaba hacia él. Era un montaje para que Mizoguchi lo
viera.
Entonces
decide llevar a cabo el incendio sin esperar a la expulsión. Es el momento de
la pura acción, uno a uno los pisos del templo van siendo consumidos por el
humo y el fuego. Mizoguchi quiere acceder al piso más alto, el Kukyocho, pero a
pesar de usar toda su fuerza para abrir la puerta, le es imposible el acceso. Al
darse cuenta de que su vida corre peligro, echa a correr al exterior, “sin saber adónde iba”.
Y su
huída lo lleva hasta la cima del monte Hidari Daimonji. Allí se tiende boca
arriba y trata de calmarse hasta que se hace de noche. Desde ese lugar no puede
divisar el Pabellón de Oro, solamente puede ver volutas de humo, partículas de
ceniza, su accionar ha tenido el fin propuesto. Él está magullado y sangrando,
y lame sus heridas “como lo haría
cualquier animal herido” Luego enciende un cigarrillo como cualquier
persona que se pone a fumar luego de haber terminado su tarea. No hay culpa ni
arrepentimiento. “Quería vivir”, es
su frase final.
La
muerte y la belleza, en este caso, la destrucción de la belleza para lograr su
liberación. La máxima zen que aparece en la novela y que Mizoguchi y Kashiwagi
recuerdan: “Si te cruzas con Buda, mata a
Buda; si te cruzas con tu antepasado, mata a tu antepasado; si te cruzas con un
discípulo de Buda, mata al discípulo de Buda, si te cruzas con tu padre y
madre, mata a tu padre y madre; si te cruzas con tu pariente, mata a tu
pariente. Sólo entonces evitarás las trabas de las cosas, y serás libre”, se
ha cumplido.
Mizoguchi
se ha liberado de la belleza que no se corresponde con la realidad y de la
hipocresía y falsedad de la vida en ese monasterio y en ese lugar sagrado. El
fuego destructor lo ha redimido, se
siente reconciliado con su pobre existencia. Finalmente, ha logrado el zen,
vivir despojado de todo. Es libre.
En
esta novela el autor muestra la contradicción entre el ideal de belleza occidental,
también asociado en la religión al boato, la pompa y las riquezas y la idea del
budismo, en cuando a una vida simple, despojada de todo lo material. Pero no
sabemos cómo siguió la vida del protagonista, ya que el relato es
retrospectivo.
[1]El Pabellón de Oro, Alianza Editorial
2019.
[2] Oxford Lenguages
[3] Diccionario Enciclopédico Espasa.
Siglo XXI
[4] Yukio Mishima (1925-1970) es uno de
los escritores japoneses más reconocidos. Supo imprimir un sello inconfundible
a sus obras y personajes. Entre sus principales novelas encontramos El rumor del oleaje, Sed de amor, Después
del banquete, El marino que perdió la gracia del mar, Música, El color
prohibido, Los años verdes, Confesiones de una máscara, La escuela de la carne,
Vestidos de noche y la tetralogía integrada por Nieve de primavera, Caballos desbocados, El templo del alba y La corrupción de un ángel.
[5] Se
relata la historia de un grupo de monjes budistas que encuentran a un gato
hermoso. Los monjes se pelean por él y el superior, llamado Nansen, aparece y
decide solucionar la situación matando el gato. Llegada la noche, regresa
Chosu, el primer discípulo y el superior le cuenta lo que sucedió. Después de
oírlo, Chosu toma las sandalias con las que había caminado y las pone sobre su
cabeza. Al ver el acto de su discípulo, Nansen dice: “¡Ah, si hubieras estado
aquí, el gatito seguiría vivo!”. Ese el acto de ponerse las sandalias en la
cabeza parece escapar de toda lógica, y en ese elemento aparentemente ilógico
está contenida la esencia de la escuela Rinzai.
[6] Cirlot, Juan Eduardo, Diccionario de
símbolos. Siruela Editor.
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