Adela se despierta,
escucha el viento y siente que la penetra un torbellino de imágenes. Mediodía.
Mira hacia la ventana, el sol abrasador
le seca la garganta. Se incorpora y toma un poco de agua del vaso que está
sobre su mesa de luz. Ahora divisa frondosas plantas; sus hojas carnosas le
impiden mirar qué hay detrás de la ventana.
Camina hacia allí y
lucha con manos para abrir el follaje y ver el panorama. Oye un repicar
acompasado, acústica pura, y se da cuenta de que el viento ha dado paso a la
lluvia de finísimo granizo. Y allá va la imaginación de Adela, a la cumbre más
alta que puede encontrar, blanca e inmensamente fría –lo siente en la punta de
sus dedos porque está acariciando la base de una pequeña escultura-.
Adela toma conciencia
del gesto maquinal y la observa. Representa un demiurgo, cabeza de león
enmarcada en un halo, el sol y cuerpo de serpiente. Piensa en el significado
dado por los antiguos: el creador y ordenador del mundo material, la
encarnación del mal que aprisiona y encadena a los hombres a sus pasiones.
Adela desvía sus
ojos hacia la fotografía colocada junto al demiurgo. Un hombre joven, esbelto, bronceado, le sonríe
con malicia desde una playa caribeña.
Detrás, el sol corona su cabeza mientras el mar, de un azul más que profundo,
lame sus pies. Adela quiere aclarar su desconcierto. Abre la ventana: ya no
llueve y el viento es una brisa sobre su rostro.
En puntas de pie y
sacando casi la mitad del cuerpo, extiende sus brazos para separar aquella
multitud de hojas que le impedía la visión, pero descubre que solamente hay un
enorme vacío, un desierto en el mediodía plagado de sol, el abismo que la atrae
como si estuviese tirando de ella una finísima cadena de pasión hacia aquella
mirada maliciosa… Y su garganta seca, la
sed que no puede apagarse.
Tal vez el demiurgo
sea el oasis que Adela necesita.
Aclaración: La imagen que encabeza el texto pertenece a Nicolás Gatto.
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