martes, 23 de febrero de 2016

POESÍA Y ETERNIDAD: ALINA DIACONÚ/ ALETEOS

El título del poemario ya nos propone identificarnos con las diferentes acepciones del diccionario: contracciones rápidas y rítmicas del corazón, mover las alas sin volar, mover los brazos, empezar a recobrar la salud. Todas vinculadas a un movimiento etéreo, a un estado de sensibilidad extremo, donde mente y cuerpo forman un bloque de ensoñación, y eso es lo que Alina deja en sus poemas.
El libro está conformado por cinco partes: “Desde el cuerpo”, “Viajando”, “Mortales Inmortales”,  “Aleteos autobiográficos” y “Meta/Física”.
Segmentos relacionados en una visión holística de la vida y la muerte, las percepciones de la naturaleza en donde el mar, la playa, las nubes, los árboles, son los protagonistas y el yo poético se funde en ellos, así como también se integra a los lugares recorridos, las culturas ancestrales, el cosmos, Buda y Cristo, en un sincretismo filosófico religioso.

En el poema “Reproducciones”, que abre la primera serie –“El cuerpo”- la poeta muestra su sensación de extrañeza ante la repetición de los rasgos maternos y paternos en su propio cuerpo: “Qué extraño/ ver reproducidos/con pasmosa/ exactitud/fragmentos/ de tu cuerpo /en mi cuerpo,/madre,/ y de tu cara,/ padre, /en mi cara”. Esa extrañeza que la hace sentir a la vez una ladrona de identidades, alguien que lleva esas marcas que otros pusieron en su cuerpo como un mandato de la herencia. “Pedazos de /identidad /robada /o trasladada/ entre un sinfín /de otras/ posibilidades”. Una misión de reconocimiento.
Sin embargo, la sensación de pertenencia de su cuerpo se reafirma en “Ofrenda”, al punto de superar lo físico y trasmutarse con el cuerpo amado en “Erostema”, hasta lograr el estado de ingravidez en donde el alma, emborrachada de vacío, se separa del cuerpo pero luego vuelve a él, a sus pesares, en “Aterrizaje forzoso”, una especie de final de viaje de vida.
 
La segunda serie, que precisamente se denomina “Viajando”, se subdivide en “Marinas”, poemas situados en Pinamar y Cariló y “Aquí y allá”.
El lector percibe las desiertas playas invernales, donde “no hay fealdad posible”, donde “el sol deshiela el aire” y la poeta se emborracha de azules, y visualiza la imagen de un hombre con su perro, “dos siluetas agitadas por  la lejanía” que aparecen y desaparecen en esa playa solitaria e inmensa como la Eternidad.
Cielo y mar cambiantes; en ellos el silencio y la velocidad no son compatibles -“Cielos de la Patagonia”- las oleadas del viento incesante enroscan los nubarrones con voluptuosidad y violencia de colores; el Fin del Mundo patagónico conmueve con sus perturbadores cielos. Y en “Miradas”, esos árboles sureños despliegan ante la poeta las mismas sensaciones que seguramente percibieron Van Gogh, Corot, Vlaminck.
La pampa argentina acompaña en el viaje el ensueño de la infancia, con las gigantescas nubes que semejan pájaros o ángeles y el dilema de elegir entre la naturaleza -la puesta del sol- y lo urbano –las luces del puerto.
Me fascinó particularmente el poema “Coliva”, del apartado “Mortales Inmortales”: la poeta nos cuenta que así se llama en rumano a la torta que se prepara cuando alguien muere. Una amalgama de aromas, un bocado exquisito que los deudos paladean como consuelo y homenaje al ser querido que partió de este mundo y que deja el recuerdo dulce a través de los años. Esos muertos que “aumentan, crecen en el tiempo”, agrandan su volumen, se transforman, adquieren poder e intensidad y se eclipsan sus errores. Porque nunca se fueron, solamente “levaron en su tránsito como un budín” y traspasaron lo que “creíamos la fragilidad/ de este molde/, el mundo” (“Los muertos”).
Y el recuerdo a la mortal inmortal figura materna que Alina encierra en su sueño rememorando el instante de la separación forzosa. La travesía de la madre se cumplió hace ya diez años. Sin embargo, en el plano  cósmico la férrea unidad con su hija no se ha disuelto.
En “Aleteos Autobiográficos”, el lector recorre las experiencias de vida de la poeta. Desde su asombro ante el reemplazo de “un cristal/ por otro,/ más  cristalino/ ese cristalino/ que el de mi origen” -“Catarata”- y su pregunta de por qué llaman “catarata”  “a esta bruma/ progresiva/ que es lenta,/ sutil/ y silenciosa”, pasando luego – en “Temores y amores”- al recuerdo de sus temores de niña frágil e hipersensible (el Centauro, el trueno, las olas, los borrachos, un fantasma llamado Baba Stoltza, la ira de la madre, los cadáveres, la muerte, las  verrugas con pelos en ciertas caras, la fiebre, el zumbido bronquial, los ciegos) en contraste con sus amores: las figuras mitológicas del Unicornio, la Fata Morgana, el Pequeño Lord, Ileana Cosinzeana, el fuego, la flor de nomeolvides, la montaña, las piedras, la risa del padre, los pinos, los gatos, perfumes, comidas, el francés, algunos nombres propios, las arrugas, un tango en especial. Una enumeración en donde se tejen sensaciones visuales, olfativas, gustativas y auditivas con nostalgia y amor, el que desplaza al “tan temido pavor”.
Sensación melancólica que puebla el poema “Sábado en San Telmo”, en el que se describe un escenario de invierno lluvioso visto a través de la ventana, y en “París, allá lejos”, cuando se ve a sí misma en su época bohemia, época en que la vida tenía sentido aunque no se lo buscara. El recuerdo vislumbrado a través de la distancia y desde el tiempo le permite una perspectiva abarcadora de otra vida “que ya no nos/ pertenece,/ sino que es/ del cosmos,/ un arquetipo”. Reflexión contrapuesta a “Puertas sin salida”, que plantea la imposibilidad de llegar, de salir de una pesadilla que la aterra.
El último segmento del poemario, “Meta/Física”, donde la barra ortográfica separa deliberadamente el prefijo “meta” (más allá de…) para que el lector advierta que es posible separarse por momentos de lo cotidiano –“Soltando amarras” para “entrar en la Totalidad”, “dejar de ser un cuerpo, una cabeza”, dejarse penetrar por la energía de un monte sagrado “habitado por almas de luz, con nombres maestros mayúsculos, como Cristo y el Buda” –“Monte Sagrado”, interrogarse qué será de nosotros “antes y después del gran tránsito”-“Interrogante”, pedir paciencia, compasión, generosidad, tolerancia, comprensión, perdón, atributos despojadores de la terrenal humanidad –“Plegaria”-, llegar a tener otro cuerpo, “escurridizo,/ espejado/ como una/ lágrima,/ como una/ complexión/ de luz,/ aire y metal”, donde encajen todas las formas imaginarias –“Otro cuerpo”, comprender que “cuando/ todo alrededor/ es dolor/ y horror,/ sólo te queda/ Dios”(“Un solo consuelo”).
El cierre de esta última parte y del libro es el poema “Los poderes de la luna”: la visión de Alina –opuesta a la de Federico García Lorca, para quien la luna representa la muerte- nos dice que su luz es promesa de futuro, espera del Sol, vida.

El libro está magníficamente ilustrado por las tintas de Guillermo Roux.

             Ana María Serra.-

4 comentarios:

  1. La poesía de Alina y este análisis reconfortan el ánimo

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    1. ¡Muchas gracias, Merce! Los poemas de Alina son realmente bellos y muy profundos.

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  2. El libro,lleno de poemas profundos ,creados con la espiritualidad y conocimiento de un alma sabia, hacen que el lector pueda disfrutar desde el principio hasta el final de momentos muy reconfortantes para nuestro crecimiento interno

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  3. Asi es, Iliana. Muchas gracias por tu comentario

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