sábado, 24 de agosto de 2013

FICCIÓN MARINA/ ANA MARÍA SERRA


Recorría la playa empujada por una brisa fresca que venía del sur; las olas rompían no muy lejos de la orilla. Dos o tres perros jugaban; uno insistía en entrar a los saltos hasta mojarse por completo para luego salir -también a los saltos- e inmediatamente volver a  la rompiente. Todo ello sin dejar por un instante de ladrar a unas gaviotas que pescaban al vuelo algún pez o quizá una almeja. Los demás perros solamente corrían por la arena mojada, sin vocación de bañistas de invierno.
Ella seguía caminando mientras pensaba en cómo podría abordar su nuevo libro de cuentos. Su mente iba y volvía tratando de encontrar diferentes inicios, pero ninguno la satisfacía. Todos le resultaban obvios, trillados.
Casi tropezó con una pequeña valija de cuero roja. Detuvo su andar para contemplar ese objeto imprevisible en una playa; pensó si habría sido perdido o tal vez abandonado por alguien que misteriosamente quería deshacerse de algún tipo de incomodidad. La valija dejaba escapar por un borde un pedazo de gasa roja.
Miró a su alrededor; le daba pudor que la vieran llevarse algo de la playa. Pero no había nadie, solamente veía a lo lejos unos pequeños puntitos: eran unos adolescentes que corrían a sumergirse con sus tablas de surf.
Con alguna aprehensión alzó la valija e intentó abrirla. Los cierres cedieron ante la mínima presión. El contenido, un chal rojo con bordes dorados, un lápiz labial y un esmalte –ambos color rojo fuego-, le resultó divertido. Casi escondida, vio una fotografía de un pequeño niño rubio que sonreía de manera adorable. Quedó intrigada.
Se encontró caminando hacia “Las Alondras”, un barato club nocturno que quedaba a pocas cuadras de allí. Pensaba en que muchos muchachos del pueblo todavía eran formados a la vieja usanza de hacerse hombres debutando sexualmente con prostitutas.
Se sorprendió en la puerta del club, tocando el timbre. La atendió una gastada mujer, agobiada a fuerza de trabajos domésticos. Cuando ella comenzó a mostrarle la valija, apareció un hombre íntegramente vestido de negro. Muchas gracias, señora. La Mercedes es un poco distraída y no sabía dónde se había olvidado la maleta. Tome, ella le manda esto, por favor, acéptelo.
Quiso responderle que ella no conocía a ninguna Mercedes, pero le cerraron la puerta en la cara. Se vio parada sosteniendo una pequeña valija de color negro, reluciente. Como atontada, fue hasta una agencia de taxis para volver más rápidamente a su casa.
Al llegar miró su interior: había allí una corbata de seda gris con arabescos negros, un anotador sin usar con tapas de cuero charolado negro y otra foto del mismo niño rubio. En ésta parecía más grande y no sonreía: tenía la mirada perdida, como en un punto fijo.
¿Por qué le habían dado esa valija? ¿A quién le pertenecía? Estaba sumida en esos interrogantes cuando sonó el teléfono.
Soy Diana, vos tenés algo que no te pertenece. Bueno, entonces vení a buscarlo, porque yo…El golpe seco del corte de comunicación la enojó.
Parecía que estaba rodeada de locos. Maldijo el momento en que se le ocurrió levantar la primera valija.
Cuando sonó el timbre y fue hacia la puerta, casi quedó cegada por un estallido de sol. La mujer, rubia, corpulenta y ataviada de amarillo, con falsas joyas doradas y ojos fulminantes, tomó la maleta negra y como quien obsequia un chupetín o una flor, le alcanzó otra amarilla y desapareció. ¿Pero qué juego era éste? Pensó en tirarla a la calle, pero la curiosidad pudo más. Abrió la valija y vio una rosa amarilla recién cortada, un frasco de miel y una nueva fotografía. Era la de un adolescente que ya no tenía el pelo tan rubio, pero sí una sonrisa burlona que le causó cierto escalofrío.
Oyó unos pasos. Se había olvidado de cerrar la puerta pero no se atemorizó, porque esta vez la que llegaba era una pequeña niña con traje de comunión, que llevaba con dificultad una valija blanca. La niña extendió el brazo y se la alcanzó al mismo tiempo que tomaba la amarilla y salía corriendo.
Como una rutina revisó el interior de la nueva maleta: un collar de perlas de fantasía, una taza de porcelana (todo de color blanco) y otra fotografía. El personaje era un hombre joven ataviado con un traje, indudablemente blanco. Su sonrisa quería ser burlona, pero más parecía una mueca.
Salió apurada y cerró con llave. Caminó varias cuadras sin cruzarse con nadie. Tuvo la esperanza de que todo se hubiera terminado.
Decidió ir nuevamente a la playa, dejar la valija y olvidarse de esa secuencia de absurdos. Por suerte, la playa seguía prácticamente desierta. Los surfistas apenas se divisaban barrenando las olas, los perros seguían jugando y las gaviotas procurándose alimento.
Caminó rápidamente hacia el lugar en el que había encontrado la primera valija. Cuando estaba por llegar sus dedos fueron aflojándose para abandonar la maleta blanca. El perro que jugaba en el agua salió disparado hacia ella; retrocedió asustada, pero el animal moviendo la cola, tomó entre sus dientes el objeto. En ese momento se dio cuenta de que, pegada a sus pies, había otra valija y era azul.
Aunque trató de escapar de allí, una fuerza extraña la dejó congelada en el lugar. Fascinada, miró la maleta que se iba abriendo sola, suave y lentamente…
Una bocanada de mar, azul como nunca, la sumergió en una corriente fresca y salada.
Ahora se sentía liviana, aunque no estaba flotando, sino hundiéndose en una especie de remolino. Sin embargo, podía pensar con claridad y respirar como si estuviese fuera del agua.
Cuando llegó al fondo, vio que la serie de fotografías estaba esparcida siguiendo un orden; el pequeño niño rubio sonriente, el mismo niño, un poco más grande y triste, el adolescente burlón, el adulto sarcástico. Junto a ellas, un anciano estaba sentado en un trono. Sus cabellos y barba canosos tenían reflejos azulados, como la túnica que lo cubría, bordada con rémora. Empuñaba un tridente a manera de cetro, y los peces nadaban sin prisa a su alrededor.
Tal vez Poseidón la había elegido debido a que ella necesitaba vivir en la ficción y así poder encontrar esa imaginación que se le negaba a proponerle caminos para la escritura.

No quiso razonar más. Sintió que las escamas cubrían la mitad de su cuerpo, que sus piernas se habían transformado en una espléndida cola de pez. Y se dejó llevar hacia ese nuevo mundo que se abría ante ella.

(Cuento perteneciente a mi libro La trama engañosa)
                   



2 comentarios:

  1. Mi estimada Ana María, me ha encantado. Es increíble la historia, te sumerges tan deliciosamente en ella que he visto la playa, hasta he oído las olas deslizarse por la arena… el colorido de la maleta o valija que me intrigaba a continuar rápido la lectura para ver el siguiente color…en fin todo. Estoy segura que esta trama tiene su mensaje.
    Un abrazo enorme
    Mar

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