miércoles, 31 de julio de 2013

EZEQUIEL PRADO/ ALGO MÁS QUE UN REGALO

                                                       La verdad nunca puede decirse de modo
                                                                  que sea comprendida sin ser creída.
                                                                                            Willian Blake
              
 
Saravia está sentado en una silla, chupando la bombilla de un mate de madera revestido de  cuero negro; ese mate que tiene en la mano posee la misma cantidad de años que su matrimonio.
Elvira, que no ha sido beneficiada con las bondades de la vida más que la de sus hijos, le ceba el mate amargo  todas las mañanas. Ahora  lo está mirando con cierta perplejidad, como si viera  algo ya distante.   
¿Qué pasa mujer?-  pregunta él sin dejar de chupar un mate que se ha quedado sin agua.
Nada, qué, ¿no puedo mirarte?- responde ella haciéndose la desentendida.
Mirá nomás, que por hoy no te cobro- le dice entregándoselo.
Ella lo agarra, mueve la bombilla como si revolviera un estofado y le vuelve a cargar agua.
Saravia y Elvira están sentados frente al ventanal que da a la calle.  Los unen cincuenta años de casados, dos hijos y una nieta y un historial de vaivenes oscuros y claros donde nada entre ellos ha faltado; hay en los dos una hermandad, una unión irreversible determinada por los años y la soledad, y no por el amor y la compañía.
Saravia  ha sabido ganarse varios enemigos en el trabajo, pero también ha construido un cierto desprecio por parte de sus hijos; Saravia es sobrador y pendenciero y no hace nada gratis, ni siquiera por él mismo. Cualquiera de los vecinos que los circunda o de los ex compañeros de trabajo, serían testigos eficientes de que ese hombre no debería tener la compasión de nadie.  
Con la bombilla en la boca observa que el auto, un Spazio rojo, estaciona frente al  ventanal; él mira cómo su hija y su nieta han venido a visitarlo. La pequeña, detrás de su madre, trae en sus manos una caja y esto, que está ocurriendo más seguido que lo habitual, lo engrandece, le soba el orgullo, pero también le produce incertidumbre.
 Primero entra la nieta, Carolina, que saluda a su abuela y después a su abuelo;  demora la entrega del regalo a la espera de que su madre salude en el mismo orden que ella. Elvira se levanta, agarra la pava y el mate y dice
“voy a calentar”. Si hace un rato la calentaste, le remarca Saravia que tiene entre sus brazos a su nieta.
Vos qué sabes, y Elvira se aleja en dirección a la cocina con su hija. Carolina le entrega la caja.
¿Y esto? dice el viejo sorprendido.
Para vos abuelo, un regalo, le aclara su nieta que tiene nueve años.
Pero si hoy no es mi cumpleaños, ¿o ya no se acuerdan de la fecha en que los cumplo?, grita el viejo; es una de las formas que tiene de irritar tanto a su mujer como a sus hijos. Su nieta lo mira, está a punto de decir algo pero se arrepiente y levanta los hombros.  Rompé el papel, que trae suerte.
Saravia se queda congelado unos segundos con la caja en la mano mirando a su mujer y a su hija que hablan en voz baja en la cocina. ¿Qué traman estas dos? se pregunta.  
Abuelo, el papel rompé, insiste Carolina

El viejo vuelve a la caja, por esos anteojos cargados de aumento mira a su nieta como un perro que espera que le arrojen el palo para salir a traerlo.
Nada de romper el papel- dice Saravia- esas son pavadas de mujeres- y lo dice de contrera nomás,  porque lejos de él está el interés de preservar el papel como recuerdo.

Hoy hace un mes que no trabaja, un dolor en el abdomen lo dejó afuera, el médico no fue claro. Tan solo le recomendó unos meses de parate que cumple a medias. ¿Quién va a pagar la olla, usted? le dijo al profesional antes de irse. Lo que le extraña es que la mujer al verlo laburar no lo rete, con lo hincha pelota que es la Elvira piensa, pero también sospecha que entre el médico y su familia traman algo.
Se toma su tiempo para desenvolver el regalo, y  solo lo hace para engranar a Carolina, que lo está mirando parada y ansiosa.  En el momento que retira el hilo azul, por el ventanal se ve a Carlos que  desciende de un Reims con una caja de vino; Saravia lo observa extrañado.
Qué hacés, viejo, mirá lo que te traje; el hijo muestra las botellas de vino  y va hacia  la cocina con su madre y su hermana.

No sabe si el equivocado es él o son los demás, que él sepa es un día de semana común y corriente, qué es lo que se festeja entonces, se pregunta Saravia que siente en las manos los tironeos de su nieta que le señala el regalo. El hijo trae una botella de vino, la ubica en la mesa y le sirve un vaso al viejo que todavía no entiende.
¿Qué  festejamos?, le grita, pese a que lo tiene cerca.
Como festejar… nada, le aclara Carlos dubitativo y trémulo; deja la botella y  vuelve a la cocina.
¿Qué esperás abuelo?- le reclama su nieta parada frente a la caja. Él retoma  sin mucho entusiasmo la tarea de desempaquetar la caja, y lo hace más para calmar la ansiedad de su nieta que la propia. No le gusta que le oculten nada y menos le gustan las sorpresas.
¿Qué cuchichean ahí, che?, grita desesperado por saber de qué hablan. Elvira pone una olla con agua en el fuego, agarra la pava y llega a la mesa.
¿Qué se traman… qué festejo están ocultando?-
¿Festejo? -dice Elvira y se sienta sin quitarle la mirada de encima –festejo ninguno, es una familia, la familia puede reunirse sin la excusa de un festejo.
 Saravia gruñe y la mira amenazante, ella le entrega el mate amargo a su hija que permanece de pie mirando a su padre.

Carlos se prende un cigarrillo y se encamina hacia el patio para que su hermana no lo putee; se mete con el pucho en la boca en el galpón  de Saravia repleto de porquerías; en una de las paredes está colgado un taladro de mano  antiguo,  en el torno se exhiben llaves de todo tipo y formas, en la pared las herramientas van de  menor a mayor; una prensa sostiene una chapa, atrás, una bicicleta de carrera puesta en el mismo lugar que estaba cuando él era chico. Rollos de alambres oxidados, caños parados como estatuas, tuercas y latas de duraznos rebasando de tornillos. Para Carlos han pasado los años, pero adentro del galpón pareciera que todo permanece igual. Él, que nunca supo agarrar ni siquiera un tornillo y menos aún cambiar una lamparita, intuye y no sabe por qué,  que cuando nada quede de esto lo va a extrañar tanto como si hubiera sido su oficio.
 
Abuelo, no abriste el regalo, dice la pequeña que está sentada en el piso, casi resignada. Saravia retoma el pedido y vuelve a despegar las cintas que rodean toda la caja. En eso aterriza Elvira, que pone la mesa ayudada por su hija. Carlos vuelve de afuera; su padre lo mira entrar, éste le devuelve la mirada y le palmea el hombro.
Pero qué les pasa a ustedes, ¿andan sentimentales? pregunta  luchando con la caja.

Saravia nunca fue un hombre de expresar sentimientos, eso era cosa de maricas, caricias solo a hasta los diez, después se hacen mameros, creía.

Cuando quiere acordar, los ñoquis llegan de las manos de Elvira y en la bandeja de ocasiones especiales. La pone en el centro de la mesa y Saravia los mira a cada uno de ellos y les dice: Si hoy…no es día de ñoquis…
Y a quién le importa, responde la mujer mientras deposita el queso rallado. La hija la mira pidiéndole a su madre, al menos por hoy, un poco de compasión.
Abrilo, abuelo, ruega la nena con su último aliento.

El viejo saca el papel, se toma un tiempo para doblarlo, mientras en la mesa el vapor de los ñoquis se va hacia arriba y los tres esperan para empezar a comer. Luego de doblarlo en siete pliegues se levanta para dejar el papel sobre el mueble; ninguno de ellos deja de mirarlo. Él lo advierte. Se sienta y vuelve a poner la caja sobre las rodillas.
A ver qué ha traído m´hija, dice Saravia abriendo la caja. Mete la mano y desde el fondo extrae una tortuga azul y blanca de madera. La mira, la da vuelta, la observa detenidamente; minutos después, levanta  la mirada hacia la pequeña y le dice qué tortuga más extraña.
La hice en la escuela, para que te acompañe, le explica la pequeña, mirando a su madre.
Cuentas deberían enseñarte en la escuela- reclama el viejo con la intención de que ninguna lágrima lo haga quedar mal.
Pero ella parece no escucharlo y le sigue contando el por qué de la tortuga, mientras el viejo la sigue mirando de ambos lados, perdido en la artesanía de madera.  
La maestra nos dijo que las tortugas significan para cada país algo distinto: en algunos quiere decir lentitud, en otros diversión,  buena suerte, y en otros vida.  Y es por eso que te hice la tortuga abuelo, porque la mía, significa vida.
Dale, a comer, dice Saravia


Detrás de él, la mujer y los hijos se miran, y en sus miradas coinciden en que no se merece compasión, pero ellos no pueden negársela. 
                                                                                                  

2 comentarios:

  1. Este cuento, con reminiscencias de Abelardo Castillo, revela una voz narrativa que está logrando la cumbre de su madurez-

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  2. La verdad es que muchas palabras para mí son desconocidas, pero estos pequeños relatos me dejan siempre con el pensamiento ocupado. Desde fuera resulta un cuadro costumbrista, un relato corto donde se definen vidas comunes, pensamientos y formas de respuestas a la vida.

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