domingo, 31 de agosto de 2014

MERCEDES CENTURIÓN/ "LA CAÍDA"


Entre el cielo y la tierra la vida espera
soterrada la muerte elige
su silencio ensordece la atmósfera dormida
encajes, sedas, brocados, tules negros la visten
multifurcados túneles recogen su paso
absorta la calma reprime su presencia
el infortunio teje la red.
 
La electora de ojos vacuos
impone la esbeltez de su atavío
su energía fantástica
traza los límites espaciotemporales
azarosa y esquiva ante el conjuro
despliega su infinita letanía
desprovista de señas o de remordimientos.

Quien la piense maléfica
o la crea imperativa, abstrusa, intencionada
debe saberla indiferente, hueca, arbitraria y desdeñosa;
con una danza ciega
al final del camino
dispara una certera flecha envenenada

y siempre da en el blanco.





miércoles, 27 de agosto de 2014

ANA MARÍA SERRA/ "PROMESAS DE SEPTIEMBRE"

caminó sobre el paisaje blanco
se agachó y acarició la nieve
formó una bola con sus manos
y la arrojó lejos
quizá pensó que así podría atrapar la mariposa esquiva
que  traería en su esplendor la primavera
 
la tarde bostezaba endebles luces
y el umbrío castillo que formaban las montañas
prometía soltar ánimas nocturnas
 
cerró los ojos 
dibujó en su mente dos alas multicolores
y volvió por el sendero  con un beso de la brisa

mientras las flores crecían en su pecho.






domingo, 17 de agosto de 2014

EZEQUIEL PRADO/ "EL HOMBRE SOLITARIO"

           
      En la expansión de la arena, del mar, del cielo, camina el hombre solitario por la orilla junto a su sombra semejante.
      Hace unos cuantos años que mira de izquierda a derecha un solitario horizonte. No sabe que hace ahí, aunque si lo observásemos subir y bajar los siete escalones de esa casa parecida a un mirador, como obedeciendo a un régimen en el  que debe  anotar rigurosamente el horario de la aurora y el ocaso, sin saber qué fin tienen esas anotaciones o quién se las ha pedido y si servirán de algo, pensaríamos que lo que hace es el trabajo de muchos años de  estudio.
     El hombre solitario contempla el graznido de las gaviotas, mientras  unas mariposas revolotean  al alcance de su vista, escucha silbar al viento melodías monstruosas; sentado en la arena sin más actividad que mirar un mar con  leves arrugas azules, que expide  olas pequeñas, espumosas, que rebotan y se van dándole paso a las almejas que emergen  como topos para  recibir la luz de la tarde; algo dentro de él le dice que adentrarse en ese mar esta prohibido. Lo cumple.
  El hombre solitario no piensa en su  soledad. Se acuesta, se despierta, camina, come, anota y vuelve a dormirse. Cumple con lo que le ha sido mandado, no siente asfixia o al menos no mucha, ni felicidad aunque a veces ríe, ni tristeza aunque por momentos llora, ni bendición aunque a veces agradece, ni desdicha aunque algunas  noches se sienta desgraciado. Después de anotar el ocaso se acuesta. Tampoco piensa si  él es el primero, o el último,  o cuántos habrán pasado por esa cama.
  El hombre solitario, después de anotar la salida de la aurora, espera, siempre ha esperado. Mientras camina por la orilla acompañado de su sombra semejante, se ha quedado mirando la llegada de unas tórtolas y unas inquietas golondrinas, que mirará por días y meses, y sentirá una abrumadora sensación, no de miedo, sino una turbadora desesperación en todo el cuerpo.
 El hombre solitario, es testigo por primera vez, quizás, de una aurora diferente,  desde el ventanal, inmóvil, empieza a percibir que ese rojizo horizonte que lleva anotando toda su vida, tiene una mancha oscura, grisácea, hueca, como una penumbra esférica parecida a un eclipse, sin ser exactamente un eclipse.
   Ante tal acontecimiento decide bajar, y lo hace a tientas por los siete escalones, momento en que descubre que han dejado de ser visibles para él. Perturbado se arrastra hasta la orilla a la que ha observado  desde siempre y a la que ha visto escupir reiteradas olas efímeras; ya no las ve, las toca, siente un vértigo intransferible, ya no lo acompaña su sombra semejante, se pregunta que si eso que él creyó algo distinto no es una regla más que debe obedecer. Se arroja de bruces sobre  la arena mojada, sus manos son alcanzadas por las espumosas olas que lo lamen.
   El hombre solitario siente que, como en el principio, en el final tampoco hay nada.


                                           De: Al otro le suceden las cosas, 2011.-

viernes, 8 de agosto de 2014

MERCEDES CENTURIÓN/ "LEJOS DEL CIELO"

Tenías que dar unos cuantos saltos y hacer un poco de equilibrio.
Ese era todo el secreto.
Y, al final, el cielo sería tuyo. No ese cielo hipotético del que te hablaban los domingos en misa, el que tenía muchos escollos para ser alcanzado. Era otro, era el cielo de la rayuela.
Era otro cielo, sí. Uno con forma de nube, ancho, cómodo para tus pies de niña, para reinar sola al final del dibujo de la tiza.
Un cielo embaldosado, nítido, al que podrías llegar  con algo más de ochenta saltos y una serie de calculadas reverencias en una sola pierna para atrapar la piedra-candado.
Sin embargo, curiosamente, buscás en tu memoria esos instantes culminantes del juego, toda vos en el cielo, y  no recordás haberlo conquistado alguna vez. Es más, te costará admitir que nunca lo alcanzaste. Ese cielo glorioso en el que se instalan tus hermanas; ese cielo generoso al que accedían risueñas tus hermanas, un cielo de torpezas inalcanzable, invalidado por las celdas 8 y 9 porque apoyaste el otro pie, apenas, apenitas, no vale y todo de nuevo.
¿Todo de nuevo?, sin aire, sin ganas, humillada, prefiero saltar a la cuerda contando cada salto con las dos piernas para salir primera muchas veces.
También estaba la piedra. La piedra-candado negándose a ser piedra-llave, un fragmento de pizarra, de concreto o de ladrillo, aunque mejor el cascote de barro, más irregular, más fácil de agarrar, pero no, porque se rompe enseguida si hay muchos, sin trampas, las tres con el mismo guijarro total igual te vas a caer, que te falta estabilidad y sentido de la distancia, para alcanzar el cielo la piedra tiene que detenerse dentro del cuadrado de tiza, no en el borde ni afuera y tenés una sola oportunidad y después perdés el turno.
Un cielo en el que te parabas antes de que lo borrasen las lluvias y los pasos de los adultos, no sin cierta zozobra y algo de desencanto, siempre apenada por no poder conquistarlo en el juego a ese cielo misterioso y mezquino, hecho para tus hermanas, para su risa burlona y sus códigos infranqueables.

Un cielo que se aprehende a pedrada limpia, a los saltos, en una sola pierna y dejando a los desequilibrados en el camino, es un cielo que ahora se me antoja inabordable, digo, para consolar a la niña de esta historia.
                                De: Rayuela(s), antología de cuentos, 2010.-